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Todo resulta inútil cuando hasta los pájaros mismos están tristes, y se lo digo a Bromberg, el cual me pregunta, «¿Qué te pasa esta mañana, Leo?» (lanzándome una mirada juguetona por debajo de las cejas, para verme mejor y hacerme reír). «Nada, Austin, me pasa solamente que cuando miro por la ventana hasta los pájaros me parecen tristes» (y poco antes, cuando Mardou subió al cuarto de baño, creo haber mencionado, barbudo, demacrado, estúpido borracho delante de estos eruditos caballeros, algo sobre la «inconstancia», que sin duda debe haberles sorprendido); ¡oh, inconstancia!

Por lo tanto, tratan de todos modos de pasar un buen rato a pesar de mi palpable, desdichado malhumor que se pasea por toda la casa, escuchando discos de ópera de Verdi y de Puccini en la gran biblioteca de arriba (cuatro paredes cubiertas desde el techo hasta el suelo con cosas tales como La explicación del Apocalipsis en tres tomos, las obras y poemas completos de Christopher Smart, las obras completas de éste y de aquél, la apología de tal y tal que tal y cual dirigió oscuramente a ya sabes quién en 1839, en 1638…); aprovecho la oportunidad para decirles: «Me voy a dormir»; ya son las once de la mañana, tengo derecho a estar cansado, supongo, habiendo estado sentado en el suelo; y Mardou, con verdaderas majestad de señora, desde que llegamos se ha instalado en el sillón del rincón de la biblioteca (allí mismo donde una vez vi sentado al famoso manco Nick Spain, mientras Bromberg, en épocas más felices de principios de este año, nos hacía oír la grabación original de La carrera del libertino) con un aire trágico, perdido; dolorido por mi dolor, mi aflicción se alimenta de su aflicción; la creo sensitiva, hasta el punto de que en un momento dado, con un arrebato de perdón, de necesidad, me acerco y me siento a sus pies y apoyo la cabeza en su rodilla, delante de los otros dos que ya no se interesan por nosotros, es decir Sand ya no se interesa por estas cosas, profundamente absorto en la música, en los libros, en la brillante conversación (un tipo de conversación, digamos de paso, que no ha sido sobrepasado en ninguna parte del mundo, y también esta percepción, aunque ahora cansadamente, atraviesa mi imaginación ávida de epopeyas, mientras contemplo el plan de toda mi existencia, llena de amistades, amores, preocupaciones y viajes que resurgen en una vasta masa sinfónica pero que ya empiezan a interesarme cada vez menos por culpa de estos cincuenta kilos de mujer y para colmo morena, cuyas uñitas de los pies, rojas dentro de las sandalias, me provocan un nudo en la garganta). «¡Oh, mi Leo querido, parecería que realmente te estás aburriendo!» «No me aburro, ¿cómo podría aburrirme en esta casa?» Quisiera encontrar algún modo simpático de explicarle a Bromberg: «Cada vez que vengo a visitarte me pasa algo, podría parecer que todo es efecto de tu casa y de tu hospitalidad, y no lo es en absoluto, ¿no comprendes que esta mañana tengo el corazón hecho pedazos, y afuera todo es gris?» (y ¿cómo podría explicarle que la otra vez que vine a visitarle, también esa vez que me invitaron, apareciendo repentinamente a la hora gris del alba con Charley Krasmer y los muchachos, y Mary, y los demás, bebimos ginebra y cerveza, me emborraché tanto y perdí hasta tal punto la noción de lo que estaba haciendo, aparte de que también esa vez puse mala cara todo el tiempo, es más me dormí en el suelo, en el centro mismo de la habitación, delante de todos, y encima a mediodía? Y todo por motivos completamente diversos de los de esta vez, aunque siempre produciendo el mismo involuntario efecto de comentario desfavorable sobre los méritos del fin de semana en casa de Bromberg). «No, Austin, sólo que me siento mal…» Por otra parte, es indudable que Sand debe de haberle mencionado en voz baja, secretamente, en algún rincón, lo que realmente ocurre con los enamorados, ya que tampoco Mardou dice una palabra; sin duda es una de las figuras más extrañas que jamás hayan llegado de visita a casa de Bromberg, una pobre muchacha negra, subterránea, hipster, vestida con trapos de la peor calidad (de eso me encargué yo generosamente) y sin embargo con una expresión tan rara, solemne, seria, como un ángel cómico y solemne que ha llegado a la casa, probablemente indesea-do; es más, sintiéndose realmente indeseada, como me dijo después, considerando las circunstancias. Muy bien, yo me retiro del grupo, de la vida, de todo, me voy a dormir en el dormitorio (donde Charley y yo, la otra vez, habíamos bailado el mambo desnudos, con Mary) y me hundo extenuado en nuevas pesadillas, para despertar unas tres horas después, en la tarde feliz, sana, clara, conmovedora-mente pura; los pájaros todavía están cantando, y ahora también se oyen niños que cantan; como si yo fuera una araña que se despierta en un cubo viejo de basura, y el mundo no fuera para mí sino para otras criaturas más aéreas y más constantes, y por lo tanto menos propensas a dejarse manchar por la inconstancia, también…

