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Edward puso los ojos en blanco.

– Pero si ya has visto la película -me acusó Alice.

– No en la versión de los sesenta. El señor Berty aseguró que era la mejor.

Finalmente, Alice perdió su sonrisa satisfecha y me miró fijamente.

– Mira, puedes ponértelo difícil o fácil, tú verás, pero de un modo u otro…

Edward interrumpió su amenaza.

– Tranquilízate, Alice. Si Bella quiere ver una película, que la vea. Es su cumpleaños.

– Así es -añadí.

– La llevaré sobre las siete -continuó él-. Os dará más tiempo para organizado todo.

La risa de Alice resonó de nuevo.

– Eso suena bien. ¡Te veré esta noche, Bella! Verás como te lo pasas bien -esbozó una gran sonrisa, una sonrisa amplia que expuso sus perfectos y deslumbrantes dientes; luego me pellizcó una mejilla y salió disparada hacia su clase antes de que pudiera contestarle.

– Edward, por favor… -comencé a suplicar, pero él puso uno de sus dedos fríos sobre mis labios.

– Ya lo discutiremos luego. Vamos a llegar tarde a clase.

Nadie se molestó en mirarnos mientras nos acomodábamos al final del aula en nuestros asientos de costumbre. Ahora estábamos juntos en casi todas las clases -era sorprendente los favores que Edward conseguía de las mujeres de la administración-. Edward y yo llevábamos saliendo juntos demasiado tiempo como para ser objeto de habladurías. Ni siquiera Mike Newton se molestó en dirigirme la mirada apesadumbrada con la que solía hacerme sentir culpable; en vez de eso, ahora me sonreía y yo estaba contenta de que, al parecer, hubiera aceptado que sólo podíamos ser amigos. Mike había cambiado ese verano; los pómulos resaltaban más ahora que su rostro se había estirado, y era distinta la forma en que peinaba su cabello rubio: en lugar de llevarlo pinchudo, se lo había dejado más largo y modelado con gel en una especie de desaliño casual. Era fácil ver dónde se había inspirado, aunque el aspecto de Edward era algo inalcanzable por simple imitación.

Conforme avanzaba el día, consideré todas las formas de eludir lo que se estuviera preparando en la casa de los Cullen aquella noche. El hecho en sí ya era lo bastante malo como para celebrarlo; máxime cuando, en realidad, no estaba de humor para fiestas, y peor aún, cuando lo más probable es que éstas incluyeran convertirme en el centro de atención y hacerme regalos.

Nunca es bueno que te presten atención -seguramente, cualquier patoso tan proclive como yo a los accidentes pensará lo mismo-. Nadie desea convertirse en foco de nada si tiene tendencia a que se le caiga todo encima.

Además, había pedido con toda claridad (en realidad, había ordenado expresamente) que nadie me regalara nada ese año. Y parecía que Charlie y Renée no habían sido los únicos que habían decidido pasarlo por alto.

Nunca tuve mucho dinero, pero eso no me había preocupado jamás. Renée me había criado con el sueldo de una maestra de guardería, y tampoco Charlie se estaba forrando con el suyo, precisamente, siendo jefe de policía de una localidad pequeña como Forks. Mi único ingreso personal procedía de los tres días a la semana que trabajaba en la tienda local de productos deportivos. Era afortunada al tener un trabajo en un lugar tan minúsculo como aquél. Destinaba cada centavo que ganaba a mi microscópico fondo para la universidad. En realidad, la universidad era el plan B, porque aún no había perdido las esperanzas depositadas en el plan A, aunque Edward se había puesto tan inflexible con lo de que yo continuara siendo humana que…

Edward tenía un montón de dinero, ni siquiera quería pensar en la cantidad total. El dinero casi carecía de significado para él y el resto de los Cullen. Según ellos, solamente era algo que se acumula cuando tienes tiempo ilimitado y una hermana con la asombrosa habilidad de predecir pautas en el mercado de valores. Edward no parecía entender por qué le ponía objeciones a que gastara su dinero conmigo, es decir, por qué me incomodaba que me llevara a un restaurante caro de Seattle y no podía regalarme un coche que alcanzara velocidades superiores a los ochenta kilómetros por hora, o incluso por qué no podía pagarme la matrícula de la universidad. Tenía un entusiasmo realmente ridículo por el plan B. Edward creía que yo estaba poniendo trabas sin necesidad.

