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Faltaba un minuto para las diez cuando la recepcionista la llamó para avisarle que ya la esperaba su taxi. Sintiendo las conocidas mariposas en el estómago, Fabia se puso una chaqueta y salió de su habitación. Mucho antes que estuviera preparada, la dejaron frente a la casa de Vendelin Gajdusek, y aunque tuvo la intención de ordenar al taxista que regresara, ya no lo alcanzó.

Respiró profundamente, contempló la elegante mansión y enderezó sus hombros. Cuando estaba a punto de caminar y subir hasta la puerta principal para presionar el timbre un ruido proveniente de un rincón de la casa llamó su atención. Un segundo después supo que lo que había escuchado era el ladrido de un hermoso dobermann que de pronto se le echó encima.

Hasta ese momento Fabia se percató de cuánto extrañaba a sus perros.

– Hola -le dijo y como agradecimiento el perro le mordió el tobillo. Un error, reconoció ella; la agresión era una advertencia, nada más. Acostumbrada como estaba a los animales, no le dio miedo, pero se quedó inmóvil. Cosa que de haberlo pensado, debió hacer en el instante en que vio al can acercarse, en vez de responder como lo había hecho.

Otro ruido llamó su atención y levantó la vista para ver quién iba a ayudarla. Pero tuvo que volverse a estremecer, y sólo pudo mirar atónita, al alto hombre delgado y de porte aristocrático que caminaba hacia ella.

En silencio, con los ojos bien abiertos, incrédula, lo contempló. ¡Una persona que, por segunda vez en dos días, iba a ayudarla! Y, claro lo reconoció y él a ella también.

El hombre llamó al perro en checo y el animal obedeció de inmediato, la olvidó y fue hacia su amo, pero ya no era el individuo encantador que la ayudó, sino una persona iracunda que le gritaba en perfecto inglés:

– ¿No tiene usted sentido común?

– ¡No! -respondió Fabia. Debió preguntarle su nombre el día anterior, pero en ese momento creía que ya lo sabía. ¡Santo Cielo!, se dijo en su interior, si él era Vendelin Gajdusek, tenía el triste presentimiento de que habían empezado muy mal.

Capítulo 2

La joven sentía que le latía muy fuerte el corazón, al observar que el hombre tenía la correa del perro en una mano y que había sacado a pasear al animal o que iba a hacerlo. El perro estaba sentado junto a su amo y bajo estricto control. Sin embargo Fabia sabía que no tenía excusas por su torpeza.

– Yo… -trató de explicar, pero la interrumpieron.

– ¡Siempre actúa así! -exclamó el hombre de ojos negros, iracundo-. ¿No se percató de que el perro no la conoce, de que no sabía cuáles eran sus intenciones cuando se le echó encima?

– ¡No sucedió así! -ella intentó discutir, pero de inmediato se dio cuenta de que no debía hacerlo. Con trabajo controló su ánimo y le dijo honestamente-: Fue culpa mía, no la de él. El perro me indicaba que me quedara inmóvil, pero…

– Enséñeme su tobillo -la interrumpió el alto checoslovaco.

– No tengo…-debió ahorrarse la saliva ya que, sin importarle sus protestas, le señaló un lugar, en una columna, junto a la puerta donde ella debía poner su pie y se quedó parado esperando con impaciencia.

Ella iba a protestar, pero, como tenía otros asuntos más importantes en qué pensar, obedeció y colocó su pie en el borde, subiéndose un poco el pantalón, le permitió que estudiara su media de color beige que no tenía ni un hilo corrido.

– No hay herida -comentó Fabia mientras el hombre alto se inclinaba más.

– ¡Quítese la media!-le ordenó él.

– ¡En serio! -protestó ella, enfadada, pero él la miró en tal forma que accedió-. Está bien, está bien -murmuró rápidamente mientras comprendía que si él era quien pensaba que era, entonces se estaba comportando de forma equivocada si es que esperaba le concediera la entrevista. Sin decir más se quitó la media.

