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«Recuerdo un domingo, habían venido Mike y Rita, fumamos una marihuana fortísima, dijeron que tenía cenizas volcánicas dentro y era la más fuerte que habían fumado jamás.» «¿Venía de Latinoamérica?» «De México; varios de ellos habían ido en tren y la habían comprado entre todos, en Tijuana o algo así, no recuerdo; en esa época Rita estaba medio loca, cuando ya estábamos del otro lado se levantó muy dramáticamente y se plantó en medio del cuarto diciendo que sentía los nervios que le ardían a través de los huesos. Imagínate, verla enloquecer delante de mis ojos, me puse nerviosa y se me ocurrió no sé qué de Mike, insistía en mirarme como si quisiera asesinarme, tiene una mirada tan rara en realidad; salí a la calle y eché a andar y no sabía de qué lado tomar, mi mente elegía una tras otra todas las direcciones que me pasaban por la imaginación pero el cuerpo seguía avanzando derecho por la avenida Columbus aunque sentía la sensación de cada una de las direcciones que mental y emotivamente tomaba, asombrada de todas las direcciones posibles que uno puede seguir a medida que aparecen los diversos estímulos, y cómo pueden hacer de uno una persona diferente; a menudo he pensado en estas cosas cuando era niña, en el hecho de si, supongamos, en vez de seguir por Columbus como de costumbre, hubiera tomado por Filbert, ¿habría ocurrido alguna cosa que en ese momento me pareciera insignificante pero que probablemente influiría sobre toda mi vida, al fin de cuentas? ¿Qué me espera en la dirección que no tomo? Y todo lo demás; por lo cual, si ésta no hubiera sido para mí una constante preocupación que me acompañaba en mi soledad, y de la cual extraía todas las variaciones que me resultaban posibles, ahora no me preocuparía, salvo por el hecho de que al ver los horribles caminos hacia los cuales me conduce este puro suponer me muero de terror, si yo no fuera tan condenadamente persistente…», y así siguió durante horas, un relato largo y confuso del cual sólo recuerdo fragmentos, imperfectamente; una mera masa de desdicha en forma sucesiva.

Efectos de la droga en ciertas tardes lúgubres en el cuarto de Julien, y Julien que seguía sentado sin prestarle la menor atención, contemplando fijamente el vacío gris polilla moviéndose sólo de vez en cuando para cerrar la ventana o modificar el cruce de las piernas, los ojos fijos y abiertos en una meditación tan larga y tan misteriosa y como digo tan de Cristo realmente, tan exteriormente de cordero, que era suficiente para enloquecer a cualquiera, decía yo, vivir allí aunque fuera un solo día con Julien o con Wallenstein (otro del mismo tipo) o Mike Murphy (otro del mismo tipo), los subterráneos con sus lúgubres meditaciones perdurables. Y la muchacha en ese momento dócil, esperando en un rincón oscuro, como yo bien recordaba la vez que estaba en Big Sur y Víctor llegó con su motocicleta literalmente hecha en casa, y con la pequeña Dorie Kiehl, había una fiesta en la casita de campo de Patsy, cerveza, velas, radio, conversación, y sin embargo durante la primera hora los recién llegados, con sus cómicas ropas andrajosas, y él con esa barba y ella con esos ojos serios y sombríos, se habían quedado sentados prácticamente escondidos detrás de las sombras de las velas, de modo que nadie pudiera verlos, y como no decían tampoco absolutamente nada sino sencillamente (cuando no escuchaban) meditaban, fruncían el ceño, subsistían, finalmente hasta yo me olvidé de su presencia; y esa misma noche, más tarde, durmieron en una caseta para perros en el campo

bajo el rocío neblinoso de la Noche Estrellada de la costa del Pacífico, y con el mismo humilde silencio no hicieron ningún comentario por la mañana. Víctor, siempre en mi recuerdo, el máximo exagerador de las tendencias al silencio de la generación de los hipsters subterráneos, el misterio bohemio, las drogas, la barba, la semisantidad y, como pude descubrir después, la insuperable mala educación (como George Sanders en La luna y seis peniques); del mismo modo Mardou, una muchacha sana por derecho propio y proveniente del aire libre y abierto dispuesta al amor, se escondía ahora en un rincón mohoso esperando que Julien le hablara. De vez en cuando en medio del «incesto» general, astuta y silenciosamente, mediante algún acuerdo de las partes o maniobras secretas de estado, se la habían cambiado de manos, o sencillamente, lo más probable, habían dicho: «Oye Ross, llévate a Mardou contigo esta noche, quisiera acostarme con Rita para variar», y había debido quedarse en casa de Ross durante una semana, fumando las cenizas volcánicas, perdiendo la razón (con el agregado de la tensa ansiedad de una incorrecta actividad sexual, ya que las eyaculaciones prematuras de esos anémicos maquereaux la dejaban en suspenso, presa de la tensión y del asombro). «Yo era apenas una muchachita inocente cuando los conocí, independiente y en cierto modo, bueno, no feliz ni nada por el estilo, pero con la impresión de que algo debía hacer; quería ir a una escuela nocturna, no me faltaba trabajo, podía encuadernar en la casa de Olstad y en algunos pequeños establecimientos allá en Harrison; la maestra de arte, pobrecita, me decía en la escuela que yo podía llegar a ser una gran escultora y en ese entonces vivía con otras compañeras y me compraba la ropa que me hacía falta y en general me las arreglaba bastante bien» (chupándome el labio, y ese breve «cuk» de la garganta al tragar aire rápidamente con melancolía, como resfriada, como se oye en las gargantas de los grandes bebedores, pero ella no es una bebedora sino una que se entristece a sí misma) (suprema, oscura) (enroscando mejor un brazo cálido alrededor de mi cuerpo) «y él allí tendido diciendo ¿qué pasa? y no consigo entenderlo…» No puede comprender de pronto lo que ha ocurrido porque ha perdido la razón, el reconocimiento cotidiano de su propia persona, y siente el zumbido fantástico del misterio, realmente no sabe quién es y para qué y dónde está, mira por la ventana y la ciudad, San Francisco, es el escenario desnudo, desolado e inmenso de alguna broma gigantesca que se perpetra contra ella. «Dándole la espalda, no sabía qué pensaba Ross, ni siquiera qué hacía.» No tenía una sola prenda encima, se había levantado de las sábanas satisfechas del hombre para detenerse frente al baño gris de la hora melancólica meditando qué hacer, adonde ir. Y cuanto más permanecía allí con el dedo en la boca, más le repetía él «¿Qué pasa, mujer?» (por último se aburrió de preguntárselo y la dejó tranquila donde estaba), y tanto más sentía ella la presión interna que quería estallar y la explosión que se acercaba; por fin dio un gigantesco paso hacia adelante tragando saliva aterrada, todo parecía claro, el peligro estaba en el aire, estaba escrito en las sombras, en el lóbrego polvo detrás de la mesa de dibujo en el rincón, en los cubos de basura, en el gotear gris del día que chorreaba a lo largo de la pared y entraba por la ventana, en los ojos hundidos de la gente, y salió corriendo del cuarto. «¿Qué dijo?»