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Con segunda intención le pedí que bailáramos; previamente ella había sentido hambre de modo que le sugerí, y en efecto fuimos y compramos en Jackson y Kearny ese plato chino a base de huevos y ahora ella lo calentaba (más tarde confesó que lo aborrecía aunque es uno de mis platos favoritos y es típico de mi conducta subsiguiente que ya estuviera obligándola a tragar ciertas cosas que ella en su subterránea tristeza prefería soportar a solas y cuando era posible olvidar), ¡ah! Bailando, ya había apagado la luz, de modo que en la oscuridad, bailando, la besé; era vertiginoso, en el remolino del baile, ese principio, el acostumbrado principio de los amantes que se besan de pie en un cuarto oscuro; el cuarto es el de la mujer y el hombre es todo oscuras intenciones; para terminar más tarde con bailes alocados, ella sobre mi bajo vientre o mis muslos mientras yo la hacía girar echado hacia atrás para mantener el equilibrio y ella alrededor de mi cuello con sus brazos que llegaron a enardecer tanto mi persona que en ese momento sólo se podía llamar caliente…

Muy pronto supe que ella no tenía ninguna creencia ni había tenido por otra parte ocasión de aprenderla: la madre negra muerta al darle a luz, el padre desconocido, mestizo de indio cherokee, un vago que llegaba arrojando los zapatos reventados a través de las llanuras grises del otoño con un sombrero mexicano negro y una bufanda rosada, en cuclillas junto a las fogatas lanzando botellas vacías hacia la noche, gritando: «¡Yaa Calexico!»

Zambullirme rápidamente, morder, apagar la luz, ocultar mi cara avergonzado, hacer desesperadamente el amor con ella a causa de mi falta de amor que ya duraba un año por lo menos y la necesidad que me impelía, nuestros pequeños acuerdos en la oscuridad, las cosas que realmente no deberían ser dichas; porque fue ella quien más tarde dijo: «Los hombres son tan locos, desean la esencia: la mujer es la esencia, ahí la tienen directamente entre las manos, pero ellos se precipitan en todas direcciones erigiendo inmensas construcciones abstractas.» «¿Quieres decir que tendrían que quedarse tranquilamente en casa con la esencia, es decir pasarse el día acostados debajo de un árbol con la mujer? Pero Mardou, ésa es una vieja idea mía, una idea divina, que no la había oído nunca tan bien expresada, ni lo hubiera soñado.» «En cambio ellos se precipitan en todas direcciones y entablan grandes guerras y consideran a las mujeres como premio, en vez de seres humanos; muy bien, viejo, no se puede negar que yo estoy en medio de toda esta porquería pero te aseguro que no pienso participar en lo más mínimo» (con la dulce entonación educada de la nueva generación de hipsters).

Y es así como, una vez obtenida la esencia de su amor, ahora erijo grandes construcciones verbales, y de ese modo en realidad lo traiciono, repitiendo calumnias como quien tiende las sábanas sucias del mundo; y las suyas, las nuestras, durante los dos meses de nuestro amor (así lo creí) sólo fueron lavadas una vez, porque ella era una subterránea solitaria que se pasaba los días abstraída y decidida a llevarlas al lavadero, pero de pronto se descubre que ya es casi de noche y demasiado tarde, y las sábanas ya están grises, hermosas para mí porque así son más suaves. Pero en esta confesión no puedo traicionar las cosas más íntimas, los muslos, lo que los muslos contienen -¿Y entonces por qué escribir?-; los muslos contienen la esencia, y sin embargo aunque allí hubiera debido quedarme y de allí vengo y eventualmente retornaré, igualmente debo escapar y construir, construir, para nada, para los poemas de Baudelaire.

