– Soy yo, Tina. No tengas miedo.
Ella observa un instante los invernales cercanos, aprieta al perro contra sus piernas, acariciándole para que no ladre, y cierra de nuevo la puerta detrás de nosotros.
El perro -un mastín atigrado, con carlancas al cuello para los lobos- nos ve entrar con un gruñido hosco entre los dientes.
– ¡Qué susto me habéis dado! -protesta Tina corriendo la tranca.
Dentro del invernal, la oscuridad es absoluta. Y un caliente olor a establo y hierba seca se agolpa dulcemente en los sentidos.
– Ramiro está enfermo -le digo.
– ¿Enfermo? ¿Qué te pasa, Ramiro?
Pero él no responde. En su lugar, nos llega un ruido de hierba.
Tina busca un candil de petróleo y lo enciende. El resplandor amarillo ilumina el perfil de las vacas tumbadas, al fondo de la cuadra, los ojos recelosos del perro, detrás de su dueña, y el cuerpo de Ramiro desmadejado sobre la hierba, junto a nosotros.
– Tiene fiebre, mucha fiebre, Tina. Se ha cortado en el pie con una lata oxidada.
– Ven -me dice ella-. Ayúdame a tumbarle en el jergón.
Entre los dos, le arrastramos hasta el colchón de borra apretada donde ella dormía cuando llegamos. Ramiro no puede ya ayudarnos. Pero Tina es muy fuerte. Tiene esa fuerza acida y dura de la mujer solitaria, obligada a trabajar y vivir como un hombre.
– Tápale bien. Ahí tienes más mantas.
Tina le seca el sudor del rostro con un pañuelo. Ramiro está agotado. Han sido cuatro horas caminando por el monte sin descanso.
– Tina. Voy a bajar al pueblo, a buscar al médico.
– ¿A don Félix?
– Sí. ¿Te atreves a quedarte sola con él?
Tina mira a Ramiro, blanco y desencajado a la luz del candil. La fiebre le está devorando. Ella vuelve a secarle el sudor con el pañuelo.
– Vete. Vete tranquilo -me dice-. Yo cuidaré de él.
Todavía espero un rato antes de salir. En las brañas cercanas no se ve ningún movimiento. Hombres y animales deben de dormir compartiendo el calor y el espacio dentro de los invernales.
Escondido entre los robles del camino, he visto las dos brasas encendidas que salen de Vegavieja. Los guardias vienen hablando, pisando los charcos. Y una nube de perros les despide por las últimas casas.
Me tumbo en la hierba, con la respiración contenida y la metralleta empuñada.
– ¿Subimos hasta Tejeda?
– ¿Ahora?
– Son las dos todavía.
– Ya. Pero mejor bajamos hacia Ferreras y hacemos tiempo en la mina. ¿Quién crees tú que va a andar por ahí con esta noche?
– Nosotros.
Las voces de los guardias se alejan por la carretera. Se pierden entre los robles y el chapoteo de los charcos.
Sin saberlo, casi han rozado la boca de mi metralleta con sus capas.
Ha tardado mucho tiempo en abrir. Demasiado tiempo para esperar a la puerta, expuesto a la mirada desvelada de algún vecino. O al punto de mira de su escopeta.
Ya valgo cien mil pesetas, vivo o muerto.
Cuando al fin aparece, somnoliento y a medio vestir, don Félix contempla con sorpresa la soledad de la noche frente a su puerta. Desde lo alto de la escalera -la mano en la barandilla: piedra sobre la piedra-, el viejo médico escruta temeroso las sombras de los chopos y el temblor de la luna sobre la carretera.
De inmediato comprende que yo estoy aquí.
– Te pedí que no volvieras más.
Don Félix ha buscado un abrigo y ha salido por detrás de la casa a encontrarse conmigo junto al lavadero: en el establo vacío, roído por la hiedra, donde años atrás encerraba el caballo con el que recorría los pueblos del contorno en sus visitas médicas. Y donde una noche de nieve, a la luz de una vela y con ayuda de su esposa, me extrajo de la rodilla la bala qué me la destrozó en la refriega que sostuvimos con los guardias la noche que bajamos a La Llánava a buscar al hermano de Ramiro.
Pero, ahora, don Félix, retirado de la profesión, camino ya de los setenta años, sólo aspira a vivir sin sobresaltos sus últimos días cuidando las flores de su invernadero.
– Necesito su ayuda, don Félix. De lo contrario, no hubiera venido.
Don Félix se me queda mirando desde el fondo de unos ojos velados por la noche y por el miedo. Don Félix se me queda mirando como si nunca antes me hubiera visto.
– Ramiro está enfermo -le explico-. Se clavó una lata oxidada en el pie y lleva un día entero comido por la fiebre, delirando. La herida tiene muy mal aspecto: está negra, como podrida. Tengo miedo de que se le haya gangrenado.
Pero la respuesta de don Félix es seca. Quizá, por inesperada, aún más rotunda:
– Lo siento, Ángel. Yo ya no soy médico.
