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– Se lo aseguro. Fíjese en Alemania y en Italia. Fíjese en lo que puede hacer un gobierno fuerte si se le deja, no como aquí con tanto sufragio universal. Cuando uno ve que su casa está ardiendo, lo último que hace es reunir a toda la familia en el salón para discutir durante una hora sobre las posibilidades que hay de escapar. Quizá en otra época todo eso tenía resultado, pero no ahora, cuando el mundo se ha complicado tanto. No se le puede pedir al hombre de la calle que sepa de política, economía, comercio mundial y qué sé yo. ¿A santo de qué? Ayer respondió usted muy bien, Stevens. ¿Qué es lo que dijo? ¿Algo así como que no era de su competencia? Claro, ¡y por qué iba a serlo!

Ahora me doy cuenta, al evocar estas palabras, que muchas de las ideas de lord Darlington resultarían en nuestros días bastante extrañas, y diría incluso que poco recomendables. Sin embargo, no puede negarse que en las cosas que me dijo aquella mañana en la sala de billar había algo de verdad. Evidentemente, es absurdo esperar que un mayordomo responda sin ninguna duda a la clase de preguntas que mister Spencer me hizo aquella noche, y, naturalmente, cuando individuos como mister Harry Smith afirman que cualquier persona con «dignidad» es capaz de hacerlo, está claro que no saben de qué hablan. Hay algo que debemos dejar bien claro: el deber de un mayordomo es procurar que haya un buen servicio, no intentar solucionar los problemas de la nación. Y la razón es que, a personas como ustedes o como yo, esa clase de asuntos se nos escapa, y aquellos de nosotros que quieren dejar huella deben comprender que, para conseguirlo, el mejor modo es concentrarse en lo que realmente es de nuestra competencia, es decir, centrarnos en ofrecer el mejor servicio posible a los verdaderos caballeros que tienen en sus manos el destino de nuestra civilización.

Parece algo obvio, pero no son pocos los mayordomos que, al menos durante una época, han sido de pareceres distintos. De hecho, las palabras que oí anoche en boca de mister Harry Smith me recuerdan el idealismo mal entendido que defendieron numerosos colegas de mi generación en los años veinte o treinta. Me refiero a los colegas que eran partidarios de que el mayordomo que realmente tuviese aspiraciones serias debía examinar continuamente a su señor, evaluando sus actos y analizando las implicaciones de sus ideas; ya que, según sus argumentos, éste era el único modo de estar seguro de que nuestro talento se destinaba a buen fin. Aunque pueda comprenderse el fondo de idealismo de semejante razonamiento, es indudable, como en el caso de mister Harry Smith, que se trata de una concepción errónea. Sólo hay que ver a los mayordomos que llevaron estas ideas a la práctica. Sus carreras, algunas de ellas muy prometedoras, se eclipsaron. Personalmente, conocí al menos a dos profesionales, los dos bastante capaces, que siempre insatisfechos no pararon de cambiar de patrón sin asentarse nunca en ninguna parte. Al final, perdimos su rastro. Y no es sorprendente que acabaran así, dado que, en la práctica, es imposible que uno adopte ante su señor una postura tan crítica y le ofrezca, al mismo tiempo, un buen servicio. No sólo porque no pueden satisfacer las numerosas exigencias de un buen servicio con la mente centrada en otros asuntos, sino, fundamentalmente, porque un mayordomo que está siempre esforzándose por manifestar sus «opiniones bien fundadas» sobre los asuntos de su señor carece, con toda seguridad, de una cualidad que es esencial en todo buen profesional, y esa cualidad se llama lealtad. Pero no me interpreten mal, por favor. No me estoy refiriendo a esa «lealtad» ciega cuya falta aducen los patronos mediocres cuando ven que no pueden contratar los servicios de un buen profesional. De hecho, yo sería el último en abogar por que un mayordomo jurase lealtad ciega al primer caballero o a la primera dama que les diese trabajo. No obstante, si un mayordomo espera ser alguien, llega un día en que debe cejar en su búsqueda, un día en que debe decirse: «Este patrón encarna todo lo que considero noble y admirable. A partir de ahora, me dedicaré a servirle». Así se jura lealtad de un modo inteligente. ¿Es algo «indigno»? No es más que la aceptación de uña verdad ineludible: que personas como ustedes o como yo no llegaremos nunca a entender los hechos importantes que se desarrollan actualmente en el mundo, y, por este motivo, lo mejor que podemos hacer es confiar en un patrón que consideremos honrado y sensato. Piensen en personas como mister Marshall o mister Lane, que son, sin duda, dos de las figuras más importantes de nuestra profesión. ¿Se imagina a mister Marshall discutiendo con lord Camberley sobre el último informe de éste enviado al Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Acaso mister Lane nos parece menos admirable sólo porque nos hayamos enterado de que nunca ha gustado de expresar sus opiniones ante sir Leonard Gray cuando éste ha de pronunciar un discurso en la Cámara de los Comunes? Por supuesto que no. ¿Y qué tiene eso de «indigno»? ¿Qué tiene eso de reprochable? ¿Qué culpa tengo yo de que, con el paso del tiempo, se haya comprobado que los esfuerzos de lord Darlington no iban bien encaminados, que fueron, incluso, poco sensatos? Durante todos los años que estuve a su servicio, fue él, únicamente él, el que calibró los elementos de que disponía para actuar, después, en consecuencia. Yo sólo me limité a los asuntos que eran de mi incumbencia. Por lo que a mí respecta, cumplí con mis tareas lo mejor que pude, y algunos dirían que mi labor fue «de primera categoría». No tengo la culpa de que la vida y las obras de mi señor hayan resultado ser baldías; por eso, sería ilógico que, por mi parte, me sintiese avergonzado o dolido.

