La hierba trepa apelmazada hacia las vigas del techo. Siento la mano helada que me busca en la oscuridad.
– No tengas miedo, Juana. No tengas miedo.
– ¿Quién está ahí contigo?
– Tranquila, Juana. Es Ramiro. ¿Y padre? ¿Por qué no ha venido?
– No está. Se lo llevaron esta tarde.
Mi hermana ha roto a llorar, casi sin fuerzas, caída sobre mí. Siento el temblor ardiente de su pecho sobre el mío, la caricia salobre y amarga de sus lágrimas.
– ¿Quién? ¿Los guardias?
– Sí. Se lo llevaron al cuartel. Vete, Ángel. Vete en seguida o te matarán.
Un crujido de paja aplastada a mi lado; unos pasos: Ramiro.
– Hola, Juana.
Pero ella no puede responderle, ahogadas en mi capote sus lágrimas y su boca.
– Se han llevado a mi padre -le digo a Ramiro.
– ¿A tu padre? ¿Saben que estás aquí?
Mi hermana se desprende de mi hombro.
– No. No lo saben -dice, conteniendo las lágrimas-. Vienen cada poco. Registran las casas y se llevan a alguno. A los que tienen familiares en el frente.
– ¿Avisaste a mi madre? -pregunta Ramiro.
– No pude. Vinieron los guardias. Vinieron y estuvieron registrando todo el pueblo, casa por casa.
– No te preocupes, Juana. No te preocupes -le digo, tratando de tranquilizarla-. Ya verás como a padre no le pasa nada. En seguida volverá. Y a la madre de Ramiro ya la avisarás mañana. Ahora lo que tienes que hacer es volver a la cama. Los guardias pueden volver con padre en cualquier momento.
– ¿Y vosotros?
– No te preocupes por nosotros, Juana. En el monte no nos encontrarán.
Mi hermana ha dejado de llorar. Sólo su respiración entrecortada delata su presencia en la oscuridad.
Antes de marchar, nos dice todavía:
– Anoche mataron a Benito, el del carrero. Tened cuidado, Ángel. Tened mucho cuidado.
Cuando mi hermana se pierde al fondo del boquerón que comunica por dentro el pajar con el establo, busco a Ramiro en la oscuridad. Él me llama ya desde el postigo:
– Vamos, Ángel. ¿Qué estás haciendo?
– Voy a esperar.
Él retrocede sobre sus pasos. Lo noto por el crujido seco de la hierba.
– ¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco?
– Se han llevado a mi padre. ¿No lo entiendes?
– Claro que lo entiendo, Ángel. Claro que lo entiendo -aunque intenta disimularlo, la voz de Ramiro no puede ocultar su nerviosismo-. Se han llevado a tu padre al cuartel. ¿Y qué? Le harán unas cuantas preguntas y volverán a soltarle.
– Es igual -repito, decidido-. Quiero saber lo que ha pasado y voy a esperar.
Ramiro duda un instante antes de decir:
– Bien, Ángel. Tú sabrás lo que haces. Yo no puedo obligarte a lo contrario. Pero ten en cuenta que, si te cogen, no te darán una sola oportunidad. Ya has oído a tu hermana lo que hicieron con Benito y estaba mucho menos comprometido que nosotros.
Y, luego ya, caminando hacia el postigo:
– No salgas del pajar hasta que llegue. Si registraron esta tarde todo el pueblo, no van a registrarlo ahora otra vez.
Ramiro entorna suavemente la vieja puerta de madera y observa unos instantes el exterior por la rendija.
– Te esperaremos en la collada -dice.
Y, de un salto, desaparece por el huerto donde su hermano y Gildo esperan vigilando.
Cuando Ramiro se va, cierro por dentro el postigo con la tranca. Luego, busco una horca y hago un hoyo profundo en el centro del pajar. Me tumbo en el fondo, bajo el capote, y con la misma horca atraigo un inmenso alud de hierba sobre mí.
La oscuridad, aquí, es ya completamente irrespirable. Pero ni aunque cosieran el pajar de extremo a extremo con palos y guadañas podrían encontrarme.
Hacia las dos de la mañana, el crujido de los goznes de un portón me sobresalta. Es un crujido ronco, amortiguado por la paja, en el corral.
Escucho, inmóvil, conteniendo la respiración. Pero no se oye nada, absolutamente nada. Ni voces o pasos en la calleja, delante de la casa, ni el rugido del motor de un automóvil que se alejara de regreso hacia el cuartel. Sólo el crujido ronco de los goznes del portón, en el corral, la enorme cerradura al ser pasada y las lejanas campanadas de las dos, deshilachadas por el cierzo.
Aún espero, sin embargo, cerca de una hora antes de salir del agujero. La oscuridad era tan densa debajo de la hierba que, ahora, puedo ya orientarme fácilmente entre las sombras del pajar.
Por el angosto boquerón asciende de la cuadra un vapor hondo y caliente, un aroma profundo a estiércol y heno viejo que, ahora, no sé por qué, resucita en mi memoria recuerdos muy lejanos: los juegos con mi hermana en los rincones clandestinos del establo y el caldero de leche recién ordeñada que un niño rubio transporta entre la niebla de los años.
