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Luego oyó la voz de Cully al teléfono. Cully era Xanadú Cinco. Gronevelt era Xanadú Uno.

– Cully, tu camarada nos ha atizado una buena -dijo Gronevelt-. ¿Estás seguro de que es legal?

Cully hablaba en voz baja.

– Sí, señor Gronevelt. Es amigo mío y es un tipo cabal. Lo perderá todo otra vez antes de irse.

– Dale lo que quiera -dijo Gronevelt-. No le dejes que se vaya por el Strip, a dar nuestro dinero a otros. Consíguele una buena tía.

– No se preocupe -dijo Cully.

Pero Gronevelt captó algo extraño en su voz. Por un instante, dudó de Cully. Cully era su espía, comprobaba el funcionamiento del casino e informaba de los talladores de veintiuno que se asociaban con él para engañar a la casa. Gronevelt tenía grandes planes para Cully cuando aquella operación terminase. Pero ahora dudaba.

– ¿Qué me dices del otro tipo de tu grupo, el Niño? -dijo Gronevelt-. ¿Cuál es su enfoque? Lleva ya tres semanas aquí.

– Ése es calderilla -dijo Cully-. Pero es un buen chico. No se preocupe, señor Gronevelt. Sé muy bien lo que me hago.

– De acuerdo -dijo Gronevelt.

Cuando colgó el teléfono, sonreía. Cully no sabía que los jefes de sector se habían quejado de que se permitiese a Cully seguir en el casino porque era un artista en el cuenteo. Que el director del hotel se había quejado de que se permitiese a Merlyn y a Jordan retener habitaciones tan desesperadamente necesarias para nuevos jugadores con dinero fresco que llegaban todos los fines de semana. Lo que nadie sabía era que a Gronevelt le intrigaba la amistad de los tres hombres, el cómo acabase sería la auténtica prueba de Cully.

Jordan luchaba en su habitación contra el impulso de volver a bajar al casino. Se sentó en uno de los mullidos sillones y encendió un cigarrillo. Todo iba perfectamente ahora. Tenía amigos, había tenido suerte, era libre. Sólo estaba cansado. Necesitaba un largo descanso en algún sitio lejos de allí.

Pensó en Cully y Diane y Merlyn. Eran ahora sus tres mejores amigos. Sonrió al pensarlo.

Sabían muchísimas cosas sobre él, se habían pasado horas juntos en el bar del casino, hablando, descansando entre juego y juego. Jordan nunca se mostraba reticente. Contestaba a cualquier pregunta, aunque él nunca hiciera ninguna. El Niño formulaba siempre sus preguntas con tanta seriedad, con un interés tan patente, que Jordan jamás se ofendía.

Sólo por hacer algo, sacó la maleta del armario para hacer el equipaje. Lo primero con que tropezó su mirada fue un pequeño revólver que había comprado hacía tiempo. Nunca les había hablado a sus amigos del arma. Su esposa le había abandonado y se había llevado a los niños. Le había dejado por otro hombre, y la primera reacción de Jordan había sido matar al otro hombre. Una reacción tan ajena a su verdadero carácter que aún seguía sorprendiéndose cuando pensaba en ello. No había hecho nada, por supuesto. El problema era librarse del revólver. Lo mejor era desmontarlo y tirarlo pieza a pieza. No quería ser responsable de que nadie resultase herido por él. Pero de momento lo dejó a un lado y echó unas prendas de ropa en la maleta. Luego se sentó otra vez.

No estaba tan seguro de querer dejar Las Vegas. La cueva brillantemente iluminada de su casino. Allí estaba cómodo. Estaba seguro. Su despreocupación por si ganaba o perdía era su capa mágica contra el destino. Y sobre todo, su cueva del casino expulsaba y mantenía a raya a todos los demás dolores y trampas de la vida.

Sonrió de nuevo, pensando en la preocupación de Cully por sus ganancias. ¿Qué iba a hacer, después de todo, con el dinero? Lo mejor sería enviárselo a su mujer. Era una buena mujer, una buena madre. Una mujer de calidad y de carácter. El hecho de que le hubiese abandonado después de veinte años para casarse con su amante, no alteraba estos hechos, no podía alterarlos. Pues en aquel momento, después de haber pasado los meses, Jordan veía claramente la justicia de la decisión que ella había tomado. Tenía derecho a ser feliz. A vivir su vida del modo más pleno. Con él había estado asfixiando su vida. No es que hubiese sido un mal marido. Sólo un marido inadecuado. Había sido un buen padre. Había cumplido con su deber en todos los sentidos. Su única falta era que después de veinte años ya no hacía feliz a su esposa.