CUARTO DIA POR LA TARDE

Little Compton, Cornualles

Por fin he llegado a Cornualles y, en estos momentos, me encuentro en el comedor del Hotel Rose Garden, donde acabo de almorzar. Fuera, la lluvia cae de forma persistente.

Sin ser suntuoso, el Hotel Rose Garden resulta acogedor y confortable. Vale la pena pagar un poco más y alojarse aquí. El hotel se halla situado en una de las esquinas de la plaza del pueblo. En realidad, se trata de una casa señorial cubierta de hiedra capaz de alojar, calculo, a unos treinta huéspedes. El comedor donde me encuentro es, no obstante, un anexo moderno contiguo al edificio principal, un largo recinto de un solo piso con ventanales a cada lado. A un lado se ve la plaza del pueblo y, al otro, el jardín trasero. De ahí, seguramente, el nombre dcl hotel. En el jardín, que parece bastante resguardado del viento, hay dispuestas unas cuantas mesas, ‹: debe de ser agradable, cuando hace buen tiempo, comer o tomar algo fuera. De hecho, antes he visto que algunos huéspedes salían a comer al jardín, aunque, a causa de unas nubes que amenazaban lluvia, han tenido que interrumpir el almuerzo. Al llegar, hace aproximadamente una hora, el servicio del hotel estaba quitando a toda prisa las mesas del jardín mientras que las personas que hasta ese instante las habían ocupado, incluido un caballero con una servilleta todavía metida en la camisa, seguían en pie bastante sorprendidos. Acto seguido, al poco rato, la lluvia ha comenzado a caer con tal furia que los huéspedes han dejado de comer durante unos instantes para mirar fijamente a través de la ventana.

Mi mesa se encuentra en el lado de la sala que da al pueblo. Durante esta última hora, por lo tanto, he podido contemplar cómo llovía en la plaza y cómo caía la lluvia sobre mi coche y otros dos que están aparcados en ella. Aunque en estos momentos ha amainado un poco, sigue lloviendo con la intensidad suficiente para quitarme las ganas de salir a dar una vuelta por el pueblo. Naturalmente, también se me ha pasado por la cabeza ir a ver a miss Kenton, pero en mi carta le dije que me presentaría a las tres, y no me parece correcto sobresaltarla llegando antes. Por tanto, parece que si no cesa la lluvia, lo más probable es que permanezca aquí tomando el té hasta que llegue la hora de dirigirme a su encuentro. Según la información que me ha dado la joven que me ha servido el almuerzo, la dirección en que actualmente reside miss Kenton dista unos quince minutos a pie. Esto quiere decir que, como mínimo, tendré que esperar otros quince minutos.

A propósito, quiero que sepan que estoy preparado para una posible decepción. Sé muy bien que miss Kenton nunca me ha asegurado, en ninguna de sus cartas, que estuviese deseosa de verme. No obstante, conociéndola, me inclino más bien a pensar que el hecho de no haber tenido respuesta es una forma de asentimiento. Estoy seguro de que si, por algún motivo, no le hubiese convenido que nos viéramos, no habría dudado en ningún momento en decírmelo. Por otra parte, en mi carta dejé bien claro que había reservado una habitación en este hotel y que podía dejarme cualquier mensaje de última hora. El hecho de no haberme encontrado con ninguna contraorden me hace suponer con mayor motivo que todo va bien.

La tormenta que está cayendo ahora me parece sorprendente, ya que el día ha empezado con el mismo sol radiante con que me he visto agraciado desde que salí de Darlington Hall. En conjunto, hasta ahora, el día me ha ido muy bien.

Para desayunar, mistress Taylor me ha preparado unos huevos frescos y unas tostadas, y a las siete y media ha llegado el doctor Carlisle, tal y como había prometido. Los Taylor han vuelto a insistir en que no les debía nada, y, tras despedirme de ellos, ha surgido una conversación mucho más embarazosa.

– He encontrado este bidón de gasolina para usted -me dijo el doctor Carlisle al invitarme a subir a su coche.

Le di las gracias por su atención, pero cuando quise pagarle, también se negó.

– ¡Qué está diciendo, hombre! No es más que un resto que he encontrado en un rincón del garaje, aunque creo que le bastará para llegar a Crosby Gate. Allí podrá llenar el depósito.