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Connor frente a Jeffrey.

Ambos eran muy divertidos. La hacían reír y sentirse especial. Y, la verdad, no se podía negar que eran maravillosos en la cama… o allí donde decidieran practicar el sexo. Eran altos, estaban en una excelente forma física y eran tan atractivos como una estrella de cine. No; en realidad, eran aún más atractivos que las estrellas de cine que ella conocía. A Nora le gustaba por igual estar con Connor que con Jeffrey, y eso hacía más difícil tomar una decisión.

¿A cuál de los dos tendría que matar?

Al primero.

11

«Bien, aquí es donde el asunto empieza a ponerse delicado. Por no decir peliagudo.»

El Turista se sentó a la mesa de un Starbucks de la Treinta y dos oeste, en Chelsea. Casi todas las mesas estaban ocupadas por holgazanes y vagabundos, pero el entorno parecía seguro. Tal vez precisamente porque había tantos vagabundos y colgados; y qué diablos, por tres dólares y pico te daban algo con el café, una ventaja añadida.

El maletín del que se había apropiado en la estación Grand Central reposaba en el suelo, entre sus piernas; ya sabía un par de cosas sobre él. La primera, que no estaba cerrado con llave. La segunda, que contenía ropa de hombre, la mayor parte arrugada, y un kit de aseo de piel marrón.

La tercera, que el kit de aseo contenía las habituales porquerías para afeitarse, pero había además una cosa interesante: una memoria Flash. Seguro que aquel dispositivo era el causante de todos los problemas. Resultaba irónico que fuese más pequeño que su dedo, pero aquel minúsculo cabrón podía contener una gran cantidad de información. Y era obvio que la contenía.

El Turista ya había sacado su Mac. Era el momento de la verdad. Si tenía huevos. Y, a juzgar por cómo iban las cosas, los tenía.

«¡Allá vamos!»

Enchufó el Flash Drive al Mac. ¿Por qué aquel gordo miserable se arriesgaría a morir por eso en la calle Cuarenta y dos? Apareció el icono de arranque: una E. El Turista empezó a rastrear los archivos almacenados en la memoria Flash.

«Allá vamos de una vez. Allá vamos, uno, dos y tres.»

Un par de minutos después, el Turista ya estaba en disposición de echar un vistazo al archivo. Pero entonces se detuvo. Una muchacha bastante atractiva, aunque con el pelo negro y rojo en punta, intentaba ver algo desde la mesa contigua. El Turista miró en su dirección.

– Ya conoces la frase: «Podría enseñártelo, pero luego tendría que matarte».

La muchacha sonrió.

– ¿Y qué hay de la frase «Tú me enseñas el tuyo y yo te enseño el mío»?

El Turista le devolvió la sonrisa.

– Tú no tienes un portátil.

– Peor para ti. -Se encogió de hombros, se levantó de la mesa y comenzó a alejarse-. Eres muy guapo para ser tan gilipollas.

– Ve a cortarte el pelo -dijo el Turista con expresión burlona.

Por fin, volvió a mirar la pantalla del ordenador.

«¡Allá vamos!»

Lo que vio entonces tenía cierto sentido… si es que algo lo tenía en ese mundo de locos. El archivo contenía nombres, direcciones y bancos en Suiza y las islas Caimán. Cuentas en paraísos fiscales. Montones de ellas.

El Turista realizó un breve cálculo mental.

Una cifra aproximada, aunque bastante precisa.

Casi un billón y medio.

12

Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme, pero a las cuatro de la madrugada había ciertas zonas que definitivamente apenas estaban despiertas. Entre ellas, un sótano mal iluminado de un aparcamiento en la parte baja del East Side. A cinco pisos por debajo del nivel del suelo, era un ejemplo de quietud. Un mundo aparte. El único sonido era el monótono zumbido del fluorescente del techo.

