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En el andén, se vuelve a oír la misma voz:

– No hay nadie.

Y otra que le responde:

– Vamos.

Hemos esperado casi cinco minutos completamente inmóviles, en medio de un silencio absoluto, escuchando los pasos que se alejaban, primero por el andén y más tarde por la vía, en dirección a Ferreras. Y en la oscuridad del despacho, el jefe del apeadero, encañonado siempre por la pistola de Ramiro, ha ido palideciendo hasta tomar un color mortuorio. Seguramente ha estado a punto de gritar de pánico.

Es Ramiro el primero en moverse. Despacio, sin hacer ruido, se desliza hasta la ventanilla y escruta largo rato a través de la rendija los alrededores del apeadero.

– Van por el paso a nivel -dice al fin-. Eran los guardias.

Y, luego, volviéndose hacia el jefe del apeadero, con una sonrisa:

– Siéntese. No tenga miedo. Ahora ya sé que podemos confiar en usted.

La casa de Gildo es la última de Candamo. Se alza sobre los tejados de las demás, ya en la falda del monte, al borde del camino del cementerio. La casa de Gildo es la única de Candamo desde la cual puede verse, en la lejanía, los tejados y las luces de La Llánava. Quizá por eso, cuando Gildo sintió llegado el tiempo que para el amor señala la costumbre, fue allí a encontrar a Lina.

Y ahora es ella, muertos los padres de Gildo y huido él al monte, la única que habita, con el niño, la vieja casa de corredor sombrío y chimenea de teja que se alza como un faro perdido en la noche de julio. Como tantas y tantas noches, Gildo ha de resignarse a mirarla de lejos -y a recordar la soledad de su mujer y su hijo- mientras nos alejamos junto a las tapias del cementerio brotado de hortelana y de luna donde duermen, también en soledad, sus padres.

– ¿Tú qué piensas, Ramiro?

Ramiro fuma en silencio, tumbado en su camastro, en medio de la oscuridad. Gildo está fuera, en la peña, haciendo la guardia. Nadie puede dormir esta noche.

– ¿Y tú? -me devuelve él la pregunta.

– No sé. Puede ser nuestra última oportunidad -le digo-. Creo que debemos aprovecharla.

Durante unos segundos espero su respuesta. En vano. Ramiro aplasta su cigarro contra el suelo y se da media vuelta para seguir rumiando a solas su incertidumbre.

Abro los ojos y un gran charco de sangre los inunda. Es el sol, que está prendido como un animal degollado de la navaja de Gildo.

Me levanto y me siento a su lado. Gildo está tallando con su navaja una cepa de urce. Una más de las innumerables que ha tallado, en larguísimas horas muertas, para acabar arrojándolas siempre, invariablemente, a la lumbre.

– ¿Ramiro?

– Ahí fuera, lavándose -responde Gildo-. Acaba de despertarse.

Yo lío un cigarro y me pongo a fumar en silencio contemplando el piornal incendiado por el sol de julio. La mañana está limpia, sin una nube. La luz es dura y azul. Y hay una alondra de piedra cantando en el piornal. Una alondra de piedra que nunca nos abandona.

– Creo que deberíamos esperar -dice Gildo después rato.

– ¿Esperar? ¿A qué?

– Hemos aguantado aquí ya dos años. Los peores. Esto no va a durar siempre.

Gildo habla sin mirarme, aparentemente ensimismado en su trabajo. Pero, en su voz, advierto un acento agrio, una mezcla de reproche y de súplica. Como si yo fuera el culpable de nuestra situación.

– Mira, Gildo. Esta nuestra es una guerra perdida. Y tú lo sabes tan bien como yo.

– Yo lo que sé -dice él mirándome por fin- es que Franco está al caer. Ya no puede aguantar mucho más.

– Yo soy el que no aguanta ya más. Estoy harto, Gildo. ¿Sabes? Harto, vencido, desesperado. Y voy a aprovechar esta ocasión.

Gildo se queda un instante en silencio, mirándome. Luego, arroja con rabia la cepa que estaba tallando en medio del piornal.

– Para vosotros es muy fácil marchar -me dice-. Pero yo tengo una mujer y un hijo, solos, ahí abajo.

Hemos comido en silencio, sin ganas.

La ocasión que tanto hemos esperado, el sueño de tantos días, de tantos años, está aquí por fin. Y, ahora, extrañamente, no sabemos qué hacer. No es el miedo a un país y a un futuro desconocidos. Ni siquiera el temor a una posible traición de quienes han de ayudarnos a huir. Es el apego a esta tierra sin vida -sin vida y sin esperanza- el que se impone como una losa sobre nosotros.

Pero hay que decidir. Yo ya lo estoy desde el primer momento. Gildo continúa dudando. Sólo falta saber la opinión de Ramiro.

– De acuerdo -dice éste, por fin, como si hubiera adivinado mis pensamientos-. Esta noche mandaremos aviso a Lina para que vayan preparándolo todo.

