Ramiro llega a mi lado:
– ¿Dónde? ¿Dónde te han dado?
– Aquí, en la rodilla.
El escozor es cada vez más fuerte, más profundo. Intento contener el borbotón caliente con la mano.
– Toma. Átate este pañuelo.
Ramiro coge mi metralleta y trepa a lo alto de las rocas, junto a Gildo.
– Quieto. No dispares -le dice-. Aquí no subirán.
Al cabo de unos minutos, una ráfaga corta y desesperanzada pone fin al tiroteo.
La noche se resiste a aceptar el silencio. Tan intenso. Pero, en seguida, el aullido gris de la ventisca reaparece entre las urces para llenar el vacío que la pólvora ha dejado. A lo lejos, algunas luces dispersas comienzan a encenderse en las ventanas de La Llánava.
Poco a poco, los guardias comienzan a salir de entre las tapias. Se acercan al camino con recelo y temor al principio. Convencidos después de que ya estamos al otro lado de la loma, perdidos en la noche, lejos de su alcance. Son solamente cuatro. Durante largo rato, rastrean con linternas la senda del rebaño, los matorrales apretados de las urces, el perfil sinuoso de las rocas, delante de nosotros.
Ramiro tenía razón: al final, las linternas se estrellan contra el cielo, por encima de las rocas, sin que los guardias se atrevan a subir en nuestra búsqueda.
En la collada de Illarga, la nieve alcanza ya un palmo de altura. La ventisca ha amainado y, ahora, una calma densa y fría se extiende mansamente sobre el monte.
Apoyado en el hombro de Gildo, hundiéndome en la nieve a cada paso, sin un solo descanso, sin ni siquiera un alto mínimo para mirar atrás y contemplar la larga estela de silencio que vamos dejando entre nosotros y las botas de los guardias, sólo percibo ya el escozor amargo que roe mi rodilla como un insecto. Las peñas se agigantan delante de mis ojos. Los copos y las urces se funden y deshacen, borrosos e insensibles, contra mis manos y mi rostro.
Siento que voy a desmayarme. Siento brotar en mi cerebro un lago negro y profundo.
– Parad -suplico-. No puedo más.
Gildo se detiene y me deja caer sobre la nieve. Quita el pañuelo ensangrentado para mirar la herida.
– Vamos, Ángel. Aguanta. Ya falta poco.
Gildo lava el pañuelo entre la nieve y lo vuelve a apretar en mi rodilla. La humedad paraliza el zumbido del insecto. Pero, a cambio, un relámpago de hielo atraviesa mi espalda como un látigo.
Ramiro borra con una rama el reguero de sangre que ha quedado entre la nieve. Me pregunta:
– ¿Puedes seguir?
– Sí -respondo, sin saber todavía si seré capaz de levantarme.
Pero no puedo. No siento ya ningún miembro del cuerpo.
Entre los dos, me levantan del suelo. Gildo me coge a cuestas y comienza, torpemente, a caminar.
Cerca de la cueva, Gildo me deja caer otra vez sobre la nieve y empuña su metralleta.
Ramiro se adelanta. Se interna entre los piornos y comprueba las marcas de seguridad con la linterna: esas señales apenas perceptibles -una rama cruzada, una lata, una cuerda- que dejamos a la entrada de la cueva para saber si alguien ha estado aquí en nuestra ausencia.
– ¿Juan?
La voz de Ramiro rasga como un cuchillo las entrañas heladas de la peña.
– ¿Juan? ¿Estás ahí?
Pero nadie contesta.
Segunda Parte. 1939
Capítulo V
El coche que cubre la línea entre León y Ferreras pasa por Casasola todos los días a las siete en punto de la mañana. Hace una mínima parada frente a la iglesia -cuyo pórtico le sirve de improvisado apeadero en los días de lluvia o del invierno-, cruza el puente de piedra sobre el río y, con las luces encendidas todavía, emboca perezoso los primeros repechos del puerto de Fresnedo.
Hoy, en León, es día de mercado y el coche va lleno de campesinos que se han levantado muy temprano para cebar el ganado y afeitarse. Así que sube con más dificultad que de costumbre. De vez en cuando, la carretera se estira bajo sus ruedas permitiéndole un respiro. Pero, en las cuestas, renquea como un viejo buey de hierro a punto de derrumbarse.
Ahora, ha doblado ya la línea verde de los chopos, sobre el río. Contiene un momento la respiración, resopla y se lanza sin demasiadas fuerzas cuesta arriba en busca de la siguiente curva.
Así, hasta coronar el puerto. Como todos los días.
Ramiro se cala el pasamontañas y empuña la pistola.
– ¿Preparados?
Gildo y yo asentimos con una señal desde nuestras posiciones. Montamos las metralletas y nos tumbamos boca abajo entre las zarzas de la cuneta.