Ella no empleó nunca la palabra amor, ni siquiera en ese primer momento después de nuestra danza salvaje cuando me la llevé, todavía colgada de mí, hasta la cama y lentamente me eché sobre ella, sufriendo por encontrarla, lo que la encantaba, y habiendo sido asexual durante toda su vida (salvo en su primera conjunción a los quince años que no sé por qué motivo la satisfizo, lo que nunca más volvió a repetirse) (¡Oh, el dolor de tener que contar estos secretos aunque es necesario contarlos, si no para qué escribir o vivir), ahora casus in eventu est, pero con la satisfacción de dar rienda suelta a mis problemas de la manera más trivial y egoísta cuando he bebido unos cuantos vasos de cerveza. Acostados en la oscuridad, suaves, tentaculares, esperando, hasta que llega el sueño; para despertar por la mañana gritando por las pesadillas de la cerveza, y ver a mi lado a esa negra que duerme con los labios entreabiertos, con unos pedacitos del relleno blanco de la almohada incrustados en su pelo negro; siento casi repugnancia, comprendiendo que soy una bestia por el hecho de haber sentido una cosa parecida, cuerpecito dulce de uva desnudo sobre las sábanas revueltas por la excitación de la noche anterior; el ruido de Heavenly Lañe que se insinúa a través de la ventana gris, una mañana tétrica y gris de agosto que me da ganas de irme en seguida y «volver al trabajo», la quimera del trabajo, no la quimera sino el sentido ordenado y progresivo del beber que había llegado a adquirir y perfeccionar en mi casa (en South City) por humilde que ésta fuera, sus comodidades, la soledad que entonces yo deseaba y que ahora no puedo soportar.

Me levanté y empecé a vestirme; me disculpé; ella seguía tendida como una pequeña momia sobre la sábana y me miraba con sus ojos negros y serios, como los ojos vigilantes del indio en el bosque, con las pestañas negras que de pronto se alzan para revelar el blanco repentino y fantástico del ojo con su centro irisado, pardo y brillante, la seriedad de su cara acentuada por la nariz levemente mongoloide, como la de un boxeador, y las mejillas un poco hinchadas por el sueño; como la cara de una hermosa máscara de pórfido azteca descubierta hace muchísimo tiempo. «Pero, ¿por qué tienes que irte tan pronto, con ese aire preocupado, o histérico?» «La verdad es que tengo un trabajo que hacer, algo que poner en orden, además del dolor de cabeza…», y ella a duras penas despierta, de modo que me escapo con cuatro palabras de excusa justamente cuando ella se sumerge en el sueño nuevamente, y no vuelvo a verla durante unos cuantos días.

El adolescente seguro de sí, habiendo completado su conquista, apenas medita en su casa en la pérdida del amor de la doncella conquistada, la hermosa de pestañas negras; no se trata de una confesión. Una mañana que me había quedado a dormir en casa de Adam volví a verla, estaba a punto de levantarme, escribir un poco a máquina y tomar café en la cocina todo el día, ya que en esa época el trabajo, el trabajo era mi pensamiento dominante, no el amor; no el sufrimiento que me impulsa a escribir esto aun cuando no tengo ganas de hacerlo, el sufrimiento que no se calmará escribiéndolo sino que se intensificará, aunque será redimido; si por lo menos fuera un sufrimiento digno y se pudiera colocar en alguna parte que no fuera esta negra alcantarilla de vergüenza y de pérdida, de locura ruidosa en medio de la noche, y de pobres sudores de mi frente. Adam se estaba levantando para irse a trabajar, y yo también, me lavaba, murmurando algo, cuando sonó el teléfono y era Mardou, que salía para ir a ver al médico, pero necesitaba una moneda para el autobús, ya que vivía a la vuelta de la esquina. «Muy bien, ven pero pronto porque debo irme al trabajo, o si no le dejo la moneda a Leo». «Oh, ¿está ahí?» «Sí».

En mi mente surgieron pensamientos viriles de hacer otra vez el amor y en el fondo deseos de volver a verla de repente, como si creyera haberla decepcionado la primera noche (no tenía ningún motivo para creerlo, previamente al acto se me había echado sobre el pecho comiendo el plato chino a base de huevos y mirándome con ojos alegres y brillantes, ¿que tal vez esta noche estará devorando mi enemigo?), pensamiento que me obliga a apoyar la frente caliente y grasienta sobre mi mano cansada -¡oh, amor, me has abandonado!- ¿o tal vez nuestras telepatías se cruzan en simpatías a través de la noche? La comezón de que el frío amante de la lujuria perciba la cálida hemorragia del espíritu. De modo que llegó, a las ocho de la mañana; Adam se fue a trabajar y nos quedamos solos e immediatamente se acurrucó en mi regazo, ante mi invitación, en el gran sillón relleno de estopa, y nos pusimos a conversar, ella empezó a contarme su historia y yo encendí (a pesar del día gris) la mortecina lamparita roja, y así comenzó nuestro verdadero amor.