Pero ¿cómo le iba a dejar que me diera nada cuando yo no tenía con qué corresponderle? Él, por alguna razón incomprensible, quería estar conmigo. Cualquier cosa que me diera, además de su compañía, aumentaba aún más el desequilibrio entre nosotros.

Conforme fue avanzando el día, ni Edward ni Alice volvieron a sacar el tema de mi cumpleaños, y comencé a relajarme un poco.

Nos sentamos en nuestro lugar de siempre a la hora del almuerzo.

Existía alguna extraña clase de tregua en esa mesa. Nosotros tres -Edward, Alice y yo- nos sentábamos en el extremo sur de la misma. Ahora que los hermanos Cullen más mayores y amedrentadores -por lo menos en el caso de Emmett- se habían graduado, Alice y Edward ya no intimidaban demasiado y no nos sentábamos solos. Mis otros amigos, Mike y Jessica -que estaban en la incómoda fase de amistad posterior a la ruptura-, Angela y Ben -cuya relación había sobrevivido al verano-, Eric, Conner, Tyler y Lauren -aunque esta última no entraba realmente en la categoría de amiga- se sentaban todos en la misma mesa, pero al otro lado de una línea invisible. Esa línea se disolvía en los días soleados, cuando Edward y Alice evitaban acudir a clase; entonces la conversación se generalizaba sin esfuerzo hasta hacerme partícipe.

Ni Edward ni Alice encontraban este ligero ostracismo ofensivo ni molesto, como le hubiera ocurrido a cualquiera. De hecho, apenas lo notaban. La gente siempre se sentía extrañamente mal e incómoda con los Cullen, casi atemorizada por alguna razón que no era capaz de explicar. Yo era una rara excepción a esa regla. Algunas veces Edward se molestaba por lo cómoda que me sentía en su cercanía. Pensaba que eso no le convenía a mi salud, una opinión que yo rechazaba de plano en cuanto él la formulaba con palabras.

La sobremesa pasó deprisa. Terminaron las clases y Edward me acompañó al coche, como de costumbre, pero esta vez me abrió la puerta del copiloto. Alice debía de haberse llevado su coche a casa para que él pudiera evitar que yo consiguiera escabullirme.

Crucé los brazos y no hice ademán de guarecerme de la lluvia.

– ¿Es mi cumpleaños y ni siquiera puedo conducir?

– Me comporto como si no fuera tu cumpleaños, tal y como tú querías.

– Pues si no es mi cumpleaños, no tengo que ir a tu casa esta noche…

– Muy bien -cerró la puerta del copiloto y pasó a mi lado para abrir la puerta del conductor-. Feliz cumpleaños.

– Calla -mascullé con poco entusiasmo. Entré por la puerta abierta, deseando que él hubiera optado por la otra posibilidad.

Mientras yo conducía, Edward jugueteó con la radio sin dejar de sacudir la cabeza con abierto descontento.

– Tu radio se oye fatal.

Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que empezara a criticar el coche. Estaba muy bien y además tenía personalidad.

– ¿Quieres un estéreo que funcione bien? Pues conduce tu propio coche -los planes de Alice me ponían tan nerviosa que empeoraban mi estado de ánimo, ya de por sí sombrío, y las palabras me salieron con más brusquedad de la pretendida. Nunca exponía a Edward a mi mal genio, y el tono de mi voz le hizo apretar los labios para que no se le escapara una sonrisa.

Se volvió para tomar mi rostro entre sus manos cuando aparqué frente a la casa de Charlie. Me tocó con mucho cuidado, paseando las puntas de sus dedos por mis sienes, mis pómulos y la línea de la mandíbula. Como si yo fuera algo que pudiera romperse con facilidad. Lo cual era exactamente el caso, al menos en comparación con él.