Eso y el impaciente golpeteo de un dedo corazón sobre el volante; el dedo de un hombre en un Ford Mustang azul con el motor apagado. En el interior del Mustang, el Turista echó un vistazo al reloj y sacudió la cabeza. El golpeteo continuó. Con el dedo corazón. Su contacto llegaba tarde. Dos días, para ser exactos. Un fracaso de cita. ¿Problemas a la vista? Sin duda.

Diez minutos después, un par de faros iluminaron el muro desde la rampa hasta el siguiente piso. Una furgoneta blanca hizo su aparición. En el lateral lucía el anuncio de una floristería: «Las flores de Lucille».

«¡Oh, vamos! -pensó el Turista para sí-. ¿Una furgoneta de reparto?»

El vehículo se acercó al Mustang lentamente y se detuvo a siete metros de distancia. El motor se paró y un hombre alto y delgado salió de su interior. Llevaba traje gris, camisa blanca y corbata. Se encaminó hacia el coche. Había alguien más en la furgoneta, pero se quedó dentro.

El Turista salió y se reunió con el Hombre Delgado a medio camino.

– Llegas tarde -le dijo.

– Y tú tienes suerte de estar vivo -respondió el contacto.

– ¿Sabes? Hay quien lo consideraría una virtud.

– Debo reconocer que has hecho un buen trabajo. En medio de la frente, según me han dicho.

– El tipo tenía una frente despejada. Un blanco fácil. ¿La chica está bien?

– Asustada. Pero se recuperará. Es una profesional. Lo mismo que tú.

El Hombre Delgado metió la mano en el bolsillo de su americana. ¡Mala señal! Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno al Turista.

– No, gracias, lo dejé en Navidad. La de hace quince años.

El hombre encendió una cerilla. Luego la apagó a sacudidas.

– ¿Qué dice la policía? -preguntó el Turista.

– La policía no sabe una mierda. Digamos que tienen que apañárselas con testigos contradictorios.

– Enviaste a alguien allí, ¿verdad?

– A dos testigos. Ambos aseguran que llevabas perilla y una bufanda alrededor del cuello.

El Turista sonrió mientras se frotaba la barbilla, bien afeitada.

– Buena idea. ¿Qué hay de la prensa?

– Todos están pendientes del asunto. Lo único que les intriga más que tu identidad es lo que había en el maletín. Y hablando de eso…

– Está en el maletero.

Ambos se dirigieron hacia la parte de atrás del Mustang. El Turista abrió el maletero, cogió el maletín y lo dejó en el suelo. El otro hombre lo observó unos instantes.

– ¿Has tenido la tentación de abrirlo? -preguntó.

– ¿Cómo sabes que no lo he hecho?

– No lo has hecho.

– No, pero ¿cómo lo sabes?

El hombre expulsó un anillo de humo.

– Porque entonces estaríamos manteniendo una conversación muy distinta.

– ¿Se supone que debo saber lo que eso significa?

– Claro que no. Tú no estás metido en el ajo.

El Turista lo dejó correr.

– ¿Y ahora qué?

– Ahora te esfumas. Tendrás algún otro asunto, ¿no?

– ¿Algún asunto? Sí, ya tengo algo interesante entre manos. ¿Quién es el del coche?

– Lo has hecho muy bien. Me ha pedido que te lo dijera. No hagas más preguntas.

– No es que lo haya hecho bien; soy bueno en esto. Por eso me lo encargaron a mí.

Se dieron la mano y el Turista observó cómo el Hombre Delgado se dirigía con el maletín hacia la furgoneta y luego se alejaba. El Turista se preguntaba si serían capaces de imaginar que había visto el contenido del Flash Drive. De alguna manera, ahora ya estaba en el ajo. Aunque deseara con todas sus fuerzas no estarlo.

13

Nora tuvo una mañana muy atareada. Primero, se fue de compras durante una deliciosa hora al Sentiments, en la Sesenta y uno este, y ahora tenía que realizar el encargo de un cliente en el ABC Carpet and Home, cerca de Union Square. Luego tenía que ir a la sala de exposiciones D &D Building y, por fin, a Devonshire, una tienda inglesa de flores y plantas.