Выбрать главу

En las ferias se venden muchos objetos, y he visto tejidos y vinos, lana cruda, sedas y brocados, objetos de cobre y vajilla, alfombras y tapices, maderas y pieles, cueros, azahar, armas y flechas, monturas y arneses, anillos, brazaletes y collares, cintos y sandalias, lámparas y aceite, medicinas y carnes y granos, y animales como los fieros tarns, las monturas aladas de Gor, y tharlariones, los lagartos domesticados, y largas hileras de miserables esclavos, masculinos y femeninos.

Aunque en la feria esté prohibido esclavizar a nadie, dentro de sus límites se pueden comprar y vender esclavos, y los esclavistas ganan mucho. La razón es no sólo que allí hay un mercado excelente para toda clase de artículos, pues van y vienen hombres de diferentes ciudades, sino que se espera que cada goreano, hombre o mujer, por lo menos una vez en su vida, antes de cumplir los veinticinco años vea las Montañas Sardar, en honor de los Reyes Sacerdotes. Por eso mismo, los piratas y los proscriptos que acechan en los caminos emboscan y atacan a las caravanas que se dirigen a la feria, y si tienen éxito a menudo ven recompensados sus malignos esfuerzos no sólo con metales y ropas.

Esta peregrinación a los Sardos, promovida por los Reyes Sacerdotes de acuerdo con la Casta de los Iniciados, sin duda representa su papel en la distribución de la belleza entre las ciudades hostiles de Gor. Los varones de la caravana a menudo mueren o huyen; en cambio las mujeres se convierten en esclavas y tienen que seguir a pie hasta la feria, o si los tharlariones de la caravana resultan muertos o huyeron, tienen que transportar sobre los hombros además, los artículos secuestrados. Un efecto práctico de los edictos de los Reyes Sacerdotes es que una joven goreana por lo menos una vez en su vida deba abandonar los muros de su ciudad y correr el riesgo muy grave de convertirse en esclava, o en posesión de un pirata o de un proscripto.

Las expediciones que salen de las ciudades están muy bien defendidas, pero también los piratas y los proscriptos pueden agrupar elevado número de hombres; y a veces, lo que es incluso más peligroso, los guerreros de la ciudad atacan la caravana de otra. Digamos, de paso, que ésta es una de las causas más frecuentes de guerra entre dichas ciudades. El hecho de que los guerreros de una ciudad usen a veces los distintivos de ciudades hostiles a la suya propia, viene a provocar una situación que agrava las disputas internas que afligen a las ciudades goreanas.

Concebí estos pensamientos mientras veía a algunos hombres de Puerto Kar, una ciudad costera y salvaje del Golfo de Tamber, que estaban exhibiendo a una serie de veinte jóvenes recién capturadas. La mayoría eran mujeres muy bellas. Venían de la ciudad isleña de Cos y sin duda habían sido capturadas en el mar, después de incendiar y hundir el barco en que viajaban. Las jóvenes estaban encadenadas entre sí, las muñecas aseguradas a la espalda con brazaletes para esclavos, y arrodilladas en la postura característica de las esclavas de placer. Cuando un posible comprador se detenía frente a una de ellas, uno de los bandidos barbudos de Puerto Kar la tocaba con el látigo y la obligaba a alzar la cabeza, y a repetir la frase ritual de la esclava inspeccionada:

—Cómprame, Amo—.

Habían pensado ir a las Montañas Sardar como mujeres libres, para cumplir sus obligaciones con los Reyes Sacerdotes. Salían de allí como esclavas. Me aparté del espectáculo.

Mi problema tenía que ver con los Reyes Sacerdotes de Gor.

En efecto, había llegado a los Sardos para encontrar a los fabulosos Reyes Sacerdotes, cuyo poder incomparable influía de un modo tan complejo en el destino de las ciudades y los hombres de la Contratierra.

