Dos días y dos noches duró la tormenta. Ahora es ya el amanecer del tercer día. Para mí, tal vez, el último.
Espero, completamente inmóvil, cerca de una hora. Una honda calma ha sucedido a la ventisca y, en la distancia, bajo la manta blanca, nadie podría distinguirme entre la nieve.
En torno a mí, un paisaje irreal y desolado marca las extensiones infinitas del silencio. Hay una luz metálica, como sobrevenida. Y, en el confín de las montañas que ahora me rodean, la línea del horizonte ha desaparecido otra vez borrada por la niebla.
Un movimiento mío, un solo movimiento, bastaría para romper este equilibrio tan perfecto.
No es eso, sin embargo, lo que me retiene aquí, tumbado entre la nieve como un animal muerto. No es la alucinación borrosa de los bosques que flotan a lo lejos como fantasmagóricos ejércitos de hielo la que me mantiene inmóvil, cara al cielo, desde hace cerca de una hora. Es el agotamiento de los días de caminar sin descanso y, sobre todo, la constatación final de lo que, en sueños, ya había presentido: la barba helada y las uñas reventadas por el frío, la transparencia gris en que la nieve y la humedad del río han convertido mis huesos y mi aliento. Y el miedo a descubrir, cuando me mueva, esa zona insensible de mi cuerpo que el hielo, a lo peor, ya ha dormido para siempre.
Pero no puedo quedarme indefinidamente aquí. Tengo que seguir. Tengo que incorporarme y reanudar la marcha en busca de ese sitio -un chozo abandonado, una cueva, un caserío- donde poder esconderme hasta que mis perseguidores abandonen su captura.
Con miedo, busco bajo la manta y el capote el contacto de mis manos, de mis piernas, de mis pies. Las ropas están heladas, extrañamente duras. Las botas son sólo ya dos masas de cuero mojado y rígido. Lentamente, froto todo mi cuerpo con torpe indecisión. Los músculos se contraen sin fuerza ni dolor. Pero están vivos. Todos. Despiertan poco a poco de un sueño profundísimo, de un sueño tan lejano que ni siquiera al corazón puede alcanzar. Ya de rodillas, como una res caída, miro de nuevo las sombras y las líneas que enmarcan el silencio. Nada: la soledad y yo. La soledad y el cierzo y el llanto deshojado de la nieve con la que froto mis manos y mi rostro para hacerles reaccionar.
Me incorporo con torpeza infinita. Todo mi cuerpo rechina como una máquina fría y oxidada. Pero hay que seguir. Hay que volver, de nuevo, a caminar.
Hacia el mediodía, descubro un chozo de pastores al pie de la montaña. La ventisca ha destruido su techumbre y las empalizadas del corral aparecen cubiertas por la nieve. Pero, a pesar de ello y de la desorientación total en que desde el amanecer he caminado, no me es difícil reconocer en él el viejo chozo de los pastores de Láncara.
Despacio, deslizándome entre los troncos de las hayas que bajan hacia el valle, comienzo a acercarme a la cabaña. La nieve está dura y blanquísima en sus alrededores, sin huellas de pisadas. Los guardias todavía no han venido a registrarla.
Pero mis huellas quedan nítidas, profundas, y pueden atraerles en cualquier instante.
Anochece.
Un día más se diluye como cierzo en el confín azul de las montañas.
Un día más huyendo de mí mismo, sin descanso ni esperanza.
Ni siquiera me he parado a vigilar los apostaderos habituales de los guardias: el puente sobre el río, el vado de las vacas, el callejón trasero de mi casa. Sólo pienso en llegar. En olvidar la nieve. En caer como un saco de tierra en cualquier parte. Hace días que la posibilidad cercana de la muerte ni siquiera alcanza ya a importarme. Hace días que, incluso, he comenzado oscuramente a desearla.
Roto, extenuado, con los pies descalzos, entro en las calles desiertas de La Llánava. Llevo las botas en la mano para esquivar el insomnio acechante de los perros y amortiguar la nitidez de mis pisadas. Mis pies son dos bolsas blancas, sin uñas, desmesuradas. Mi cuerpo apenas puede soportar el peso del capote y de la manta. Sólo la rabia me sostiene en pie. Sólo la rabia y la desesperación que, como una fuerza amarga, me arrastra inexorable hacia mi casa. Hacia esa casa en la que ni siquiera sé quién estará esperándome.
Pero ahí está, por fin, el postigo cerrado del pajar que tantas noches guillotinó la luna a mis espaldas. Ahí está, al fin, el aliento invisible de las vacas: hondo y caliente en su profundidad de siglos, amable como un abrazo al tiempo familiar y extraño. Hace mucho que aprendí a desear menos la compañía de los hombres que la de los animales. Hace tiempo que aprendí el sitio exacto que aquéllos me habían reservado. Pero, hoy, más que nunca, tras nueve días errando entre la nieve, tras nueve largos días de soledad y de frío, de soledad y de hambre, sé lo inmensamente humana que para alguien puede ser la simple oscuridad caliente de una cuadra.
