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Además, estaba impecablemente amueblada y cada habitación constituía una espléndida combinación de forma y función, estilo y confort. Lo más selecto de los anticuarios de Nueva York junto a lo mejor de Connecticut, como Eleish van Breems, Antigüedades del Nuevo Canaán, El bolso de seda o La bodega. Obras firmadas por Monet, Magritte o el destacado pintor de la escuela del río Hudson Thomas Cole. En la biblioteca, un secreter Jorge III que una vez había pertenecido a J. P. Morgan. Un humedecedor, que en su origen le regaló Richard Nixon a Castro, junto con documentación sobre su procedencia. Una bodega con capacidad para cuatro mil botellas que estaba casi llena.

Sí, Connor había contratado a una de las mejores decoradoras de Nueva York. De hecho, había quedado tan impresionado con ella que le había pedido una cita. Seis meses después, aquella mujer lo estaba atando a la cama.

En toda su vida, jamás se había sentido más feliz, vivo e ilusionado. Cinco años atrás había encontrado el amor. Pero su prometida, Moira, que significaba para él más que nada en el mundo, había muerto de cáncer. Nunca creyó que pudiera volver a enamorarse, pero de repente ahí estaba ella, la asombrosa Nora Sinclair.

Nora atravesó el vestíbulo de mármol y pasó por el comedor. Antes de marcharse, tenía el tiempo justo para saciar el apetito que había despertado en Connor. Entró en la cocina, su estancia favorita de la casa. Antes de matricularse en la escuela de diseño interior de Nueva York, había pensado en convertirse en chef. Incluso había seguido algunos cursos en Le Cordon Bleu de París.

Aunque había cambiado los platos por la decoración de interiores, la cocina seguía siendo una de sus grandes pasiones. La relajaba y la ayudaba a aclararse las ideas, incluso cuando preparaba algo tan sencillo como la comida favorita de Connor: una hamburguesa doble grande y jugosa con queso y cebolla… y caviar en el centro.

Quince minutos más tarde, le llamó:

– ¡Ya casi está, cariño! ¿Bajas?

En pantalón corto y camiseta, él bajó la escalera y se acercó despacio por detrás de Nora, que seguía cocinando.

– No querría estar…

– … en ningún otro lugar -dijo ella, tomando el relevo.

Aquella frase era una especie de mantra, una de las muchas complicidades que compartían. Pequeñas muestras de que aprovechaban al máximo los momentos en que estaban juntos, siempre escasos debido a lo agitado de sus trabajos.

Inspeccionó por encima del hombro de Nora, mientras ella cortaba una cebolla enorme.

– Nunca te hacen llorar, ¿verdad?

– No, supongo que no.

Connor se sentó a la mesa de la cocina.

– ¿Cuándo pasará el coche a recogerte?

– En menos de una hora.

Él sacudió la cabeza mientras jugueteaba con una servilleta.

– ¿Y dónde está ese cliente tuyo que te hace trabajar en domingo?

– En Boston -respondió ella-. Es un jubilado que acaba de comprar y reformar una casa inmensa de ladrillos rojos en Back Bay.

Nora partió un panecillo y metió dentro la humeante hamburguesa doble con queso y cebolla. Sacó del frigorífico una Amstel Light para Connor y otra agua Evian para ella.

– Mejor que en Smith y Wollensky -dijo él tras el primer mordisco-. Y con un chef mucho más atractivo, debo añadir.

Nora sonrió.

– También te he comprado un Graeter's. Con trocitos de frambuesa.

Graeter's era el mejor helado que había probado nunca, lo bastante bueno como para traerlo a propósito desde Cincinnati. Nora bebió un sorbo de agua y observó cómo él se comía a toda velocidad lo que le había cocinado. Siempre lo hacía. ¡Qué apetito tan saludable! Mejor para él.

– Diablos, te quiero -soltó él de repente.

– Y yo a ti. -Nora hizo una pausa y fijó la mirada en sus ojos azules-. De veras. En realidad, te adoro.

Él levantó las manos hacia el cielo.