Para su asombro, a pesar de que el dobermann apenas si la había rozado con los dientes, pudo notar pequeñas señales de rasguños en ambos lados de su tobillo.

La mano del hombre era tibia, agradable y tersa sobre su piel mientras la examinaba inclinado, ella movía el pie de un lado a otro. Escuchó que él musitaba algo que pudo haber sido una maldición mientras analizaba la obra del perro, pero cuando terminó, Fabia se puso de inmediato la media y puso el pie junto al otro.

Él ya se había enderezado y entonces ella, ansiosa de cambiar de tema, y a pesar de su torpeza y del endemoniado animal, decidió que sería conveniente explicarle el motivo de su visita. Sin embargo, iba a hacerlo con tacto.

– ¿No sabe usted si la señorita Milada Pankracova ya regresó de…?

– ¡Es amiga de ella! -se apresuró el hombre a concluir sin dejarla terminar.

Por Dios, ¿dónde había quedado el encanto del día anterior? Empezaba a creer que se lo había imaginado.

– No la conozco -respondió calmada y decidió que era el momento de decir la verdad, aunque sabía que estaba diciendo mentiras-. Ella, la señorita Pankracova logró darme una cita para hacerle una entrevista al señor Vendelin Gajdusek el viernes pasado, sólo que…

Una palabra aún más feroz que la que había musitado él antes vibró en el aire. Luego el hombre empezó a hacer preguntas, practicando su inglés.

– ¿Se la concedió, eh? ¿Eso hizo? -comentó con frialdad. Y luego en voz alta-: ¿Entrevista? -preguntó y entrecerrando los ojos, añadió-: ¿Para qué quiere usted entrevistarlo?

– Yo… trabajo para la revista Verity -mintió para aclarar la situación.

– ¡Es usted periodista!

Él estaba enterado de que ella, o más bien Cara, era periodista, pensó disgustada, intuyendo que él era el hombre al que había estado buscando. Siendo que él concedió la entrevista a la revista Verity, ¡debía estar al tanto! pero como si se lo decía lo irritaría más, sólo respondió:

– Sí -mintió cordialmente, pero sintiéndose incómoda al hacerlo a pesar de su tono y añadió de inmediato-, este, usted, de casualidad, ¿conoce al señor Gajdusek?

– Mejor que muchos -le confirmó y a Fabia le dio un brinco el corazón de emoción.

Estaba ahí, de pie, hablando con el famoso Vendelin Gajdusek. De alguna manera controló su entusiasmo y se concentró lo más que pudo en lo que tenía que hacer. Aunque antes que pudiera pedirle de nuevo la entrevista, Vendelin Gajdusek reveló que no había olvidado, ni por un momento, cómo el dobermann le había mordido el tobillo.

– Sería conveniente que entrara a la casa para ponerle antiséptico en esa herida.

– Ah, no tiene importancia -respondió ella, añadiendo sin pensar-. En mi profesión no es nada nuevo recibir uno o dos rasguños de algún can exuberante -Santo Cielo, pensó cuando vio cómo la estaba observando él, se suponía que era periodista-. Mis padres aparte de su pequeña empresa tienen una perrera -explicó rápidamente-. Siempre los ayudo cuando voy a visitarlos -esperando con toda su alma cubrir su error, prosiguió-. Mi padre insiste que me ponga la vacuna antitetánica cada año.

Para su alivio, la explicación había sido, aparentemente, satisfactoria. De todas maneras, Vendelin Gajdusek no la interrogó más, aunque seguía insistiendo en el antiséptico.

– Por aquí -le señaló y movió la cabeza para darle instrucciones al dobermann que no se había movido de su lado. Con el perro más cerca caminaron rodeando la casa hasta el fondo.

Una vez que entraron por la puerta trasera le dio otra orden al animal y mientras salía disparado, sin duda, a su lugar favorito dentro de la casa, el hombre, agresivo y sin encanto, la guió hasta la cocina.