Trepo al postigo con las últimas fuerzas. La paja gime con un sonido blando. Está podrida y blanca. Como mis pies. Como mi alma.
Como la noche helada que el postigo ha borrado para siempre a mis espaldas.
Capítulo XVI
Abro los ojos y no veo nada. 0 mejor: una penumbra aún más negra y más espesa que la penumbra física del sueño.
Muevo los brazos y las piernas y una opresión cercana los detiene. Como si hubiera muerto y un féretro de tierra enmarcara las dimensiones invisibles de mi cuerpo.
Pero no. Yo sé que no es verdad. Yo sé que esta ilusión no es más que el último palpito del sueño. Pese a la oscuridad, pese a la opresión cercana y asfixiante de la tierra, yo sé que aún sigo vivo, enteramente vivo., tan vivo al menos como cuando aún vagaba como el viento entre la nieve. Aunque, desde hace un mes, no pueda ya mirar la luz ni escuchar los lenguajes azules del invierno. Aunque, desde hace un mes, tumbado como un topo en esta fosa subterránea que Pedro y yo excavamos en la corte de las cabras, entre la cuadra y la panera, esté mucho más cerca del mundo de los muertos.
Me han despertado el ruido de la puerta y un remolino de pezuñas encima del tablero. Escucho: pasos, una voz baja abriéndose camino entre las cabras y el silencio. Contengo la respiración, inmóvil por completo. No sé qué hora será. No sé siquiera si, ahí afuera, será día o será noche. Ignoro el tiempo que he podido estar durmiendo.
Pero no hay nada que temer. Tres golpes secos, convenidos, suenan, por fin, encima del tablero.
Cuando salgo, mi hermana o mi cuñado ya se han ido. Me han dejado comida en un caldero, oculta entre hojas secas, y se han ido cerrando la puerta por fuera.
Es lo que hacen cada noche cuando en el pueblo ya todos duermen.
Las cabras me ven salir del agujero con ojos asustados, con relámpagos negros. Siguen sin habituarse a mi presencia. Se revuelven inquietas buscando protección en las paredes. Se apartan a mi paso como ante un aparecido.
Ceno sentado en un rincón, sobre un feje de hierba. Por la ventana del corral una claridad leve ilumina oblicuamente la corte ante mis pies. Poco a poco, mis ojos se van acostumbrando a ella. Poco a poco, todo mi cuerpo, tras la inmovilidad forzosa, comienza a desentumecerse.
Lo que un hombre solo, completamente solo, sentado en un rincón o paseando, entre las cabras, es capaz de pensar a lo largo de una noche ni siquiera yo mismo podría imaginarlo.
Lo que un hombre solo, completamente solo, amargamente solo, es capaz de pedir y desear a lo largo de una noche ni siquiera Dios mismo podrá nunca saberlo.
Un corazón solo, en medio de la noche, es siempre una tormenta.
Amanece. Las campanas suenan ya convocando al rebaño y un tren pasa lejano, fundido con el cierzo. Por la ventana del corral la luz comienza a hacerse más blanca y consistente.
Ha llegado la hora. Ha llegado el momento de volver a ese agujero irrespirable y de tumbarme como un topo debajo del tablero. Ha llegado la hora del reencuentro con ese hálito de magmas, de líquenes podridos, que impregna las entrañas de la tierra y el corazón de quien las viola y las habita.
Amanece. Dentro de unos minutos, mi hermana o mi cuñado vendrán en busca de las cabras y extenderán el abono por encima del tablero. Y, entonces, volveré otra vez a ser un muerto.
Primero fue un rumor confuso, lejano, en el corraclass="underline" en dirección a los pajares y a la cuadra. Luego un silencio amenazado, cargado de tensión. Y, al fin, tras larguísimos minutos de ansiedad y de espera, el golpe de la puerta al abrirse bruscamente y un ruido atropellado de voces y pisadas, entre el revuelo de las cabras, justo sobre mí.
Si siempre, dentro de la fosa, la inmovilidad y el silencio son para mí condiciones permanentes y obligadas, ahora, en cambio, de repente, han pasado a formar parte sustantiva de mi propia identidad. Si siempre la ansiedad me ha acompañado y me ha seguido como un perro allí donde yo voy, ahora, en cambio, de repente, se ha erigido en mi única pulsión. Las botas de los guardias van y vienen por encima del tablero golpeando los vientres de las cabras. Amenazan con sus gritos y sus armas a mi hermana y mi cuñado, obligados, sin duda, como siempre, a entrar delante de ellos en la corte por si yo estuviera ahí escondido y abriera fuego desde la oscuridad. Aunque no puedo verles, por sus palabras y sus gritos puedo seguir los pasos de los guardias con tensa y absoluta precisión: escarban entre los fejes de hoja seca amontonados: apartan maderas y sacos para mirar hasta el último rincón: golpean, en fin, con las culatas de sus armas el suelo y las paredes en busca de ese hueco simulado que el tablero, una vez más, les oculta a sólo unos centímetros de mí.