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Bueno, pensé, esto es el fin; por fin he dado el paso decisivo, y juro por Dios que me he vengado de la mala jugada que me ha hecho; tenía que suceder, y ha sucedido, plaf.

No te parece maravilloso saber que se acerca el invierno…

y que la vida será un poco menos agitada, y tú estarás en tu casa escribiendo y comiendo bien y pasaremos noches tan agradables el uno envuelto en el otro; y ahora estarás en tu casa, descansando y comiendo bien porque no debes entristecerte demasiado… y yo me siento mejor cuando sé que estás bien. Y

Escríbeme cualquier cosa. Porfabor Mantente Bien Tu Amiga,

Y todo mi cariño

Y Oh

Y Cariños para Ti

MARDOU Porfabor

Pero el más profundo presagio y profecía de todo lo que había de ocurrir había sido siempre que, cuando yo entraba en Heavenly Lañe, al doblar de golpe la esquina, levantaba la vista, y si la luz de Mardou estaba encendida, la luz de Mardou estaba encendida. «Pero un día, querido Leo, esa luz no brillará para ti», y ésta era una profecía que no dependía ni de todos sus Yuris ni de ninguna atenuación do la serpiente del tiempo. «Algún día no la encontrarás allí arriba, cuando quieras encontrarla, la luz estará apagada, alzarás la mirada y Heavenly Lañe estará a oscuras, y Mardou se habrá ido, y esto ocurrirá cuando menos te lo esperes, cuando menos lo desees.» Siempre lo he sabido; esa fue la idea que repentinamente atravesó mi mente aquella noche, cuando me escapé para encontrarme con Sam en el bar; él estaba con dos periodistas, bebimos, al pagar desparramé el dinero por el suelo, hice todo lo que pude por emborracharme enseguida (¡había terminado con mi pequeña!), luego me precipité a casa de Adam y de Frank, les desperté nuevamente, luché en el suelo con ellos, hice mucho ruido, Sam me desgarró la camisa, abolló el velador, se bebió una enorme cantidad de whisky como en los viejos tiempos, aquellos días tremendos que habíamos pasado juntos, no era más que una nueva juerga inmensa en la noche, y todo para nada… al despertarme por la mañana, con el dolor de cabeza definitivo que me decía «Demasiado tarde», me levanté como pude y me dirigí a la puerta, atravesando los escombros de la noche, la abrí, y me fui a casa, porque Adam me había dicho, al oírme luchar con el grifo caprichoso del agua: «Leo vete a casa y trata de restablecerte», advirtiendo lo mal que estaba, aunque sin saber nada de Mardou y de mí; y al llegar a casa empecé a dar vueltas, no podía estarme quieto, tenía que moverme, caminar, como si alguien estuviera a punto de morir muy pronto, como si pudiera oler las flores de la muerte en el aire; por lo tanto me fui a la explanada del ferrocarril del Sur de San Francisco y me eché a llorar. Lloré en la explanada de la estación, sentado sobre un pedazo de hierro viejo, bajo la luna creciente, del lado de las vías viejas del ferrocarril del Pacífico del Sur; lloré no solamente porque me había deshecho de Mardou, de la cual ahora no estaba seguro de querer desprenderme, sino también porque había hecho la jugada decisiva, sintiendo también sus lágrimas comprensivas a través de la noche y el horror final de comprender, los dos con los ojos enormemente abiertos, que nos separábamos; pero viendo de pronto no en el rostro de la luna sino en algún lugar del cielo, al alzar la mirada con esperanza de ver, la cara de mi madre, aunque en realidad recordándola de una pesadilla que habia tenido después de comer, ese mismo día, un día que me era tan imposible quedarme en el mundo; justamente cuando me despertaba frente a un programa de Arthur Godfrey en la televisión, vi que se inclinaba ante mí la cara de mi madre, con ojos impenetrables, labios inmóviles, pómulos redondos y gafas que brillaban a la luz ocultando la mayor parte de su expresión; en un primer momento esa me pareció una visión horrorosa, ante la cual hubiera debido temblar, pero que no me hizo temblar; me había preocupado esta imagen durante la caminata, y de pronto, en la playa, mientras lloraba por mi Mardou perdida, y tan estúpidamente después de todo, sólo porque se me había ocurrido deshacerme de ella, se había convertido en una visión del amor que por mí sentía mi madre; la cara sin expresión, «sin expresión porque es tan profunda», de mi madre que se inclinaba hacia mí en la visión de mi sueño, y con labios no apretados sino más bien sufrientes y como diciendo, Pauvre Ti Leo, pauvre Ti Leo, tu souffri, les honmies souffri tant, y'ainque toi dans le monde /"'va t prendre soin, j'aitrim beaucoup t'prendre soin tous les jours mon auge. Lo que significaba: «Pobre Leo, pobre Leíto, sufres, los hombres sufren tanto, estás sólito en el mundo y yo te cuidaré, me gustaría poder cuidarte todos los días, ángel mío.» Mi madre también era un ángel; las lágrimas me brotaban de los ojos, algo se rompió dentro de mí, me sentía crujir; hacía una hora que estaba allí sentado, delante de mí se abría Butler Road y se alzaba el gigantesco letrero de neón rosado de diez manzanas de largo, Aceros Bethlehem Costa del Pacífico con las estrellas en lo alto y la fragancia del humo de carbón de las locomotoras; yo estaba allí sentado y las dejaba pasar, y lejos, muy lejos, junto a la misma línea del ferrocarril que giraba en la noche alrededor del aeropuerto sur de San Francisco, se divisaba esa desgraciada luz colorada que ondulaba como una luz marciana mandando señales y cohetes de fuego hacia los hermosos cielos de perdida pureza de la vieja California, en la triste madrugada de otoño, primavera, verano, altos como árboles; supongo que soy la única persona del barrio sur que jamás habrá sentido el deseo de abandonar las limpias casas suburbanas para ir a esconderse entre los vagones de carga a pensar; deshecho. Como si tuviera algo suelto dentro; oh, sangre de mi alma, pensaba, y el Buen Señor o lo que sea que me puso aquí para sufrir y gemir, y para colmo de todo ser culpable, y me da la carne y la sangre que son tan dolorosas, las… mujeres todas tienen buena intención, esto lo sabía, las mujeres aman, se inclinan sobre uno, traicionar el amor de una mujer es como escupir sobre nuestros propios pies, arcilla…