Lo ha dicho sin expresión alguna, hundido en su viejo abrigo, hundido en el rincón del establo vacío.
– Yo ya no puedo ayudaros -se disculpa.
Y desvía sus ojos de los míos.
Inútilmente trato de hallar, entre todas, esa palabra capaz de convencerle. En seguida comprendo que don Félix está ya desde hace años decidido. Él es consciente de que la ayuda que en otro tiempo nos prestó y la propia indefensión de su vejez le protegen de cualquier represalia nuestra y yo también comprendo -aunque ahora quiera resistirme a hacerlo- que el año de cárcel a que fue condenado por ayudarme haya llenado de miedo su corazón.
Pese a ello, insisto todavía:
– Ramiro puede morir.
Pero don Félix ni siquiera responde. Me mira en silencio con expresión vacía. Me ve salir del establo sin despedirme.
Me ha alcanzado en la carretera, todavía cerca del pueblo.
Don Félix viene jadeando por el esfuerzo:
– Ángel.
He estado a punto de disparar sobre él. Afortunadamente, le he reconocido a tiempo: por el abrigo.
– Toma -me dice-. Ábrele la herida con un cuchillo quemado y lávasela con esto.
Cojo el frasco que don Félix me ofrece.
– ¿Qué es?
– Alcohol -responde-. No se puede hacer otra cosa.
Y, luego, comenzando ya a retroceder sobre sus pasos:
– Si ves que la fiebre sube y el pie se le pone negro, entrégalo cuanto antes. Tendrán que amputárselo y no podrá seguir escondido.
Ha sido cerca ya de los invernales, en la cumbre de la collada que remonta el camino antes de dar vista al valle, cuando he escuchado los disparos. Una ráfaga seca, cortada, primero. Y, luego, apagándola, el estruendo simultáneo y violento de varias armas.
Instintivamente me he arrojado fuera del camino, sobre un charco. Me quedo inmóvil unos segundos, como una culebra, con la metralleta empuñada y la cara aplastada contra el barro. Me arrastro hasta un matorral. Escucho nuevamente: los disparos se oyen nítidos, cercanos: en los invernales.
La imagen de Ramiro devorado por la fiebre se clava en mi memoria mientras corro collada arriba entre los tojos mojados que se apartan, silenciosos, a mi paso.
He llegado muy tarde, sin embargo. Hubiera llegado tarde de todos modos por mucho que corriera. Un hombre solo, con una metralleta y dos bombas de mano, ninguna resistencia podría oponer a los numerosos guardias que en estos momentos rodean el invernal de Tina. Un hombre solo, con una metralleta y dos bombas de mano, lo único que ahora puede hacer es asistir como un testigo mudo, agazapado entre los tojos, al dantesco espectáculo que ahí abajo, en el valle, se está desarrollando: las vigas del tejado, la puerta y los postigos, la hierba almacenada en el establo, el invernal entero arde en medio de la noche convertido en una enorme pira. Llamas rojas, violetas, amarillas, muerden con rabia de mercurio las lábanas de piedra y las pizarras, se extienden a los árboles cercanos, se alzan por encima del tejado conviniendo la bóveda del cielo en una gigantesca fundición. Y una densa columna de humo negro se funde con la noche ofreciendo a un dios bárbaro e impasible el bramido brutal de las vacas abrasadas.
Los guardias han dejado de disparar. Seguramente aguardan, desplegados por las brañas, la irrupción desesperada de Ramiro y -pensarán también- la mía. Pero pasan los segundos, lentos, interminables, y el angustioso mutismo del invernal reaviva en mi corazón la llama de la esperanza: quizá Ramiro y Tina lograron huir a tiempo y ahora contemplan desde el monte, como yo, el incendio y el cerco de los guardias.
De pronto, sin embargo, dos disparos de pistola retumban dentro del invernal. Secos. Inequívocos. Brevemente aislados entre sí.
Casi a continuación, el tejado se desploma envuelto en llamas.
Cuarta Parte. 1946
Capítulo XIII
Durante todo el día estuve observándolas. Subieron con el sol por el camino de Valgrande, se dispersaron monte arriba buscando entre los brezos el brote de la aliaga y la lavanda y, ahora, de nuevo reagrupadas, duermen bajo la luna en las praderas frescas de Fuente Amarga.
Con las primeras sombras abandoné la cueva y comencé a acercarme. Despacio. Muy despacio. Como un lobo que trata de caer por sorpresa sobre el sueño confiado de un rebaño. Pero, todavía lejos, las yeguas olfatearon mi presencia y se alejaron con un galope inquieto dejando sola a la vacada y despertando en mí de nuevo la oscura sensación de haberme convertido ya en una auténtica alimaña. Una alimaña que se arrastra bajo el peso de la noche para robar una gallina en algún corral dormido o una oveja separada de un rebaño. Una alimaña cuya proximidad asusta a hombres y animales. Una alimaña -¿o acaso podría llamarse de otro modo?- que sólo abandona su guarida cuando la luz del sol no puede dañar ya sus ojos inundados de soledad y de sangre.