No obstante, al margen de este lamentable malentendido hay quizá uno o dos aspectos en todo este asunto que merecen cierta atención, aunque sólo sea para que no sigan preocupándome en estos días venideros. Uno de ellos es, por ejemplo, la idea que presentó mister Harry Smith respecto al significado que encierra el término «dignidad». Es una idea que, seguramente, no es necesario considerar con demasiada seriedad. Por supuesto, hay que tener en cuenta que mister Harry Smith empleaba el término «dignidad» en un sentido totalmente distinto del que tiene para mí. A pesar de ello, aun admitiendo su definición del término, sus opiniones eran demasiado idealistas y teóricas para ser consideradas seriamente. Sólo hasta cierto punto había algo de verdad en sus palabras: en un país como el nuestro es posible que, efectivamente, la gente tenga el deber de reflexionar sobre los asuntos clave y formarse su propia opinión. Pero en el mundo en que vivimos, ¿cómo puede pensarse que la gente corriente tiene «opiniones bien fundadas» sobre cualquier clase de temas, hecho que, como imagina mister Harry Smith, caracteriza a este pueblo? Además, no sólo se trata de una idea poco realista sino que me pregunto incluso si será una idea deseable. Después de todo, las posibilidades de la gente corriente para aprender y saber son limitadas, y exigir que cada cual participe con sus «ideas bien fundadas» en los grandes debates de la nación denota muy poca cordura. En cualquier caso, es absurdo suponer que la «dignidad» de una persona se defina siguiendo estos criterios.
Precisamente, me he acordado ahora de una situación que, creo yo, ilustra muy bien qué poco hay de cierto en las ideas que defiende mister Harry Smith. Es un ejemplo basado en mi propia experiencia, un episodio que tuvo lugar antes de la guerra, hacia 1935.
Si no recuerdo mal, ocurrió una noche, pasadas las doce, en que mi señor me ordenó que me personase en el salón en que él y otros tres caballeros se habían reunido después de la cena. Naturalmente, ya había tenido que entrar varias veces para llenar de nuevo las copas de aquellos caballeros, momentos en los que había podido escucharles tratar temas de gran peso. Sin embargo, en esta ocasión, cuando entré en el salón dejaron todos de hablar y se volvieron hacia mí. Entonces mi señor me dijo:
– Acérquese un instante, Stevens, se lo ruego. Mister Spencer tiene algo que decirle.
El caballero en cuestión siguió observándome unos minutos sin cambiar siquiera la pose algo lánguida con que estaba instalado en el sillón. Y acto seguido dijo: -Verá, amigo, tengo una pregunta que hacerle. Hemos estado discutiendo sobre un problema y necesitamos ayuda. Dígame, ¿considera que la situación de la deuda con respecto a América constituye un factor significativo del bajo nivel actual de los intercambios comerciales? ¿O cree que se trata sólo de una teoría errónea y que la auténtica raíz del problema es el abandono del patrón oro?
Como es natural, me quedé bastante sorprendido; sin embargo, comprendí rápidamente cuál era el quid de la cuestión. Estaba claro que esperaban que me sintiese totalmente perplejo ante la pregunta. De hecho, durante el rato que tardé en darme cuenta y en encontrar una respuesta adecuada, es posible que exteriormente diese la impresión de estar en Babia, ya que noté que se sonreían entre ellos con gesto divertido.
– Lo lamento, señor -dije-, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
En aquel instante, había conseguido dominar la situación; sin embargo, los demás caballeros siguieron riéndose disimuladamente. Mister Spencer prosiguió:
– Entonces quizá pueda sernos de ayuda en otro problema. ¿Cree usted que la situación monetaria de Europa mejoraría o empeoraría en caso de llegarse a un acuerdo militar entre franceses y bolcheviques?
– Lo siento mucho, señor, pero es un problema en el que tampoco puedo ayudarle.
– ¿Cómo? -exclamó mister Spencer-. ¿Tampoco puede ayudarnos en esto?
Volvieron a disimular sus risas hasta que mi señor dijo:
– Está bien, Stevens. Puede retirarse.
– Discúlpeme, Darlington, pero aún hay otra pregunta que quisiera hacerle a nuestro amigo -dijo mister Spencer-. Realmente necesito su ayuda para el asunto que actualmente tanto nos preocupa, un asunto fundamental, ya que de él depende el modo en que configuremos nuestra política exterior. Dígame amigo, a ver si ahora puede ayudarnos. ¿A qué se estaba refiriendo realmente monsieur Laval cuando aludía en un discurso reciente a la situación en el norte de Africa? ¿Cree usted también que se trata de una argucia para acallar al sector más nacionalista de su propio partido?
