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– Una sensación magnífica -dijo Jordan. Sonrió, divertido por el entusiasmo de sus amigos.

– Como te acerques a una mesa de dados, nos arrojaremos sobre ti. En serio -dio una palmada en la mesa-. Se acabó.

Diane había desplegado el mapa sobre la mesa, cubriendo los revueltos platos de alimentos a medio comer. Se inclinaron sobre él, todos salvo Jordan. Merlyn encontró una ciudad en África. Jordan dijo tranquilamente que no quería ir a África.

Merlyn se retrepó en la silla, dejando de mirar el mapa. Miraba a Jordan. Cully les sorprendió a todos diciendo:

– Conozco una ciudad aquí en Portugal, Mercedas.

Se sorprendieron porque, por alguna razón, nunca habían imaginado que hubiese podido vivir en un sitio que no fuese Las Vegas. Y de pronto resultaba que conocía una ciudad de Portugal.

– Sí, Mercedas -dijo Cully-. Una ciudad muy bonita, y un clima excelente. La playa es magnífica. Y hay un pequeño casino con un límite máximo de cincuenta dólares. Sólo lo abren seis horas por noche. Puedes jugar a lo grande sin el menor peligro. ¿Qué te parece esto, Jordan? ¿Te sirve Mercedas?

– Vale -dijo Jordan.

Diane empezó a planear el itinerario.

– De Los Angeles por el Polo Norte a Londres. Luego un vuelo a Lisboa. Luego supongo que puedes ir en coche a Mercedas.

– No -dijo Cully-. Hay aviones hasta otra ciudad grande que queda cerca. No recuerdo cómo se llama.

Y debes salir de Londres rápidamente. Los clubs de juego de allí son criminales.

– Tengo que dormir algo -dijo Jordan.

Cully le miró.

– Dios mío, sí, estás hecho una mierda. Sube a tu habitación y duerme. Nosotros nos encargaremos de todo. Ya te despertaremos antes de que salga el avión. Y no se te ocurra volver a bajar al casino. El Niño y yo estaremos vigilando.

– Jordan -dijo Diane-, tendrás que darme algo de dinero para los billetes.

Jordan sacó del bolsillo un inmenso fajo de billetes de cien y los echó sobre la mesa. Diane contó cuidadosamente treinta.

– No puede costar más de tres mil dólares en primera clase, ¿verdad? -preguntó.

Cully movió la cabeza.

– Dos mil como máximo -dijo-. Resérvale plazas de hotel también.

Luego cogió el resto de los billetes de la mesa y volvió a meterlos en el bolsillo de Jordan.

Jordan se levantó y dijo, en un último intento:

– ¿Queréis que os dé eso ahora?

– No -dijo rápidamente Merlyn-. Traería mala suerte, no lo aceptaremos hasta que cojas el avión.

Jordan vio la expresión de lástima y afecto en la cara de Merlyn. Luego Merlyn dijo:

– Duerme algo. Cuando te llamemos ya te ayudaremos a hacer el equipaje.

– Vale -dijo Jordan. Dejó la cafetería y bajó el pasillo que llevaba a su habitación. Se dio cuenta de que Cully y Merlyn le habían seguido hasta donde empezaba el pasillo para asegurarse de que no se paraba a jugar. Recordaba vagamente que Diane le había besado para despedirse y que incluso Cully le había apretado el hombro con afecto. Quién iba a pensar que un tipo como Cully había estado en Portugal.

Cuando entró en su habitación, cerró con llave la puerta y echó la cadena por dentro. Ahora estaba absolutamente seguro. Se sentó en el borde de la cama. Y de pronto sintió una tremenda cólera. Le dolía la cabeza y el cuerpo le temblaba de modo incontrolable.

¿Cómo se atrevían a sentir afecto por él? ¿Cómo se atrevían a mostrar compasión? No tenían ninguna razón… ninguna. Él jamás se había quejado. Jamás había buscado su afecto. Nunca había alentado en ellos ningún amor hacia él. No lo deseaba. Le repugnaba.

Se dejó caer sobre la almohada, tan cansado que no se sentía capaz de desvestirse. La chaqueta, repleta de fichas y dinero, resultaba demasiado incómoda y se libró de ella dejándola caer en el suelo alfombrado. Cerró los ojos y pensó que se quedaría dormido instantáneamente. Pero, por el contrario, aquel terror misterioso electrizó su cuerpo, forzándole a incorporarse. No podía controlar los violentos temblores de sus piernas y brazos.

