Выбрать главу

El coche se detiene delante de la puerta de Mardou, en Heavenly Lañe, y ella, que está borracha, dice (puesto que Sand y yo, en plena borrachera, hemos decidido seguir con el coche hasta Los Altos, con todo el grupo, y hacerle una visita inesperada a nuestro viejo amigo Austin Bromberg, y seguir con la juerga): «Si queréis ir a casa de Bromberg en Los Altos, podéis ir solos, Yuri y yo nos quedamos aquí»; lo que me hizo subir el corazón a la boca tan violentamente que casi paladeé el dolor de poder oírselo decir por primera vez, sintiéndome coronado y beatificado por la confirmación.

Y en ese momento pensé, «Bueno, viejo, aquí tienes la oportunidad de deshacerte de ella» (me había pasado tres semanas esperando y proyectando), pero la frase sonaba horriblemente falsa en mis oídos; ya no podía creer en mi sinceridad.

Pero una vez fuera del coche, cuando entramos en la casa, Yuri, muy acalorado, me toma del brazo; y mientras Mardou y Sand suben por las escaleras oliendo a pescado, me dice: «Oye, Leo, no tengo la menor intención de hacer nada con Mardou, quiero que entiendas bien que no quiero hacer nada con ella; lo único que quiero, si vosotros dos vais a casa de Bromberg, es que me des permiso para dormir en tu cama, porque tengo una cita mañana.» Pero ya no siento ningún deseo de quedarme a pasar la noche en Heavenly Lañe, porque no estaremos solos, si se queda también Yuri; para ser exacto ya se ha acostado en la cama, tácitamente, como si uno tuviera el coraje de decirle: «Bájate de esa cama que tenemos que acostarnos nosotros, puedes pasar la noche en ese incómodo sillón.» Por lo tanto es más esto que otra cosa lo que me induce (aparte de mi cansancio y mi creciente prudencia y paciencia) a aceptar la propuesta de Sand (que ya no tiene ganas tampoco) y declarar que, después de todo, muy bien podríamos seguir en el coche hasta Los Altos y despertar al viejo y querido Bromberg; me vuelvo hacia Mardou con una mirada que significa o sugiere: «Puedes quedarte con Yuri, arrastrada», pero ella ya ha recogido su bolsa o cesto de fin de semana y está acomodando dentro mi cepillo de dientes, mi cepillo de pelo y sus cosas, porque según parece iremos los tres, como en efecto lo hacemos momentos después, dejando a Yuri en la cama. Pero por el camino, casi al llegar a Bayshore, bajo la gran noche enfarolada de la carretera, que para mí ya no es más que una desolación, y la perspectiva del «fin de semana» en casa de Bromberg una horrible vergüenza, no puedo soportarlo más y apenas Sand se baja a comprar unos sandwiches para la cena, le digo, mirándola a los ojos: «Te pasaste al asiento de atrás con Yuri, ¿se puede saber por qué lo hiciste? ¿Y por qué dijiste que querías quedarte con él?» «Reconozco que fue una estupidez, querido, estaba muy borracha, nada más.» Pero oscuramente ya no tengo ningún deseo de creer en sus palabras -el arte es breve, la vida es larga-; finalmente se ha abierto en mí como un capullo de dragón, en toda su plenitud, el monstruo de los celos, tan verde como el más vulgar de los dibujos animados. «Tú y Yuri estáis todo el tiempo jugando, es exactamente como el sueño que te conté, por eso me resulta tan espantoso, ¡oh, nunca más volveré a creer que los sueños dicen la verdad!» «Pero querido, no es nada de eso, en absoluto», pero no la creo -me basta mirarla para comprender que ya se ha fijado, y cómo, en el muchacho-, no se puede engañar a un tipo experimentado como yo, que a la edad de dieciséis años, cuando ni siquiera el Gran Estropajo Universal de Tristeza le había secado todavía el jugo del corazón, se enamoró de una coqueta y traidora de primera mano, y esto lo digo para jactarme, me sentí tan mal que ya no podía tolerarlo, me acurruqué en el asiento de atrás, solo; partimos, y Sand, que esperaba pasar con nosotros un alegre fin de semana, en continua e interesante conversación, se encuentra de pronto con una pareja de lúgubres amantes malhumorados; es más, oye al pasar el fragmento «Pero si no es nada de eso, en absoluto, querido», que evidentemente le recuerda el incidente con Yuri; en fin, se encuentra con este par de aburridos, obligado a recorrer con ellos todo el camino que todavía falta para llegar a Los Altos, y con la misma tenacidad que le permitió escribir el medio millón de palabras de su novela, acepta la prueba y se lanza con su coche a través de la noche peninsular en dirección a la aurora.