– Lo lamento, señor, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
– ¿Ven ustedes, caballeros? -dijo mister Spencer, volviéndose al resto de los presentes-. Nuestro amigo no puede ayudarnos a este respecto.
Y esta frase provocó nuevas carcajadas, ahora con menos disimulo.
– Sin embargo -continuó mister Spencer-, aún seguimos insistiendo en la idea de que habría que dejar el destino de la nación en manos de este buen hombre Y de millones de personas como él. No es de extrañar, por tanto, que con la carga que supone nuestro sistema parlamentario actual, seamos incapaces de resolver los numerosos problemas que nos aquejan. ¿Por qué no le piden también a un comité de la asociación de madres que organice una campaña militar?
Y entre las risas y carcajadas que suscitó esta última intervención, mi señor, en voz baja, me dijo:
– Gracias, Stevens.
Tras estas palabras, pude retirarme.
Es cierto que la situación me había resultado un poco incómoda, pero, en cualquier caso, no era la más difícil ni la más insólita con que me podía haber enfrentado. Convendrán ustedes conmigo en que cualquier profesional en el ejercicio de sus funciones debe contar con que a lo largo de su carrera le salgan al paso este tipo de situaciones. Naturalmente, a la mañana siguiente ya había olvidado el episodio cuando lord Darlington, tras entrar en la sala de billar en un momento en que, subido a una escalera, estaba ocupado en limpiar el polvo de los retratos, dijo:
– Lo de ayer fue horrible, Stevens. Le hicimos pasar unos momentos muy desagradables. Dejé lo que estaba haciendo y dije: -De ningún modo, señor, fue un placer poder ayudarles. -Fue horrible. Me temo que bebimos demasiado. Le ruego que acepte mis disculpas.
– Gracias, señor. Pero le digo, y me complace decirlo, que en ningún momento me sentí importunado.
Mi señor se acercó con paso bastante cansado a un sillón de cuero, se sentó y suspiró. Desde lo alto de la escalera alcanzaba a ver prácticamente la larga silueta de mi señor bañada por el sol de invierno que entraba por los balcones, iluminando con sus rayos gran parte de la habitación. Recuerdo que fue uno de esos momentos en que pude sentir hasta qué punto las circunstancias de la vida habían marcado a mi señor en sólo unos pocos años. Siempre había sido un hombre esbelto, pero ahora se le veía preocupantemente delgado y hasta deformado. Sus cabellos habían encanecido antes de tiempo y su cara se veía tensa y arrugada. Durante unos instantes, permaneció mirando por el balcón en dirección a las colinas y, acto seguido, dijo:
– Fue una experiencia horrible, Stevens. Pero, ¿sabe?, mister Spencer quería demostrarle algo a sir Leonard. De hecho, si le sirve de consuelo, fue usted testigo de una demostración muy importante. Sir Leonard había estado defendiendo ideas absurdas y anticuadas, según las cuales es la voluntad del pueblo la que debe regir nuestro destino y todas esas cosas. ¿No le parece increíble, Stevens?
– Sí, señor.
Lord Darlington volvió a suspirar.
– Siempre somos los últimos, Stevens. Los últimos en despegarnos de sistemas ya anticuados. Sin embargo, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con los hechos.
La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos cuantos años, pero no ahora.
Qué es lo que decía ayer mister Spencer? Lo explicó muy bien.
– Creo que comparaba el sistema parlamentario actual con un comité de la asociación de madres que intentara organizar una campaña militar.
– Sí, eso era. Francamente, vamos muy retrasados en este país, y es urgente que las mentes con visión de futuro hagan reaccionar a personas como sir Leonard.
– Sí, señor.
– Escúcheme bien, Stevens. Actualmente, vivimos una crisis que se prolonga. Lo he visto con mis propios ojos al viajar al norte del país con mister Whittaker. La gente sufre, la gente normal, la gente buena y trabajadora sufre horriblemente. En Alemania, en Italia, han sabido actuar y han puesto las cosas en su sitio. Igual que a su modo, supongo, han hecho esos miserables bolcheviques. Hasta el presidente Roosevelt. Fíjese que no le da ningún miedo tomar medidas arriesgadas para ayudar a su pueblo. En cambio, mire lo que pasa aquí, Stevens. Pasan los años y todo sigue igual. Lo único que hacemos es hablar, organizar debates y aplazar las decisiones. Cuando alguien tiene una buena idea, acaba por resultar ineficaz con tantos comités por los que tiene que pasar, y además la modifican hasta el infinito. Los pocos que saben realmente de lo que están hablando acaban relegados a un segundo plano por tantos ignorantes como hay a su alrededor. ¿No lo ve usted así, Stevens?
– Parece que la nación se encuentra en una situación deplorable, señor.