Ese breve llanto repentino en la explanada de la estación, por un motivo que en realidad yo no comprendía ni podía comprender; mientras me decía en el fondo: «Ves una visión de la cara de la mujer que es tu madre, que te quiere tanto, que te ha mantenido y protegido durante años, a ti que eres un vagabundo, un borracho; y nunca se ha quejado una sola vez, porque sabe que en tu estado presente no puedes lanzarte solo por el mundo y ganarte la vida y defenderte, ni siquiera encontrar y conservar el amor de otra mujer que te proteja; y todo porque eres el pobre y estúpido Leíto; en lo más hondo del pozo oscuro de la noche, bajo las estrellas del mundo, estás perdido, pobre, a nadie le importa, y ahora renuncias al amor de una mujercita, porque querías beber una copa más con un amigo juerguista que viene del otro lado de tu demencia.»

Y como siempre.

Para terminar con la gran aflicción de la calle Price, cuando Mardou y yo, reunidos el domingo por la noche, de acuerdo con lo establecido (había preparado todo el programa para la semana, mientras meditaba en el patio después de fumar la droga, «Éste es el programa más ingenioso que jamás se me ha ocurrido, diablos, con un programa así puedo vivir una verdadera vida amorosa», consciente del valor reichiano de Mardou, y al mismo tiempo escribir esas tres novelas y llegar a ser un gran… etcétera) (un programa por escrito, que luego entregué a Mardou para que lo estudiara; decía así: «Ir a casa de Mardou a las nueve de la noche, dormir, volver al día siguiente a mediodía para pasar la tarde escribiendo, cenar por la noche y descansar después, luego volver a las nueve de la noche del día siguiente», con espacios vacíos en el programa al llegar al fin de semana, para «posibles excursiones»… de borrachera); y con este programa siempre en la mente, después de haber pasado el fin de semana en casa sumido en ese horrible… Me precipité a casa de Mardou el domingo por la noche, a las nueve, como habíamos quedado; no se veía ninguna luz en su ventana («Como me imaginaba que algún día sucedería») y en cambio una nota en la puerta, para mí, que leí después de orinar rápidamente en la letrina del vestíbulo: «Querido Leo, volveré a las diez y media», y la puerta (como siempre) estaba sin llave, de modo que entré a esperarla y me puse a leer el libro de Reich; porque había traído nuevamente mi grueso volumen vanguardista de tan sana intención, la obra de Reich, y estaba dispuesto por lo menos a «echarle un buen…» suponiendo que todo tuviera que terminar esa misma noche, y allí estaba sentado, mirando de reojo y maquinalmente; las once y media y todavía no ha llegado, tiene miedo de mí, quién sabe dónde está… («Leo», me dijo más tarde, «realmente pensé que habíamos terminado, que no volverías nunca más») y sin embargo me había dejado esa nota de Ave del Paraíso, siempre y todavía esperanzada y deseosa de no herirme ni de hacerme esperar en la oscuridad; pero como a las once y media no ha vuelto me voy a casa de Adam, dejándole un mensaje para que me llame por teléfono, con varias ramificaciones que después de un rato tacho, una multitud de detalles sin importancia que confluyen todos en la gran aflicción de la calle Price, lo cual tiene lugar después de haber pasado juntos una noche «exitosa» de amor, cuando le digo: «Mardou, te has vuelto mucho más preciosa para mí después de lo ocurrido», y a causa justamente de eso, como observamos, estoy en condiciones de satisfacerla