El corral está lleno de luna. Lo observo con precaución antes de cruzarlo. Bruna, la perra, surge de entre las sombras y comienza a acercarse lentamente blandiendo entre los dientes un gruñido de amenaza. Tarda en reconocerme: está ya casi ciega y yo hacía más de un año que no entraba en esta casa. Cuando me reconoce, la perra corre hacia mí y se me encarama al pecho saltando de alegría. Pero no ladra. En mi propio silencio, quizá intuye el peligro. Me sigue hasta la puerta y allí se queda quieta y muda, vigilando.
Un lejano destello en sus ojos casi ciegos me dice -pobre Bruna- que está dispuesta a defender mi vida con la suya.
Mi padre está sentado en la cama, bajo las mantas, con la espalda apoyada contra los barrotes de hierro de la cabecera.
Me recibe con una mirada indescifrable.
– ¿Qué ha pasado, padre? ¿Qué ha pasado?
– ¿Qué haces aquí? -pregunta él a su vez, sin contestarme.
– He venido para verle. ¿Cómo está?
Pero mi padre ni siquiera me ha escuchado. Se levanta de la cama y atraviesa la habitación. De un baúl, entre la ropa, saca un delgado fajo de billetes.
– ¿Qué me da? -le digo, tratando de rechazarlo. Debe de ser todo lo que tiene, todo el dinero que ha logrado reunir en una larga vida de trabajo.
– Cógelo y calla -impone él, en tono seco, como si yo fuera un niño todavía y me entregara este dinero para nacerle algún recado en Cereceda-. Escúchame bien, Ángel. Tenéis que marchar lejos cuanto antes, pasar a la otra zona, si podéis. Están buscándoos. No. No saben que estáis aquí -continúa él leyendo en mi mirada la sorpresa-. Buscan a todos los que estabais en Asturias. Saben que muchos habéis vuelto otra vez huyendo a través de las montañas. Y, en los últimos días, han cogido ya a unos cuantos: a Goro, a Benito, el del carrero, a dos o tres de Ancebos. Tienen todos los caminos y pueblos vigilados.
Al fondo de la habitación, una barra de plata helada se cuela por la rendija de la contraventana. Atraviesa la oscuridad iluminando débilmente el rostro de mi padre. Está delgado, muy delgado, envejecido. Y, en sus ojos, un poso de impotencia se mezcla con la rabia que intenta contener entre los labios.
– Te acuerdas de la mina del monte Yormas, ¿verdad? Aquella mina abandonada donde nos refugiamos de la lluvia una vez que fuimos a por leña, hace ya años. Escondeos allí de momento. Hasta ver qué pasa. Juana o yo os dejaremos comida cada tres o cuatro días en la collada.
Y, luego, mirándome fijamente:
– Pero no os entreguéis. Pase lo que pase, no os entreguéis, ¿me oyes? Os matarían al día siguiente en cualquier cuneta como han hecho con tantos.
– ¿Qué ha pasado en el cuartel? -le vuelvo a preguntar, ya desde la puerta.
– Nada.
Mi padre me ve marchar, inmóvil en la penumbra, con los ojos atravesados por la barra de plata helada que se cuela por la contraventana.
A mi espalda, mientras me alejo monte arriba por el sendero del rebaño, el reloj de la torre de La Llánava desgrana cuatro lentas campanadas. Cuatro uvas de hierro dolorido que revientan en la noche derramando sobre mi corazón una sustancia fría, mineral y amarga.
Capítulo III
Rasga la luz con su hoja de sangre la oscuridad inmensa de las entrañas de la tierra. El haz de la linterna se mezcla con el agua, que fluye, negra y fría, del techo y las paredes, hasta perderse, al fondo, entre un fantasmagórico paisaje de raíles oxidados, de maderas podridas, de bocas indescifrables que se abren interminablemente a izquierda y a derecha de la galería.
El calor es húmedo, asfixiante. Fermenta sobre sí mismo como un animal corrompido. Se pudre. Impregna con su olor penetrante las maderas y el agua y el aire y el silencio.
Luego, se arrastra galería adelante buscando una salida que no encuentra.
– Es como si estuviéramos muertos. Como si, fuera de aquí, no hubiera nada.
Ramiro abandona por un momento su inmovilidad para mirarme. Está tumbado sobre el tablero que anoche bajó de la bocamina para aislarse del agua que permanentemente corre por la galería. Se pasa así los días, inmóvil, en silencio, con la mirada perdida en los desvencijados travesaños que cruzan el techo.
– Te acostumbrarás -me dice-. El hombre se acostumbra a todo.
– Menos a que le entierren vivo.
– Mira éstos.
Gildo y Juan, envueltos en sus capotes, duermen cerca de nosotros, apenas dos bultos negros en la oscuridad. Gildo tiene la cabeza apoyada en un madero y la metralleta cruzada sobre el cuerpo. Su enorme corpulencia contrasta grandemente con la delgada y escuálida figura del hermano de Ramiro, casi infantil aún en su inconclusa y, ya, violenta adolescencia. Juan no ha cumplido los dieciocho años todavía y Gildo tiene más de treinta. Casi podrían ser padre e hijo, aunque ahora duerman hombro con hombro, amenazados por un mismo temor.