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Mil veces han registrado toda la casa, palmo a palmo: la cuadra y los pajares, la corte, la panera, la cocina de horno, las habitaciones, el desván. Mil veces sin que nunca ni siquiera mi rastro o mi recuerdo pudieran encontrar.

Un portazo violento. Las voces que se alejan al fondo del corral. Las cabras aquietándose y el silencio que cae de nuevo sobre mí. Otra vez. Una vez más. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo habré de seguir viviendo así?

Media hora más tarde -apenas media hora- la puerta de la corte vuelve a abrirse. Suavemente. Ahora suavemente. Y, al contrario que otras veces, tres golpes secos suenan en seguida sobre mí.

Juana me ayuda a levantar el tablero desde arriba. Sus ojos encendidos y su pelo rapado casi al cero es lo primero que mis ojos pueden ver.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha pasado, Juana?

Juana no me responde. Deja el tablero a un lado y retrocede algunos pasos, entre las cabras, hacia la oscuridad.

– Te han pegado, ¿verdad?

Ella niega con la cabeza, absurdamente. Las contusiones y los golpes marcados en su cara hablan por ella de manera inequívoca.

Las cabras, como siempre, retroceden asustadas ante mí. Lejos de acostumbrarse, cada día que pasa rehúyen más mi compañía y, últimamente, ni siquiera se atreven ya a acercarse hasta el borde del tablero. Mi olor a tierra hundida las espanta. Mi palidez mortal las llena de temor y de recelo.

– ¿Y Pedro?

– Se lo han llevado.

Juana está hundida en la oscuridad. Me mira, inmóvil y distante en medio de las cabras, como si ella también se asustara de mí.

– ¿Tienes hambre?

– No.

– No pude hacerte nada -se disculpa-. Los guardias llegaron de repente, por la tarde.

– No te preocupes, Juana. No tengo hambre.

Mientras yo estaba ahí abajo, ha vuelto a nevar. El corral está cubierto por completo y un resplandor helado hiere mis ojos a través de la ventana. El año está acabando y lo hace, como siempre, con furia inusitada. No sé qué puede ser peor: si estar aquí enterrado, bajo la asfixia del tablero y los registros constantes de los guardias, o soportar la ira de otro invierno en las montañas.

– Ángel.

La voz de Juana ha llegado hasta mí temblorosa y quebrada, partida por el peso de unos nervios a punto de estallar. Desde el principio, desde que entró en la corte y me buscó bajo el tablero cuando los guardias ni siquiera debían haber salido todavía de La Llánava, supe que algo grave había ocurrido o me tenía que decir. Algo que yo nunca podría imaginar mientras espero, de espaldas a ella, mirando por la ventana la soledad del corral.

– Tienes que marcharte, Ángel.

Durante unos segundos ni siquiera he entendido las palabras temblorosas de mi hermana. Durante unos segundos ni siquiera he tenido consciencia de haberlas escuchado. Han quedado flotando, suspendidas a mi espalda, hasta que el silencio, de nuevo poderoso, inunda como un vómito la corte y las deshace.

– Tienes que marchar de aquí.

Lentamente me he vuelto buscando la figura de mi hermana. Lentamente mis ojos se han hundido otra vez en la oscuridad.

– ¿A dónde, Juana? ¿A dónde?

Los dos estamos ahora frente a frente, separados por el hueco de la fosa y la tibia penumbra de la corte. Juana inmóvil y distante, como una sombra más entre las sombras de las cabras, y yo, a sus ojos, blanco de muerte al contraluz pálido y gris de la ventana.

Los dos estamos ahora frente a frente, distantes, sin mirarnos, sin hablarnos, como si ya no fuéramos hermanos.

Hasta que Juana, de pronto derrumbada, de pronto ahogada por la rabia y por las lágrimas, huye corriendo, huye de mí y de sus palabras por el corral solitario y nevado.

(Pedro -lo supe al día siguiente- volvió al amanecer. Los guardias le llevaron al monte de Candamo y allí fingieron fusilarle.

Pedro -lo supe al día siguiente- lo aguantó todo como siempre: sin despegar los labios.)

Juana tiene razón. Juana y todos los que tantas veces, a lo largo de estos años, me lo han repetido: «Tienes que marchar de aquí, Ángel. Esta tierra no tiene perdón. Esta tierra está maldita para ti.»

Tengo que marchar de aquí, sí. Pero ¿a dónde? Y, sobre todo, ¿cómo?