Sus amigos conocían la historia. Las tres semanas que habían pasado juntos en Las Vegas parecían años. Podía hablar con ellos como jamás había hablado con nadie. Todo había salido entre copa y copa en el bar, después de cenas de medianoche en la cafetería.

Sabía que le consideraban hombre de mucha sangre fría. Cuando Merlyn le preguntó si podía visitar a sus hijos, Jordan se encogió de hombros. Merlyn le preguntó si volvería a ver a su mujer y a sus hijos, y Jordan procuró contestar honradamente:

– No lo creo -dijo-. Están magníficamente.

Entonces, Merlyn el Niño le replicó de inmediato:

– ¿Y tú? ¿Estás tú magníficamente?

Y entonces Jordan se echó a reír, al ver cómo le acosaba Merlyn el Niño. Sin dejar de reír, dijo:

– Sí, estoy magníficamente.

Y entonces, sólo por una vez, compensó al Niño por ser tan chismoso. Le miró directamente a los ojos y dijo con frialdad:

– No hay nada más que ver. Sólo hay lo que ves. No hay ninguna complicación. La gente no es tan importante para otra gente. Cuando te hagas más viejo, verás como es así.

Merlyn le miró a su vez y luego bajó los ojos y dijo con suavidad:

– Es sólo que no eres capaz de dormir de noche, ¿no?

– Así es -dijo Jordan.

– Nadie duerme en esta ciudad -dijo Cully con impaciencia-. Lo que tienes que hacer es tomar un par de píldoras para dormir.

– Me dan pesadillas -dijo Jordan.

– No, hombre, no -dijo Cully-. Me refiero a ésas.

Señaló a tres busconas que estaban sentadas en una mesa bebiendo. Jordan se echó a reír. Era la primera vez que oía la jerga de Las Vegas. Ahora entendía por qué a veces Cully dejaba de jugar proclamando que iba a tomar un par de pastillas para dormir.

Y qué momento más adecuado para pastillas de dormir ambulantes que aquella noche… Pero Jordan había probado ya aquello la primera semana en Las Vegas. No tenía problemas, pero tampoco conseguía aliviar la tensión. Una noche, una buscona que era amiga de Cully, le había convencido de que hiciese «parejas» llevándose con ella a su amiga. Sólo eran cincuenta más y prometían hacerle servicios especiales porque era un chico simpático. Y él dijo que de acuerdo. Había sido bastante alegre y confortante el asunto, tantos pechos rodeándole. Un confort infantil. Una de las chicas reclinó por fin la cabeza de Jordan sobre sus pechos y la otra le montó. Y en el momento final de tensión, cuando por fin él sintió, rindiendo al fin su carne, advirtió que la chica que le montaba lanzaba una tímida sonrisa a la chica sobre cuyos pechos apoyaba la cabeza. Comprendió que ahora que estaba ya fuera del camino, liquidado, ellas podrían pasar a lo que realmente querían. Contempló a la chica que le había montado colocarse debajo de la otra con una pasión mucho más convincente que la que había mostrado con él. No se enfadó. Ya que él había acabado tan pronto, que ellas sacasen algo en limpio. En cierto modo, le parecía natural que fuese así. Luego les dio cien dólares extra. Ellas creyeron que había sido por lo bien que lo habían hecho, pero en realidad era por aquella tímida sonrisa secreta… por aquella traición reconfortante, dulcemente confirmadora. Y sin embargo, la chica que estaba debajo en la exaltación final de su orgasmo traidor había extendido la mano ciegamente hacia la de Jordan para estrechársela, y esto le había conmovido hasta ponerle al borde de las lágrimas.

Todos los somníferos ambulantes se habían dedicado a perseguirle. Eran la crema del país, aquellas chicas. Te daban afecto, te estrechaban la mano, iban a una cena y a un espectáculo, jugaban un poco de tu dinero, jamás te engañaban o te desplumaban. Te hacían creer que se preocupaban sinceramente por ti y jodían como los ángeles. Sorbiéndote el seso. Todo por un solitario billete de cien dólares. Eran un buen negocio. Ay, Dios mío, un negocio excelente. Pero él nunca podía dejarse engañar ni siquiera por el pequeño momento comprado. Le lavaron de arriba abajo antes de dejarle: un hombre enfermo, muy enfermo, en una cama de hospital. En fin, siempre eran mucho mejores que los somníferos normales, no te producían ningún tipo de pesadilla. Pero tampoco te hacían dormir. En realidad, Jordan llevaba ya tres semanas sin dormir.