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El rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.

– Lo siento tanto, Bella -se disculpó entre lágrimas antes de seguir a los demás hasta el patio.

– Deja que me acerque, Edward -murmuró Carlisle.

Transcurrió un segundo antes de que Edward asintiera lentamente y relajara la postura.

Carlisle se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi rostro aún mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un poco.

– Toma, Carlisle -dijo Alice mientras le tendía una toalla.

Él sacudió la cabeza.

– Hay demasiados cristales dentro de la herida.

Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El olor de la sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.

– Bella -me dijo Carlisle con un hilo de voz-, ¿quieres que te lleve al hospital, o te curo aquí mismo?

– Aquí, por favor -susurré. No habría forma de evitar que Charlie se enterara si me llevaba al hospital.

– Te traeré el maletín -se ofreció Alice.

– Vamos a llevarla a la mesa de la cocina -le sugirió Carlisle a Edward.

Edward me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me preguntó:

– ¿Cómo te encuentras, Bella?

– Estoy bien -mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.

El rostro de Edward parecía tallado en piedra.

Alice ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la pared. Edward me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso a trabajar sin hacer pausa alguna.

Edward permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin respirar.

– Sal, Edward -suspiré.

– Puedo soportarlo -insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían con la intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la de los demás.

– No tienes por qué comportarte como un héroe. Carlisle puede curarme sin tu ayuda. Sal a tomar un poco el aire.

Hice un gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.

– Me quedaré -decidió él.

– ¿Por qué eres tan masoquista? -mascullé.

Carlisle decidió interceder.

– Edward, quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a ningún otro que no seas tú en estos momentos.

– Sí -añadí con impaciencia-. Ve a buscar a Jasper.

– De ese modo, harías algo útil -apostilló Alice.

Edward entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra él, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me corté el dedo.

Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.

Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Alice se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió por la puerta de la cocina.

– Bien, ya no queda nadie -suspiré-. Está claro que soy capaz de desalojar una habitación.

– No es culpa tuya -me consoló Carlisle sonriendo entre dientes-. Podría pasarle a cualquiera.

– Podría -repetí-, pero casualmente sólo me pasa a mí.

Él volvió a reírse.

Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al caer una tras otra sobre la mesa.

– ¿Cómo puedes hacer esto? -le pregunté-. Incluso Alice y Esme… -mi voz se extinguió y sacudí la cabeza maravillada.

Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el olor de mi sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.

– Son años y años de práctica -me explicó-, ya casi no noto el olor.

– ¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?

– Quizás -se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme-. Aunque… nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones -me dirigió una brillante sonrisa-. Me gusta demasiado mi trabajo.

Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era, pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en mi propósito de no vomitar.

– ¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? -le pregunté en voz alta. No comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.

Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:

– Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades… especiales me permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido del olfato.

Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.

Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no imaginar la aguja y el hilo.

– Intentas compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es culpa tuya -sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en los bordes de la herida-. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a ti mismo.

– No creo que intente compensar a nadie -me contradijo con dulzura-. Como todo el mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.

– Haces que suene demasiado fácil.

Examinó de nuevo mi brazo.

– Muy bien -dijo mientras cortaba el hilo-. Terminado.

Sacó un gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.

– Sin embargo, al principio -insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa para proteger la herida y la pegaba a la piel-, ¿cómo se te ocurrió probar un camino diferente al habitual?

Una sonrisa enigmática curvó sus labios.

– ¿No te ha contado la historia Edward?

– Sí, pero pretendo comprender cómo se te ocurrió…

Su rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura cuando -me negaba a formular la frase como si fuera una condicional- me tocara a mí.