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Me pregunté por qué me habría permitido llegar a los Sardos, hallar el palacio de los Reyes Sacerdotes y comparecer ante el trono.

De pronto oí el sonido de un gong lejano, un sonido sordo pero penetrante que se difundía por el palacio de los Reyes Sacerdotes.

Parp se puso de pie bruscamente; el rostro pálido. —Esta entrevista ha concluido —dijo. Miró alrededor con terror mal disimulado.

—¿Y qué haré yo, tu prisionero? —pregunté.

—Eres invitado —insistió irritado Parp. Golpeó bruscamente la pipa contra el trono, y la metió en el bolso que llevaba al costado.

—¿Tu invitado? —pregunté.

—Sí —replicó Parp, moviendo los ojos de derecha a izquierda— por lo menos hasta que llegue la llora de destruirte.

Entonces, en la oscuridad cada vez más densa del palacio de los Reyes Sacerdotes me pareció que durante un instante las pupilas de los ojos de mi interlocutor resplandecían breve y fieramente, como si fueran dos discos de cobre fundido. Comprendí que no me había equivocado. Sus ojos eran diferentes de los míos, de los ojos de un ser humano. Intuí entonces que Parp en todo caso no era un hombre.

Se oyó de nuevo el sonido de ese gong invisible, que repercutía en la vastedad del gran salón donde nos encontrábamos.

Con un grito de terror, Parp dirigió una última mirada hacia el fondo del salón, y desapareció detrás del gran trono.

—¡Un momento! —grité.

Pero ya se había marchado.

Adoptando precauciones para evitar el círculo de mosaicos rodeé su perímetro hasta que quedé detrás del trono. No había signos de Parp. Volví al punto de partida. Me quité el casco y lo arrojé contra el estrado, yendo a golpear ruidosamente en el primer peldaño. Atravesé el circuito de mosaicos, que ahora que Parp se había marchado parecía inofensivo.

Nuevamente resonó el gong lejano e invisible, y otra vez el gran salón pareció colmarse con sus vibraciones ominosas Era el tercer toque. Me pregunté por qué Parp temía la llegada de la noche y el sonido del gong.

Examiné el trono y no vi indicios de que detrás hubiese una puerta, pero sabía que era inevitable que existiese una. Parp era un ser concreto y material. No podía haberse desvanecido en el aire.

Ya había caído la noche, y a través de la cúpula pude ver las tres lunas de Gor y las estrellas luminosas.

Obedeciendo a un impulso, me senté en el gran trono, desenvainé la espada y la crucé sobre las rodillas.

Recordé las palabras de Parp: “Hasta que llegue el momento en que seas destruido”.

Me eché a reír, y mi risa fue la risa de un guerrero de Gor, una risa sin miedo, que resonó en el oscuro y solitario salón de los Reyes Sacerdotes.

5. Vika

Desperté a causa del suave roce de una pequeña esponja que me bañaba la frente. Aferré la mano que sostenía la esponja y vi que pertenecía a una joven.

—¿Quién eres? —pregunté.

Estaba acostado sobre una amplia plataforma de piedra de unos cuatro metros cuadrados. Bajo mi cuerpo había pieles espesas, y muchas sábanas de seda escarlata y sobre la plataforma, además, varios almohadones de seda amarilla.

La habitación era espaciosa, y tendría unos treinta metros cuadrados; la plataforma para dormir se levantaba en un extremo, sin tocar la pared. Las paredes eran de piedra oscura, y había bulbos de energía fijos en ellas; los muebles parecían consistir, principalmente, en dos o tres grandes armarios apoyados contra una pared. No había ventanas. El aspecto general era austero. La habitación no tenía puertas, pero sí un gran portal, quizá de unos cuatro metros de ancho y cinco de alto. Más atrás del mismo, se abría un ancho corredor.

—Por favor —dijo la joven.

Le solté la mano.

Era agradable mirarla. Tenía los cabellos muy claros, del color de la paja en verano. Los ojos azules y de mirada torva. Los labios llenos y rojos, capaces de conmover el corazón de un hombre; eran labios sensuales, contenidamente rebeldes, quizás sutilmente despectivos.