El coche de línea emboca ya la última curva de la carretera. Su hocico gris y polvoriento se aprieta contra la arista de la peña arañando los matojos que crecen sobre ella. De pronto, chilla como un caballo al que se tira bruscamente de las riendas. Las ruedas se contraen tratando de agarrarse al firme de la carretera. El coche duda un instante, da un soplido largo y hondo y se detiene finalmente, exhausto, junto al tronco que le esperaba atravesado en la calzada desde que salió de la parada de Casasola.
Es el momento que nosotros elegimos para saltar fuera de las cunetas.
– ¡Quietos todos! ¡Quietos todos en sus asientos!
Antes de que los viajeros hayan podido darse cuenta, grita ya en el interior del coche:
– ¡Vayan bajando y poniéndose contra la peña! ¡Con las manos en alto! ¡Vamos -le ordena al chófer-, usted el primero!
Los viajeros obedecen con rapidez y en silencio. Como un rebaño asustado, van descendiendo del coche y alineándose contra la peña. Alguno nos mira de reojo tratando de reconocernos. Pero el embozo calado de los pasamontañas y la amenaza de las metralletas les hace en seguida de su intento.
Ramiro desciende el último. Enfunda la pistola y comienza a cachearles de uno en uno. El dinero lo guarda en un bolsillo y las carteras las arroja en un montón a la cuneta. Los viajeros se dejan registrar, resignados.
De vez en cuando, Ramiro pasa de largo a alguno: a ese que, por su aspecto, le parece que necesita más que nosotros el dinero, o a esa mujer joven, niño apretado entre los brazos, que en más de una ocasión nos ha ayudado. Pero lo hace sin que el resto de los viajeros pueda darse cuenta.
El registro dura apenas cinco minutos. Cuando termina, Ramiro se echa a un lado:
Pueden volver al coche. Con las manos en alto, recuerden.
Los viajeros obedecen, ahora aún con mayor rapidez que antes. Ocupan sus asientos en silencio sin atreverse siquiera a mirar por las ventanillas.
Los últimos arrastran el tronco hasta la cuneta y lo dejan rodar por la pendiente varios metros.
– ¡Vamos!
El rugido del motor rompe de nuevo el silencio profundo de la mañana. El coche se despereza, concluido su descanso inesperado, remonta lentamente el final de la pendiente y se pierde tras la última curva envuelto en una nube de humo negro.
El mandil de cuadros azules está colgado en el huerto, entre los brazos del cerezo que mi padre plantó junto al pozo el día que enterraron a mi madre para recordarla cada vez que el verano volviera a La Llánava.
El mandil está seco. Juana o mi padre lo han colgado para avisarme de que los guardias vigilan la casa.
– ¿Siguen ahí?
Es la voz de María, a mi espalda.
– Sí.
– Pues vuelve a la cama. Duérmete.
– Llevo dos días durmiendo. Llevo dos días y dos noches aquí encerrado.
– ¿Y qué? -la voz de María es espesa, pesada- ¿No estás mejor que en el monte?
La rendija de la ventana deja entrar una raya de luna que atraviesa el cuarto en penumbra y se estrella contra la cama. Poco a poco, mis ojos vuelven a acostumbrarse a la oscuridad, al orden sombrío de los objetos: el armario de nogal barnizado: el arca que guarda entre ramas de menta la ropa de María: el espejo partido donde se apoya mi metralleta.
María se aprieta suavemente, de espaldas, contra mí.
– Hueles a monte -me dice-. Hueles como los lobos.
– ¿Y qué soy?
María se vuelve y se queda mirándome. Siento el temblor de su cuerpo, desolado y caliente bajo la combinación. Este ácido temblor de mujer solitaria, hermosa y joven todavía, pero ya condenada para siempre a esperar a una sombra, a un fantasma. A alimentar el recuerdo de un hombre que jamás volverá. Esta mujer que, en los últimos años, tantas noches ha fundido en la mía su soledad.
– No podéis seguir así, Ángel. No podéis estar siempre viviendo como animales. Peor: a los animales no les persiguen como a vosotros.
– ¿Y qué hacemos? ¿Nos metemos un tiro en la boca o nos entregamos para que ellos nos ahorren el trabajo?
María me mira en silencio, sin contestarme. Aplasta su vientre contra el mío y comienza a besarme. Yo noto que la sangre me sube hasta la boca de repente, en oleadas. La beso con fuerza, casi con rabia, como si nunca antes la hubiera besado. Como si las interminables noches de soledad y de deseo en el fondo de la cueva brotaran juntas de mi garganta. Como si sólo ahora, y nunca más pudiera ya besarla.
Ella, lentamente, rodea mis caderas con sus piernas y mis ojos con su mirada.
Me despiertan las campanadas de la iglesia: lentas, monótonas, lejanas.
María, abrazada a mí todavía, se vuelve de espaldas, sin despertar. Se estira la combinación arrugada hasta la cintura y continúa durmiendo.