Gildo nos mira decepcionado. Está solo. Ya lo sabe. Y sabe también que, solo, no puede seguir aquí.

Pero aún se agarra a una última posibilidad.

– Todavía no me habéis dicho dónde pensáis encontrar ciento cincuenta mil pesetas.

– Yo sé dónde -responde Ramiro-. Yo sé dónde podemos encontrarlas.

Capítulo VIII

El coche, por las afueras de Ferreras, atraviesa los hangares y escombreras de la mina, junto a la carretera, cruza el puente del río y se desvía suavemente por el estrecho camino bordeado de fresnos que remonta, campo adentro, la ribera.

Al final, a unos trescientos metros, los faros dibujan en la noche una pared de piedra y, tras ella, un caserón antiguo y orgulloso de su aislamiento. El coche se detiene frente a la verja y un chófer uniformado desciende a abrirla. Luego, vuelve sobre sus pasos e introduce lentamente el automóvil en el jardín.

Del asiento trasero desciende don José, el dueño de la mina. Contempla brevemente los frutales bañados por la luna, recoge su cartera y se dirige con aire satisfecho hacia la puerta donde ya han salido a recibirle su mujer y sus dos hijas. Es el rito de cada noche, la costumbre invariable del hombre que puede disponer plenamente de su vida y de su tiempo y de la vida y del tiempo de todos los suyos.

El chófer, entretanto, lleva el coche hasta el garaje, entre los setos de hiedra y el estanque dormido.

Pero, cuando regresa hasta la entrada para cerrar la llave la cancela, lo que encuentra frente a él es la pistola silenciosa de Ramiro.

La luz del vestíbulo sigue encendida y la puerta abierta, cruje detrás de nosotros con suavidad aprendida.

– ¿Poldo?

La metralleta de Gildo ahoga en su raíz el grito de la criada mientras Ramiro y yo corremos ya por el pasillo en busca de los dueños de la casa.

Nos reciben de pie, en el comedor, a ambos lados de la mesa que extiende bajo un gran globo de luz el orden blanco de las porcelanas y la llamarada del vino recién servido. Nos reciben de pie, como si estuvieran esperándonos para cenar.

Pero, al vernos en la puerta, la mujer coge a sus dos hijas y las aprieta instintivamente contra la falda.

– Llévatelas de aquí.

Las niñas me acompañan sin resistirse. Son demasiado pequeñas para entender lo que pasa. Las dejo en la cocina, al cuidado de Gildo, con el chófer y la criada.

Cuando regreso al comedor, Ramiro ordena al dueño de la mina, su antiguo patrón:

– Tiene dos minutos para prepararse.

– ¿Prepararme? ¿Para qué?

– Va a venir con nosotros.

El hombre intenta todavía mantener el dominio de sí mismo.

– ¿A dónde? -pregunta.

– Dos minutos -le repite Ramiro secamente-. Ya ha pasado uno.

La mujer se abraza a su marido.

– ¿Qué van a hacerle? -grita-. ¡No vayas, José! ¡No vayas! ¡Van a matarte!

El dueño de la mina se ha quedado mirando a Ramiro fijamente. Como si le hubiera reconocido. Pero, en seguida, reacciona: se deshace, decidido, del abrazo de su mujer y se dirige hacia el perchero para coger su chaqueta.

Ramiro se adelanta a registrarla.

– Escúcheme bien, señora -le dice a la mujer volviendo hacia la puerta-. Escúcheme bien y haga lo que le digo si quiere volver a ver vivo a su marido. Tiene de plazo hasta el viernes para reunir doscientas mil pesetas. En billetes pequeños. El sábado, a las seis en punto de la mañana, salga en el coche con el dinero en dirección a Tejeda. El chófer y usted solos. ¿Me ha entendido? Nosotros estaremos esperándoles en algún punto de la carretera.

La mujer asiente mecánicamente con la cabeza sin dejar de mirar a su marido.

Haz lo que te han dicho, Elena -le dice éste besándola fríamente en la mejilla-. Y no tengas miedo. Si alguien pregunta por mí, estoy de viaje, en Madrid. Todo saldrá bien, ya verás.

La mujer nos ve marchar en silencio, impotente, desmayada sobre la mesa como una muñeca de trapo.

Cuando despierto, el sol ha caído ya detrás de los hayedos. Se desliza con suavidad sobre la hierba levantando una cortina de bruma verde frente a mis ojos.

Cerca de mí, Ramiro duerme tumbado sobre una manta. Y, más allá, Gildo vigila, apoyado contra el tronco de un haya, al dueño de la mina y los caminos que suben al monte.

– ¿Qué hora es ya?

– Las ocho.

Es don José quien me ha contestado. Está sentado en el centro, con las manos atadas a la espalda y la mirada perdida en el horizonte.

– Ramiro te relevará a las doce -me dice Gildo extendiendo su manta sobre la hierba para dormir un rato.

– ¿Queda algo de comida?