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—En ese caso, muéstrame el camino —pedí.

Llevando en brazos el cuerpo de Vika, seguí a Parp, cuyas vestiduras parecían elevarse y flotar blandamente alrededor de su cuerpo mientras avanzaba por el túnel, delante de mí.

Poco después llegamos a un portal de acero; Parp movió una llave y éste se elevó. Afuera, estaban los dos larls blancos, y ambos animales nos miraban. No estaban encadenados.

Horrorizado, Parp abrió muy grandes los ojos.

—Pensé que se habían ido —dijo—. Hace unas horas los solté para que no muriesen encadenados.

Accionó de nuevo la llave, y el portal comenzó a descender, pero uno de los larls consiguió meter la mitad del cuerpo y una pata larga y erizada de garras dando un salvaje rugido. El portal golpeó el lomo del animal, que retrocedió. Pero entonces, a pesar de los esfuerzos de Parp, el portal rehusó cerrarse.

—Usted fue bueno —dije.

—Fui un estúpido —dijo Parp—. ¡Siempre lo fui!

—No lo podía saber —dije.

Vika se quitó de la cara los pliegues del vestido, y vi que trataba de erguirse.

La ayudé a incorporarse, y Parp se volvió, cubriéndose el rostro con la túnica.

Ahora, Vika estaba de pie, y cuando vio a Parp contuvo una exclamación. Volvió los ojos hacia los larls, y nuevamente hacia la figura.

Vi cómo extendía amablemente la mano y se acercaba a Parp. Apartó los pliegues de la túnica de su padre, y le tocó la cara.

—¡Padre! —sollozó.

—Hija mía —dijo él, y tomó en sus brazos a la joven.

—Te quiero, padre mío —dijo.

Parp sollozó suavemente, la cabeza inclinada sobre el hombro de su hija.

Uno de los larls rugió, con el rugido que precede al ataque.

Era un sonido que yo conocía bien.

—Apártense —dijo Parp.

Apenas reconocí la voz.

Pero yo obedecí.

Parp se adelantó hacia la puerta, sosteniendo en la mano el minúsculo encendedor de plata con el cual le había visto encender mil veces la pipa, el pequeño cilindro que había confundido al principio con un arma.

Parp invirtió el cilindro y lo apuntó al pecho del larl más próximo. Oprimió el pequeño objeto del que se desprendió una llamarada que alcanzó a la bestia a la altura del corazón. El larl se desplomó en el suelo, y después de algunas convulsiones quedó inmóvil.

Parp arrojó lejos el minúsculo tubo.

Me miró:

—¿Puedes alcanzar el corazón de un larl? —preguntó.

Con la espada, tendría que ser un golpe afortunado.

—Si tuviese una oportunidad —dije.

El segundo larl, enfurecido, rugió y se agazapó para saltar.

—Bien —dijo Parp, sin conmoverse—. ¡Sígueme!

Vika gritó y yo traté de impedirlo, pero Parp se adelantó y se arrojó en las fauces del sorprendido larl, que lo aferró y comenzó a sacudirlo salvajemente. Me acerqué de un salto y hundí la espada en el costillar, apuntando al corazón.

El cuerpo de Parp, medio desgarrado, el cuello y los miembros quebrados cayó de las fauces del larl.

Vika corrió hacia su padre, llorando.

Extraje la espada y la hundí varias veces más en el corazón del larl, hasta que la bestia yació inerte.

Me detuve detrás de Vika.

Arrodillada junto al cuerpo de Parp, se volvió y me miró.

—¡Temía tanto a los larls! —dijo.

—He conocido a muchos hombres valerosos —le dije—, pero a ninguno más valiente que Parp de Treve.

Vika inclinó la cabeza hacia el cuerpo destrozado, y la sangre manchó las sedas de su vestido.

—Cubriré con piedras el cuerpo —dije—. Y haré túnicas con la piel del larl. Tendremos que andar mucho y hará frío.

Ella me miró, y con los ojos llenos de lágrimas, asintió.

33. Salimos de los montes Sardos

Vika y yo, ataviados con vestiduras que habíamos confeccionado con la piel del larl, marchamos hacia el gran portón negro, en la sombría empalizada de madera que rodea a los Sardos. Fue un viaje extraño pero rápido. Los Reyes Sacerdotes y los humanos ingenieros del Nido estaban perdiendo la batalla que determinaría si los hombres y los Reyes Sacerdotes podían salvar a un mundo, o si en definitiva se impondría el sabotaje de Sarm, el Primogénito.