Si yo lo supiera, hace ya mucho tiempo que hubiera escapado sin tener que esperar a que nadie me lo dijera, sin tener que escuchar que lo mejor para mí sería beberme una botella entera de coñac y meterme un tiro, sin tener que llegar a oírle a mi propia hermana algo que -también lo sé- ella ha sentido más que yo decírmelo. Son muchos años sufriendo esta condena. Son muchos años de soportar detenciones y registros, de recibir en silencio golpes e insultos, de aguantar el aislamiento temeroso de los propios vecinos. Sí. Son muchos años sufriendo por este hombre desahuciado que se agarra con desesperación a la vida y que, en su desesperación, arrastra a todos los suyos.

Juana tiene razón. No puedo permanecer eternamente aquí, tumbado como un muerto boca arriba, sin luz, sin esperanza, con la mirada y el corazón siempre prendidos del vacío. Tengo que huir, romper este cerco angustioso que me empuja cada día un poco más hacia el suicidio. Tengo que escapar de esta tierra maldita y poner kilómetros de silencio y de olvido entre mí y mi recuerdo, entre mí y esta fosa donde el calor y la desesperación se funden en una sustancia putrefacta que comienza a invadir ya mi cuerpo igual que el de aquel hombre de Nogales que, al acabar la guerra, mientras Ramiro, Gildo y yo vagábamos por las montañas, se escondió bajo un pesebre de la cuadra y no volvió a salir más que al cabo de seis años, ciego, enfermo y corrompido, para que su mujer le enterrase de noche, a escondidas, en un rincón del huerto de la casa.

Juana tiene razón. Juana y todos los que tantas veces, a lo largo de estos años, me lo han repetido: aquí no hay esperanza ni perdón para mí.

Aquí sólo me queda ya esperar la muerte enterrado vivo.

Hiere la luz después de tanto tiempo. Hiere con un fulgor de nieve esta luz triste y helada que ahora nace. Después de tanto tiempo. Después de tantos días sin sentirla como se sienten en la piel la lluvia o la nostalgia. Hiere la luz y mancha mis sentidos oscurecidos por la noche, borrados por el viento, ahogados en los ojos de mi hermana cuando cerró la puerta a mis espaldas para, seguramente, no verme nunca más.

Poco a poco, la luz ha dibujado contra la mancha mortecina de la noche el viejo apeadero de Perreras: el tejado nevado, el andén solitario, los raíles roídos por el óxido y el hielo. Poco a poco, la luz ha diluido la nube del aliento que nacía entrecortada de mi boca. Han sido cuatro horas caminado por el monte hasta llegar aquí. Cuatro horas en medio de la noche, completamente a oscuras, completamente solo, sin fuerzas ya para mirar atrás ni para desear siquiera que amanezca. Como si el tiempo se hubiera detenido para siempre entre las cuatro paredes de mi casa. Como si la desesperación y el miedo que, en la fosa, inundaban mi memoria día y noche se hubieran diluido como polvo al contacto con el viento.

Pero ahora ya amanece en el viejo apeadero de Ferreras. Ahora ya amanece y esta luz que me hiere y me ciega también ha despertado los sonidos: el crujido de mis botas en la nieve, los perros invisibles y ateridos, el aullido de la brisa por el andén vacío. Y ese rumor lejano, como de hierros negros, que comienza a acercarse lentamente. Lentamente.

Los escasos viajeros me han mirado con más sueño que sorpresa. Quizá les ha extrañado mi palidez mortal -los días bajo tierra- y la evidente antigüedad de estas botas y este abrigo que un día fueron de mi padre y que hoy me acompañan a mí en este largo viaje hacia el olvido o hacia la muerte. Quizá les ha extrañado mi silencioso nerviosismo; pero apenas me han mirado brevemente, distantes, sin sorpresa, y han seguido dormitando en sus asientos.

Yo busco el mío junto a una ventanilla, cerca de la puerta. Dejo la maleta en el suelo, entre las piernas, y, ya sentado, con la gorra inclinada hacia los ojos, repaso mentalmente mi equipaje inconfesable: el dinero cosido en el forro del abrigo, la documentación falsa, la pistola que tiembla como hielo entre mis dedos, en el bolso, y ese plano arrugado, escondido en el fondo de las botas, que intentará ayudarme a atravesar de noche y por el monte la frontera. En el andén ya ha sonado la campana. Fría. Deshecha por el viento. Y el tren se pone en marcha muy despacio. Poco a poco, por el cristal empañado y helado, veo alejarse el andén solitario y el viejo edificio del apeadero. Poco a poco, por el cristal empañado y helado, veo alejarse entre los árboles las nevadas montañas de Illarga donde se quedan para siempre nueve años de mi vida y el recuerdo imborrable de los amigos muertos. Miro a mi alrededor: todos duermen. Me encojo bajo el peso del abrigo. Recuesto la cabeza en el respaldo del asiento. Sólo oigo ya el rumor negro y frío del tren que me arrastra. Sólo hay ya nieve dentro y fuera de mis ojos.