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Bajo el deslumbrante sol de Nevada, resplandecían, una docena de Xanadús con letreros de neón de un millón de vatios. Los hoteles parecían fundirse abajo en una temblorosa niebla dorada, un espejismo inalcanzable. Jordan Hawley estaba atrapado por sus ganancias en el casino de aire acondicionado. Sería una locura salir adonde sólo otros casinos le esperaban, con sus extraños y desconocidos azares. Allí era un ganador, y pronto vería a sus amigos. Allí estaba protegido del amarillo y ardiente desierto.

Jordan Hawley se apartó de la puerta de cristal y se sentó en la mesa de veintiuno más próxima. Repiquetearon en sus manos negras fichas de cien dólares, pequeños soles cenicientos. Observó cómo se repartían las cartas de un «zapato» recién preparado, la oblonga caja de madera en que se guardaban.

Jordan apostó fuerte en cada uno de los dos pequeños círculos, jugando a dos manos. Tuvo buena suerte. Jugó hasta que se agotó el «zapato». El tallador recogió las cartas. Jordan siguió su camino. Tenía los bolsillos llenos de fichas. Pero esto no era ningún problema porque llevaba una chaqueta deportiva Sy Devore de diseño especial Las Vegas Ganador. Tenía una franja carmesí sobre tela azul celeste y bolsillos especiales con cremallera de cabida excesivamente optimista. La chaqueta tenía por dentro, además, cavidades especiales tan profundas que ningún carterista podía llegar hasta ellas. Las ganancias de Jordan estaban seguras, y había sitio de sobra para más. Nadie había llenado nunca los bolsillos de una chaqueta Las Vegas Ganador.

En el casino, iluminado por inmensos candelabros, había una niebla azulina, neón reflejado por el enmoquetado púrpura intenso. Jordan salió de aquella luz hacia la zona en penumbra del bar con su techo bajo y su pequeña plataforma para artistas. Sentado junto a una mesita, estaba ante el casino como un espectador ante un escenario iluminado.

Hipnotizado, contemplaba a los jugadores de la tarde desplazándose en intrincadas y coreográficas figuras de mesa en mesa. Como un arco iris resplandeciendo en un cielo azul claro, brillaba una ruleta con sus números rojos y negros, a juego con la disposición de la mesa. Cartas de dorso blanquiazul se deslizaban en las mesas de fieltro verde. Cuadrados y rojos dados de puntos blancos corrían como brillantes peces voladores sobre las ballenescas mesas. A lo lejos, al fondo de las hileras de mesas de veintiuno, los talladores que no estaban de servicio se lavaban las manos alzándolas mucho en el aire para mostrar que no ocultaban fichas.

El escenario del casino empezó a llenarse de más actores: fueron entrando de la piscina al aire libre adoradores del sol, otros de pistas de tenis, campos de golf, siestas y amor pagado o gratis en las mil habitaciones de Xanadú. Jordan localizó otra chaqueta Las Vegas Ganador que se aproximaba cruzando el recinto del casino. Era Merlyn. Merlyn el Niño. Merlyn vaciló al pasar ante la ruleta, su debilidad. Aunque jugaba raras veces porque sabía que el implacable cinco y medio por ciento cortaba como una espada de agudo filo. Jordan saludó desde la oscuridad con un brazo de franja púrpura, y Merlyn recuperó de nuevo el paso como si cruzase entre las llamas, salió del iluminado escenario del salón del casino y se sentó. Los bolsos de cremallera de Merlyn no abultaban, ni llevaba tampoco ninguna ficha en las manos.

Se quedaron allí sentados los dos sin hablar, a gusto juntos. Merlyn parecía un fornido atleta con su chaqueta azul y púrpura. Era más joven que Jordan, diez años por lo menos, y tenía el pelo negro. Parecía también más feliz, más animoso frente a la inminente batalla contra el destino, la noche de juego.

Luego, por el sector de bacarrá del fondo del salón, vieron cruzar la elegante y regia baranda gris y avanzar hacia ellos a Cully Cross y a Diane. Cully vestía también una chaqueta Las Vegas Ganador. Diane llevaba un vestido blanco de verano muy escotado y fresco para su jornada de trabajo, la parte superior de sus pechos era de un blanco empolvado y opalino. Merlyn les hizo señas y cruzaron entre las mesas del casino sin vacilar. Cuando se sentaron, Jordan pidió bebida. Sabía lo que querían.