Se dice que los Reyes Sacerdotes saben todo lo que ocurre en su mundo, y que les basta alzar la mano para convocar a todas las potencias del universo; por mi parte había conocido el poder de los Reyes Sacerdotes, y sabía que dichos seres existían. Yo mismo había viajado en una nave de los Reyes Sacerdotes que dos veces me había llevado a ese mundo; había visto su poder, que ejercido de un modo tan sutil alteraba los movimientos de la aguja de una brújula, y tan brutal que destruía una ciudad sin dejar detrás ni siquiera las piedras que antes habían sido la morada de los hombres.

Se dice que ni las complicaciones físicas del cosmos ni los sentimientos de los seres humanos están fuera del alcance de su poder, que las sensaciones de los hombres y los movimientos de los átomos y las estrellas son una sola cosa para ellos, que pueden controlar hasta la misma fuerza de la gravedad y desviar los corazones de los seres humanos; pero pongo en duda esta última afirmación, pues cierta vez, en un camino que llevaba a Ko-ro-ba, mi ciudad, conocí a uno que había sido mensajero de los Reyes Sacerdotes, que había sabido desobedecerles, y de cuyo cráneo quemado y herido había retirado un puñado de alambres de oro.

Los Reyes Sacerdotes lo habían destruido con el mismo gesto trivial con que hubieran podido desechar una sandalia. Le destruyeron con una brutalidad grotesca, inmediatamente, pero yo me decía a mí mismo que lo importante era que él hubiera desobedecido, que podía desobedecer, que había elegido la muerte ignominiosa que, bien lo sabía, tendría a consecuencia de su desobediencia. Había elegido su libertad, pese a que, como decían los goreanos, esa virtud le había llevado a las Ciudades del Polvo, donde creo que ni siquiera los Reyes Sacerdotes deseaban ir. En su condición de hombre había alzado el puño contra el poder de los Reyes Sacerdotes, y por eso había muerto, en una muerte desafiante y horrible, pero de excelsa nobleza.

Pertenezco a la Casta de los Guerreros, y nuestro código afirma que la única muerte apropiada para un hombre es la que recibe en el curso de una batalla; pero yo no puedo creer que eso sea cierto, pues el hombre a quien vi una vez en el camino a Ko-ro-ba, murió bien, y me enseñó que no toda la sabiduría y la verdad están en mis propios códigos.

Mi asunto con los Reyes Sacerdotes es sencillo, como lo son la mayoría de los temas de honor y de sangre. Por una razón que desconozco, destruyeron mi ciudad, Ko-ro-ba, y dispersaron a mi pueblo. No he podido saber el destino de mi padre, mis amigos, mis compañeros guerreros, y mi amada Talena —la que era hija de Marlenus, que había sido otrora Ubar de Ar—, mi dulce, mi fiel y salvaje, mi gentil y bello amor, la que es mi Compañera Libre, mi Talena, por siempre la Ubara de mi corazón, la que arde eternamente en la tierna y solitaria oscuridad de mis sueños. Sí, tengo asuntos que tratar con los Reyes Sacerdotes de Gor.

2. En los Sardos

Contemplé la larga y ancha avenida, que al final mostraba la enorme puerta de madera, más allá de la cual se elevaban los peñascos negros de las inhóspitas Montañas Sardar.

No me llevó mucho tiempo el comprar algunas provisiones para mi viaje, ni me fue difícil encontrar un escriba que anotase la historia de los hechos de Tharna. No le pregunté su nombre ni él quiso saber el mío. Conocía su casta, y él la mía, y con eso bastaba. No podía leer el manuscrito porque estaba escrito en inglés, un idioma tan extraño para él como el goreano lo sería para la mayoría de la gente, pero aun así sin duda conservaría el manuscrito como una posesión muy apreciada, porque ésa es la actitud que siempre adoptan los escribas con las cosas escritas; y si él no podía leer el manuscrito, ¿qué importaba? Tal vez algún día alguien lo leería, y entonces las palabras que durante tanto tiempo habían conservado su secreto revelarían al fin el misterio de la comunicación, y lo que había sido escrito sería oído y comprendido.