Me había llevado cuatro días subir a la guarida de los Reyes Sacerdotes en los Sardos, pero en la mañana del segundo día Vika y yo vimos los restos del gran portón, ahora caído, y la empalizada, convertida en poco más que una sucesión de maderos quebrados y desencajados.

La velocidad del viaje de regreso no se debió, principalmente, al hecho de que descendíamos, aunque eso ayudó, sino más bien a la disminución de la gravitación, que me permitió desplazarme con Vika en brazos, descuidando lo que, en condiciones más normales, habría sido un sendero difícil y peligroso. Más aún, varias veces simplemente salté un tramo del camino, y descendí flotando más de treinta metros. Otras, incluso, desdeñé del todo seguir el sendero, y pasé de un risco al otro, improvisando atajos. Avanzada la mañana del segundo día, más o menos a la hora en que vimos la puerta negra, el descenso de la gravitación alcanzó su máximo nivel.

—Llegamos al final del camino, Cabot —dijo Vika.

—Sí —repliqué—. Así lo creo.

Desde el lugar en que Vika y yo estábamos, podíamos ver grandes multitudes, ataviadas con los colores de todas las castas de Gor, reunidas frente a los restos de la empalizada, mirando temerosas el terreno que se desplegaba ante ellas. Imaginé que en medio de esa multitud atemorizada y movediza, seguramente había hombres de casi todas las ciudades de Gor. Hacia adelante, en varias líneas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, aparecían las túnicas blancas de los Iniciados. Incluso podía oler los innumerables fuegos de sus sacrificios, la carne quemada de los boskos, y la fragancia intensa del incienso que ardía en braseros colgados de cadenas; oía las letanías de sus rezos, y observaba sus permanentes postraciones y reverencias, con las que trataban de complacer a los Reyes Sacerdotes.

Tomé de nuevo en brazos a Vika, y medio caminando medio flotando, descendí hacia las ruinas de la puerta. De la multitud partió un enorme grito cuando la gente nos vio, y después se hizo un silencio profundo, y todos los ojos parecían fijos en nosotros.

De pronto, sentí que Vika me resultaba un poco más pesada que antes, y me dije que sin duda estaba fatigándome.

Descendí con ella por el sendero y llegué al fondo de una pequeña grieta entre el sendero y la puerta. El borde superior de la grieta estaba apenas a diez metros de distancia. Pensé que me bastaba un salto para llegar allí, pero cuando hice el esfuerzo el salto me elevó sólo cinco o seis metros. Volví a intentarlo, otra vez con mayor ímpetu, y alcancé el borde de la hendidura.

Entonces, miré a través de las ruinas de la empalizada y la puerta caída, y pude ver el humo que se elevaba de los innumerables fuegos para sacrificios que allí ardían, y el de los braseros donde se quemaba incienso. Me pareció que ya no se dispersaba y disipaba, sino que parecía elevarse en delgados hilos hacia el cielo.

De mis labios escapó un grito de alegría.

—¿Qué ocurre, Cabot? —exclamó Vika.

—¡Misk ha triunfado! —grité—. ¡Hemos triunfado!

Corrí hacia la puerta. Apenas llegué, deposité a Vika en el suelo. Frente a la puerta, ante mí, estaba la multitud asombrada. Sabía que en el curso de la historia del planeta jamás un hombre había regresado de los Montes Sardos.

Los Iniciados formaban largas líneas que se detenían en el límite de los Sardos, y habían acudido a reverenciar a los Reyes Sacerdotes. Tenían las cabezas afeitadas, los rostros inquietos, la mirada colmada de temor, los cuerpos temblorosos. Llevaban túnicas blancas.

Quizás temieran que ante sus propios ojos la Muerte Llameante me destruyera.

Detrás de los Iniciados, de pie como corresponde a los hombres de otras castas, vi a individuos de cien ciudades, reunidos allí en el temor y el ruego comunes a los habitantes de los Sardos. Imaginaba claramente el terror y el sentimiento que había movilizado a estos hombres, normalmente divididos por disputas irreconciliables. Los terremotos, los huracanes incontrolables y las perturbaciones atmosféricas, así como la extraña desaparición de la fuerza de gravedad, habían sido los factores que los habían inducido a venir a este lugar.