Llegamos a casa de Bromberg en Los Altos con el alba gris, dejamos el coche y hacemos sonar la campanilla, los tres, cada uno más avergonzado que el otro, y yo el más avergonzado de todos; y Bromberg baja en seguida, con grandes rugidos de aprobación, gritando «Leo, no sabía que os conocierais» (refiriéndose a Sand, por quien Bromberg siente gran admiración) y entramos a beber un poco de ron y de café en la famosa y loca cocina de Bromberg. Este Bromberg viene a ser el tipo más notable del mundo, con su pelo corto rizado, como la hipster Roxanne, que le baja sobre la frente, en forma de víboras, y sus ojos grandes y realmente angelicales que brillan y giran constantemente, un niño grande de lengua incansable, un verdadero genio de la conversación, realmente escribe ensayos y estudios y posee (y es famoso por eso) la biblioteca privada más grande imaginable del mundo, allí mismo en esa casa, una biblioteca justificada por su erudición y también, aunque esto no es para hablar mal, por su considerable fortuna -la casa es herencia de su padre- y en esos días se había convertido repentinamente en el amigo del alma de Carmody y proyectaba ir al Perú con él; tenían la intención de estudiar a los muchachos indios, y conversar sobre el tema y hablar de arte y visitar a los escritores y cosas por el estilo, todas cuestiones que ya se habían repetido tantas veces en los oídos de Mardou (cuestiones de cultura y de homosexuales) durante el transcurso de su aventura conmigo que ya en realidad estaba perfectamente harta de esas voces refinadas y esas fantasías explícitas, esa gracia enfática de la expresión, en cuyo campo el corpulento Bromberg, extático y casi espástico con sus ojos en blanco, era casi el maestro inigualable, «Oh, querido, es una obrita tan encantadora y a mi entender tanto mejor que la traducción de Gascoyne, aunque me atrevería a decir…» y Sand que lo imitaba de manera impagable, porque había estado con él hacía poco y se admiraban mutuamente; por lo tanto, allí estaban los dos en la aurora gris, otrora para mí pletórica de aventura, del San Francisco Metropolitano al estilo Gran-Roma conversando de temas literarios, musicales y artísticos, la cocina abarrotada de cosas, Bromberg que se precipitaba escaleras arriba (en pijama) a buscar una edición francesa de Génet gruesa como una enciclopedia, o viejas ediciones de Chaucer, o lo que fuera, y Sand lo seguía. Mardou con sus pestañas negras pensando siempre en Yuri (eso es lo que creo yo) sentada en una esquina de la mesa de la cocina, con su ron y café que se enfría poco a poco: y yo, ¡oh!, en un taburete, herido, destruido, ofendido, empeorando progresivamente, bebiendo copa tras copa y llenándome el estómago de sustancias explosivas; a eso de las ocho los pájaros empiezan por fin a cantar y se oye la poderosa voz de Bromberg, una de las voces más potentes del mundo, que resuena en las paredes de la cocina estremecidas por esos grandes temblores de sonido profundo y extático; luego hacen funcionar el tocadiscos: es una casa perfectamente amueblada, con lujo y todas las comodidades, vinos franceses, neveras, tocadiscos a tres velocidades con micrófono, bodega, etcétera. Quisiera mirar a Mardou, no sé con qué expresión hacerlo; en realidad tengo miedo de mirarla para encontrar solamente en sus ojos esta súplica: «No te hagas mala sangre, querido, ya te dije, ya te confesé que soy una estúpida, lo siento, lo siento…» Y esa mirada que pide perdón es lo que más me duele, cuando la miro de reojo…