– Entonces, ¿a qué estamos esperando?

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que aquí ya hay más ropa tuya que mía.

Nora parpadeó varias veces.

– ¿Es ésta tu idea de una proposición?

– No -respondió-. Mi idea de una proposición es ésta. -Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó una caja azul y pequeña de Tiffany's. Con una rodilla doblada, Connor la depositó en su mano-. Nora Sinclair, me haces increíblemente feliz. No puedo creer que te haya encontrado. ¿Quieres casarte conmigo?

Aturdida, Nora abrió la caja y vio un diamante enorme. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas.

– ¡Sí, sí, sí! ¡Mil veces sí! -gritó-. ¡Me casaré contigo, Connor Brown! ¡Te quiero tanto!

Y el champán hizo ¡pop! Era un Dom Perignon del 85 que él había guardado en el frigorífico previamente. También había comprado una botella de Jack Daniels, para bebérsela él si Nora rechazaba su proposición.

Servidas las dos copas, Connor levantó la suya y propuso un brindis.

– Por que seamos felices para siempre -dijo.

– Por que seamos felices para siempre -repitió Nora-. ¡Por el sí!

Brindaron, bebieron y se cogieron las manos. Enamorados hasta la médula, se abrazaron y se besaron entusiasmados. Sin embargo, una bocina en el camino de entrada interrumpió la celebración. El coche de Nora había llegado.

Instantes después, mientras la limusina empezaba a alejarse, Nora le gritó a Connor por la ventanilla de atrás:

– ¡Soy la chica más afortunada del mundo!

3

Nora no pudo dejar de mirar aquella joya deslumbrante en todo el trayecto hasta el aeropuerto de Westchester. Connor se había portado bien. El diamante, una brillante piedra circular, era de al menos cuatro quilates y de color D o E, y estaba flanqueado por junquillos. Todo ello montado con gran elegancia sobre platino. «Me sienta de maravilla -pensó-. Como tiene que ser.»

– ¿Necesitará que la recoja a la vuelta, señorita Sinclair? -preguntó el chófer mientras la ayudaba a salir del Lincoln Town Car, delante de la terminal.

– No, no será necesario -contestó-. Gracias.

Le entregó al hombre una generosa propina, extrajo el tirador de su maleta y se dirigió hacia el interior de la terminal. Pasó ante la larguísima cola para facturar el equipaje y se encaminó hacia el mostrador de primera clase. Con cada paso que daba le parecía oír la voz de Connor pronunciando otro de los mantras que compartían: «Vale la pena pagar más…», diría él; «… para vivir mejor», respondería ella.

Tras despegar con suavidad y ascender a la altura de crucero, por fin Nora apartó la mirada de su anillo de compromiso. Abrió el último número de Casa y jardín. Una de las fotografías mostraba una casa que ella había decorado para un cliente de Connecticut. «Lujoso y atrevido», rezaba el titular. Las imágenes eran magníficas y el artículo que las acompañaba se deshacía en elogios. Lo único que se echaba en falta era la mención de su nombre.

Precisamente como ella quería.

Una hora y media después, el avión tomó tierra en el aeropuerto Logan. Nora recogió su coche de alquiler, un Chrysler Sebring descapotable. Con el techo bajado y las gafas de sol puestas, emprendió su camino hacia Back Bay, en Boston.

Las emisoras de radio programadas la llevaron a sacar dos conclusiones: la primera, que en Beantown había demasiados canales de tertulia, y la segunda, que el conductor anterior no era el adecuado para alquilar un coche como ése. Un descapotable exigía música.

Pulsó el botón de búsqueda y encontró una melodía de su agrado. Con el cabello al viento y su piel canela absorbiendo el sol de mediados de junio, se puso a cantar el clásico que estaba sonando. I Only Have Eyes For You, de los Flamingos.

Poco después, Nora se detuvo ante una antigua y magnífica casa de ladrillos rojos de la avenida Commonwealth, más abajo del parque. La relativa tranquilidad de una tarde estival de domingo le trajo suerte: encontró un sitio justo enfrente. «Estupendo.»