Cully advirtió los abultados bolsillos de Jordan.

– Vaya -dijo-, tuviste suerte sin nosotros…

Jordan sonrió.

– Un poco.

Todos le miraron con curiosidad cuando pagó las bebidas y dio de propina a la camarera una ficha roja de cinco dólares. No le pasaron inadvertidas a Jordan aquellas miradas. No sabía por qué le miraban de aquel modo extraño. Llevaba tres semanas en Las Vegas y en aquellas semanas había sufrido tremendos cambios. Había perdido ocho kilos. Tenía el pelo pajizo más largo, más claro. Su cara aún resultaba agradable pero tenía un tono macilento; la piel había adquirido un tinte grisáceo. Parecía agotado. Pero no tenía la menor conciencia de ello porque se sentía bien. Inocentemente se preguntaba sobre aquellas tres personas, sus amigos de tres semanas, que eran ahora los mejores amigos que tenía en el mundo.

Quien más le agradaba era el Niño. Merlyn. Merlyn se ufanaba de ser un jugador impasible. Procuraba no mostrar jamás emoción, perdiese o ganase, y solía lograrlo. Salvo que una racha de pérdidas excepcionalmente mala le diese aquel aire de sorprendido desconcierto que tanto le divertía a Jordan.

Merlyn el Niño nunca hablaba mucho. Se limitaba a observar a todo el mundo. Jordan sabía que Merlyn el Niño estaba pendiente de todo lo que hacía él, que intentaba entenderle. Lo que también divertía a Jordan. Tenía engañado al Niño. El Niño buscaba cosas complicadas y nunca aceptaba que él, Jordan, fuese exactamente lo que ofrecía al mundo. Pero a Jordan le gustaba estar con él y con los otros. Aliviaban su soledad. Y como Merlyn parecía más animoso, más apasionado en el juego, Cully le había puesto el Niño.

Por otra parte, Cully era el más joven, sólo tenía veintinueve años pero, curiosamente, parecía el jefe del grupo. Se habían conocido hacía tres semanas, allí en Las Vegas, en aquel casino, y sólo una cosa tenían en común: ser jugadores degenerados. Su orgía de tres semanas de duración se consideraba algo extraordinario porque el porcentaje del casino debería haberles dejado tirados en las arenas del desierto de Nevada en sólo unos días.

Jordan sabía que los demás, Cully «Cuenta Atrás» Cross y Diane, sentían también curiosidad respecto a él, pero no le importaba. Ninguno de ellos despertaba en él, por otra parte, gran curiosidad. El Niño parecía joven y demasiado inteligente para ser un jugador degenerado, pero Jordan no intentaba nunca desentrañar por qué. En realidad no le interesaba lo más mínimo.

Cully no tenía nada de asombroso ni extraño, o así parecía. Era el clásico jugador degenerado con habilidades. Era capaz de hacer un cuenteo hacia atrás de las cartas de un «zapato» de cuatro barajas de veintiuno. Era un especialista en todos los porcentajes del juego. El Niño no. Jordan era un jugador frío y abstraído mientras que el Niño era un jugador apasionado y Cully un profesional. Pero Jordan estaba ahora entre los de su clase. Un jugador degenerado. Es decir, un hombre que jugaba simplemente por jugar y que debe perder. Lo mismo que un héroe que va a la guerra debe morir. Un jugador es un perdedor, y un héroe es un cadáver, pensaba Jordan.

Estaban todos a punto de agotar sus fondos. Tendrían que irse pronto, salvo quizás Cully. Cully era en parte un gancho y en parte un espía. Intentaba siempre trabajarse a alguien para conseguir ventajas en los casinos. A veces, conseguía que un tallador de veintiuno fuese a medias con él contra la caja, un juego peligroso.

La chica, Diane, era en realidad una marginada. Trabajaba como señuelo de la casa y hacía un descanso de su mesa de bacarrá. Con ellos, porque ellos eran los tres únicos hombres de Las Vegas que se preocupaban por ella.