Mientras duermo tos tres se van (hacen bien) a la playa, en el coche de Sand, a treinta kilómetros de la casa; los muchachos se zambullen, nadan, Mardou se pasea por las orillas de la eternidad, mientras sus pies y los dedos de sus pies que yo tanto amo se imprimen en la arena clara, pisando las conchillas y las anémonas y las algas secas y empobrecidas, lavadas por las mareas y el viento que le despeina el cabello corto, como si la Eternidad se hubiera encontrado con Heavenly Lañe (así se me ocurrió mientras estaba en la cama). (Al imaginarla por otra parte paseándose sin rumbo, con una mueca de aburrimiento, sin saber qué hacer, abandonada por Leo el Sufriente, y realmente sola e incapaz de conversar acerca de todos los fulanos, menganos y zutanos de la historia del arte con Bromberg y Sand, ¿qué podía hacer?) Por lo tanto, cuando regresan, Mardou viene a verme (después de una visita preliminar de Bromberg, que sube como un loco la escalera y abre la puerta de golpe diciéndome «Despiértate Leo, no pensarás pasarte todo el día durmiendo, estuvimos en la playa, realmente hubieras debido venir con nosotros»). «Leo», me dice Mardou, «no quise dormir contigo porque me desagradaba la idea de despertarme en la cama de Bromberg a las siete de la noche, habría sido realmente superior a mis fuerzas, no estoy en condiciones…», refiriéndose a su cura psicoanalítica (que por otra parte había dejado completamente de lado, por pura parálisis y por culpa mía, de mi grupo y del alcohol), su incapacidad de hacer frente a las situaciones, el peso inmenso y en los últimos tiempos aplastante de la locura, y el temor a la misma locura que aumentaba constantemente con esta vida horrible y desordenada y esta aventura conmigo, casi sin amor; eran todos buenos motivos para no querer despertarse horrorizada por el dolor de cabeza y los efectos de la borrachera en la cama de un desconocido (un desconocido amable pero de todos modos no exageradamente acogedor) al lado del pobre Leo incapaz. De pronto la miré, no tanto para escuchar estas pobres súplicas verdaderas, sino para buscar en sus ojos esa luz que había brillando sobre Yuri, y no era culpa suya si brillaba sobre todo el mundo todo el tiempo, mi luz de amor…

«¿Lo dices sinceramente?» («Dios santo, me asustas», me dijo más tarde, «me haces pensar de repente que he sido dos personas al mismo tiempo, y que te he traicionado de algún modo, con una persona, y que la otra persona… realmente me asustaste…») Pero al mismo tiempo que le pregunto esto, «¿Lo dices sinceramente?», el dolor que siento es tan grande, acaba de despertarse tan fresco de ese tremendo sueño sin sentido («Dios tiene por norma hacer que nuestras vidas sean menos crueles que nuestros sueños», una cita que vi el otro día Dios sólo sabe dónde), sintiendo todo esto y rememorando otros horrendos despertares alcohólicos en casa de Bromberg, y todos los despertares alcohólicos de mi vida, pensando por fin: «Viejo, éste es el verdadero principio del fin, más allá de esto no se puede ir, hasta qué punto tu carne positiva puede tolerar más vaguedad, y hasta cuándo podrá mantenerse positiva, si tu psique insiste en martillar sobre tu carne; viejo, vas a morir; cuando los pájaros se vuelven tristes, ésa es la señal…» Y pienso cosas peores todavía, la visión de mis libros abandonados, mi bienestar (nuevamente el supuesto bienestar) destruido, mi cerebro ya irremediablemente dañado, mis proyectos de trabajar en el ferrocarril, ¡oh, Dios santo!, el ejército entero de las cosas y de absurdas ilusiones y la entera historia y locura que erigimos en lugar del amor único, llevados por nuestra tristeza; pero ahora que Mardou se inclina sobre mi rostro, cansada, solemne, sombría, capaz (mientras juega con los lunares mal afeitados de mi barbilla) de penetrar con la mirada a través de mi carne hasta el fondo de mi horror, y capaz también de sentir cada una de las vibraciones de dolor y de inutilidad que emito, lo cual por otra parte queda atestiguado por el hecho de que ya haya reconocido mi «¿Lo dices sinceramente?», la profundísima y remota llamada del fondo… «Querido, volvamos a casa».

«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él supongo…» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales, recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.