mejor, y en efecto la satisfago: dos veces para ser exacto, y por primera vez; luego pasamos juntos una tarde entera y deliciosa, como si nos hubiéramos reconciliado, aunque de vez en cuando la pobre Mardou alza la vista y dice: «Pero en realidad deberíamos romper, no hemos hecho nunca nada juntos, íbamos a ir a México, y después te buscarías un empleo y viviríamos juntos; y recuerda también la idea que tenías de vivir en un altillo, todos esos fantasmas que no han cobrado vida, por así decir, porque no has sido capaz de proyectarlos de tu mente hacia el mundo, no has sido capaz de obrar, y yo tampoco; por ejemplo, hace varias semanas que no voy al psicoanalista.» (Le había escrito, sin embargo, una carta hermosa ese mismo día, pidiéndole que la perdonara y que le permitiera volver después de unas semanas, y la aconsejara porque estaba tan perdida; yo había aprobado la carta.) Todo esto había sido tan irreal, desde el momento en que había entrado en Heavenly Lañe, después de haber pasado esos días tan solo y triste en casa -cuando lloré en la explanada de la estación- para volver y ver que al fin y al cabo la luz estaba apagada (como en el fondo me lo había prometido), pero la nota nos había salvado por un momento; y también el hecho de haber podido encontrarla más tarde, puesto que por fin me llamó a casa de Adam y me dijo que fuese a buscarla a casa de Rita, donde bebimos cerveza que yo había llevado; luego llegó Mike Murphy y también él había comprado cerveza, para terminar con otra noche estúpida de conversación a gritos. Por la mañana Mardou me dijo: «¿Recuerdas algo de todo lo que dijiste anoche delante de Mike y de Rita?», y yo le contesté: «Naturalmente que no». El día entero, prestado del día del cielo, delicioso; hacemos el amor y tratamos de hacernos promesas de poca monta; todo inútil, ya que al caer la noche ella me dice, «Vayamos al cine», con su pobrecito dinero de la mensualidad. «Dios santo, no podemos gastar todo tu dinero.» «Bueno, que se vaya al diablo el dinero del cheque, no me importa nada, pienso gastarlo todo y se acabó», con gran énfasis; por lo tanto se pone los pantalones de pana negra y un poco de perfume; yo me acerco y le huelo el cuello y le digo Dios mío, qué bien hueles; y la deseo más que nunca, en mis brazos se deja ir, entre mis manos se disgrega como polvo; hay algo que no anda. «¿Te enfadaste cuando me escapé del taxi?» «Leo, fue una chiquillada, fue la cosa más histérica que he visto en mi vida.» «Perdóname.» «Naturalmente que te perdono, pero fue la cosa más histérica que he visto en mi vida, y todo el tiempo estás haciendo cosas así, cada vez peor, en realidad, ¡oh, al diablo todo!, vayamos a algún cinc.» Por lo tanto, salimos, ella se ha puesto un impermeable pequeño, rojo, conmovedor, que yo no le había visto nunca, encima de los pantalones de pana negra, y sale a la calle con aire decidido, con su cabello negro y corto que le da un aspecto tan raro, como una… como una persona de París; yo estoy vestido en cambio solamente con mis viejos pantalones de ex ferroviario y una camisa de trabajo sin camiseta; de pronto descubro que hace frío, ya es el mes de octubre, y a ratos llueve, de modo que empiezo a temblar a su lado, mientras recorremos la calle Price, en dirección a la calle Market, donde están las salas de espectáculos; recuerdo aquella tarde cuando volvíamos del fin de semana en casa de Bromberg; lo dos tenemos un nudo en la garganta, yo no sé por qué, ella sí.