Al lado de la joven, en el suelo, había una jofaina de bronce pulido llena de agua, una toalla y una navaja de afeitar goreana.

Me froté el mentón.

Mientras dormía me había afeitado.

La joven vestía una larga y sencilla túnica blanca sin mangas. Alrededor del cuello, un elegante pañuelo de seda blanca.

—Soy Vika —exclamó—, tu esclava.

Me incorporé en la cama, y crucé las piernas al estilo goreano sobre la plataforma de piedra. Sacudí la cabeza para disipar el sueño.

La joven se puso de pie y llevó la jofaina de bronce a un vertedero que estaba en el rincón del cuarto, y allí la vació.

Después, acercó la mano a un disco de cristal fijo en la pared, y por una abertura disimulada brotó agua. Lavó la jofaina, volvió a llenarla, y retiró una toalla de fino hilo de un armario tallado puesto contra la pared. Luego me ofreció el líquido, que bebí. Me limpié la cara con la toalla. Finalmente, la joven recogió la navaja, las toallas que yo había usado y la jofaina y se dirigió a un costado de la habitación.

Allí, con un movimiento de la mano, pero sin tocar la pared abrió un pequeño panel circular donde dejó caer las dos toallas que yo había usado. Cuando éstas desaparecieron, el panel circular se cerró.

Después, regresó a la plataforma de piedra, y se arrodilló ante mí, aunque a varios metros de distancia.

Nos miramos, sin hablar.

En sus ojos se manifestaba una cólera impotente. Le sonreí, pero ella no me respondió, y en cambio apartó los ojos, enojada.

Con un gesto imperioso le ordené que se acercara.

Me miró con actitud de desafío, pero acató la orden, y se arrodilló al lado de la plataforma de piedra. Yo, que continuaba aún sentado en la plataforma con las piernas cruzadas, me incliné hacia adelante y le tomé la cabeza entre las manos, acercándola a la mía. Los labios sensuales apenas se entreabrieron, tuve profunda conciencia de su respiración, que me pareció entonces más honda y veloz. Aparté las manos de su cabeza, pero ella permaneció en el sitio en que yo la había puesto. Con un movimiento lento retiré de su cuello el pañuelo de seda blanca.

Sus ojos se nublaron irritados por las lágrimas.

Como había previsto, alrededor del cuello llevaba el fino collar de la esclava goreana.

—Ya lo ves —dijo la joven—, no te mentí.

—Tu conducta —dije— no sugiere que seas una esclava.

—De todos modos —replicó Vika—, soy esclava. ¿Deseas ver mi marca? —preguntó despectivamente.

—No —dije.

Pero en su collar no llevaba escrito el nombre del propietario y su ciudad, como esperaba. En cambio, vi el signo goreano que correspondía al número 708.

—Puedes hacer conmigo lo que quieras —dijo la joven—. Mientras estés en esta habitación, te pertenezco.

—No comprendo —dije.

—Soy una esclava de la cámara —contestó.

—No comprendo —repetí.

—Significa que estoy confinada a este cuarto, y que soy la esclava de quien entra aquí.

—Pero sin duda puedes salir.

—No —dijo con amargura—. No puedo salir.

Me acerqué al portal que se abría sobre el corredor, y extendí la mano hacia la joven. —Ven —propuse—, no hay peligro.

Corrió hacia el fondo de la habitación, y se acurrucó contra la pared. —No —exclamó.

Me reí, y me adelanté hacia ella. La sujeté y luchó como una gata salvaje. Quería convencerla de que no había peligro, de que sus temores eran infundados. Trató de arañarme la cara.

La alcé en mis brazos y comencé a llevarla hacia el portal.

—Por favor —murmuró, con la voz ronca de terror—. ¡Por favor, amo, no, no, amo!

Su voz tenía una expresión tan lastimera que abandoné mis propósitos y la solté.

Se derrumbó a mis pies, temblando y gimiendo, y apoyó la cabeza contra mi rodilla.

—Por favor, no, amo.

—Muy bien —dije.

—¡Mira! —exclamó, señalando el gran portal.