La oscuridad de la habitación empezó a poblarse de los pequeños espectros de la aurora. Jordan pensó que podría llamar a su mujer y explicarle la fortuna que había ganado. Pero sabía que no podía. Tampoco podía contárselo a sus hijos. Ni a ninguno de sus viejos amigos. En los últimos fragmentos grises de aquella noche no había una persona en el mundo a quien quisiese deslumbrar con su buena suerte. No había una persona en el mundo con quien pudiese compartir su alegría por haber ganado aquella gran fortuna.

Se levantó de la cama para hacer el equipaje. Era rico y debía ir a Mercedas. Empezó a llorar; una tristeza y una cólera abrumadoras lo ahogaban todo. Vio el revólver allí en la maleta y luego su mente quedó envuelta en una confusa nebulosa. Escenas de las últimas dieciséis horas de juego se revolvían en su cerebro, los dados relampagueaban números ganadores, las mesas de veintiuno con sus manos ganadoras, la mesa de bacarrá sembrada de los blancos y pálidos rostros de las muertas cartas boca arriba. Ensombreciendo aquellas cartas, un croupier, de corbata negra y deslumbrante camisa blanca, alzaba una mano, diciendo:

– Una carta para el jugador.

En un suave y rápido movimiento, Jordan agarró el revólver. Y luego, con la misma seguridad y rapidez con que había dado sus fabulosas veinticuatro manos ganadoras al bacarrá, apoyó el cañón en el suave perfil de su cuello y apretó el gatillo. En aquel segundo eterno, se sintió dulcemente aliviado del terror. Su último pensamiento consciente fue que jamás iría a Mercedas.

3

Merlyn el Niño cruzó las puertas de cristal y salió del casino. Le encantaba sobremanera contemplar la salida del sol mientras todavía era un frío disco amarillo, sentir cómo soplaba suavemente el aire fresco del desierto desde las montañas que bordeaban la ciudad del desierto. Era el único momento del día en que siempre salía del casino de aire acondicionado. Habían estado planeando en muchas ocasiones una excursión a aquellas montañas. Diane había aparecido incluso un día con la comida preparada. Pero Cully y Jordan se negaron en todo momento a dejar el casino.

Merlyn encendió un cigarrillo. Lo saboreó con largas y lentas chupadas, aunque pocas veces fumaba. El sol empezaba ya a brillar con tono algo más rojo, una redonda parrilla conectada a una infinita galaxia de neón. Merlyn dio la vuelta para volver al casino, y cuando cruzaba las puertas de cristal, localizó a Cully con su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador que cruzaba apresuradamente el sector de dados, evidentemente buscándole. Se encontraron frente al recinto del bacarrá. Cully se apoyó en una de las sillas altas. Su rostro oscuro y flaco estaba crispado de odio, miedo y desconcierto.

– Ese hijo de puta de Jordan -dijo Cully-. Nos birló veinte grandes.

Luego se echó a reír.

– Se voló la cabeza -añadió-. Ganó a la casa cuatrocientos grandes y el muy cabrón se levantó la tapa de los sesos.

A Merlyn no pareció siquiera sorprenderle la noticia. Se apoyó pesadamente en la baranda del bacarrá, el cigarrillo se deslizó de su mano.

– Demonios -dijo-. Nunca pareció un hombre de suerte.

– Es mejor que esperemos aquí y cojamos a Diane cuando vuelva del aeropuerto -dijo Cully-. Podemos repartirnos lo que nos devuelvan del billete.

Merlyn le miró, no con asombro sino con curiosidad. ¿Era tan insensible Cully? No lo creía. Vio la sonrisa repugnante en la cara de Cully, una cara que intentaba ser dura pero que estaba llena de un desmayo próximo al miedo. Merlyn se sentó junto a la cerrada mesa de bacarrá. Se sentía algo mareado por la falta de sueño y el agotamiento. Sentía rabia, como Cully, pero por una razón distinta. Él había estudiado cuidadosamente a Jordan, había observado todos sus movimientos. Le había llevado astutamente a explicar su historia, la historia de su vida. Se había dado cuenta de que Jordan no quería abandonar Las Vegas, de que le pasaba algo. Jordan nunca les había hablado del revólver. Y Jordan había reaccionado siempre perfectamente cuando se daba cuenta de que Merlyn le observaba. Merlyn comprendía ahora que Jordan le había engañado. Le había engañado siempre. Les había engañado a todos. Lo que desconcertaba a Merlyn era que él había entendido perfectamente a Jordan durante todo el tiempo que se habían relacionado en Las Vegas. Había reunido todas las piezas pero, sencillamente por falta de imaginación, no había logrado ver el cuadro completo, pues, ahora que Jordan estaba muerto, Merlyn sabía que el final no podía haber sido otro. Jordan tenía que haber muerto en Las Vegas, esto era algo decidido desde el mismo principio.