Monk se quedó detrás y, cuando todos abandonaron sus puestos para acompañar al ataúd hasta la sepultura de la familia, también él fue tras el cortejo todo lo cerca que se atrevió a seguirlo.
Durante el entierro Monk permaneció atrás, cerca de un hombre alto y calvo, con unos escasos mechones agitados por el cortante viento de noviembre.
Justo ante él estaba Beatrice Moidore, ahora al lado de su marido.
– ¿Has visto al policía? -le preguntó en voz muy baja-. Está detrás de los Lewis.
– Claro que lo he visto -replicó él-. Menos mal que por lo menos es discreto y parece uno más del cortejo fúnebre.
– Lleva un traje muy bien cortado -comentó la señora con un deje de sorpresa en la voz-. Deben de cobrar más de lo que yo suponía. Casi parece un señor.
– Eso no es cierto -respondió Basil con presteza-. No digas tonterías, Beatrice.
– Tiene que volver a casa, ¿sabes? -insistió ella, ignorando la crítica.
– Naturalmente que tiene que volver -dijo su marido hablando entre dientes-. Volverá cada día hasta que se canse… o hasta que descubra al culpable.
– ¿Por qué has dicho «hasta que se canse» primero? -preguntó-. ¿No crees que lo descubra?
– No tengo ni idea.
– ¿Basil?
– ¿Qué?
– ¿Qué haremos si no lo descubre?
Basil respondió con voz resignada.
– Nada, no podemos hacer nada.
– No creo que pueda pasar el resto de mi vida sin saberlo.
Levantó los hombros un momento.
– Pues no tendrás más remedio, cariño, porque no habrá otra alternativa. Hay muchos casos que quedan sin resolver. Tendremos que recordarla tal como era, llorarla y proseguir nuestras vidas.
– ¿Te haces el sordo aposta conmigo, Basil? -la voz le tembló únicamente al pronunciar la última palabra.
– He oído todo lo que me has dicho, Beatrice, palabra por palabra… y te he contestado a todo -dijo su marido con impaciencia. Los dos tenían la vista al frente, como si toda su atención estuviera centrada en el entierro. Delante de ellos Fenella descargaba todo su peso en Septimus. Él la sostenía de manera automática, pero era evidente que tenía sus pensamientos en otro sitio. Por su aspecto de tristeza, no ya sólo en su rostro sino en toda la postura de su cuerpo, era evidente que Septimus pensaba en Octavia.
– No fue un intruso -prosiguió Beatrice con indignación pero con serenidad-. Pasarán los días y veremos las caras a nuestro alrededor, escucharemos las inflexiones de las voces y captaremos dobles sentidos en todo lo que digan y después nos preguntaremos si es éste, o aquél, si sabe quién fue, o si no.
– Te estás poniendo histérica -le soltó Basil con voz dura pese a decirlo en voz muy baja-. Si ha de contribuir a que te sosiegues, despediré a todos los criados y contrataremos a otros nuevos. ¡Y ahora te ruego, por lo que más quieras, que estés un poco más atenta a la ceremonia!
– ¿Despedir a los criados? -Las palabras se le ahogaron en la garganta-. ¡Oh, Basil! ¿De qué serviría?
Basil permaneció inmóvil, el cuerpo rígido debajo de la negra prenda de velarte, los hombros muy erguidos.
– ¿Piensas que habrá sido alguien de la familia? -dijo Basil finalmente con una voz de la que había desaparecido toda inflexión.
Su esposa levantó un poco más la cabeza.
– ¿Tú no?
– ¿Sabes algo, Beatrice?
– Sé lo que sabemos todos… y lo que me dice el sentido común. -Volvió inconscientemente la cabeza hacia Myles Kellard, que estaba en el extremo más alejado de la cripta.
Araminta, a su lado, miraba fijamente a su madre. Era imposible que hubiera oído lo que habían hablado sus padres, pero tenía las manos tensas delante del cuerpo, que tiraban de un pañuelo hasta desgarrarlo. El entierro había terminado. El vicario entonó el último amén y toda la comitiva se puso en marcha: Cyprian con su esposa, Araminta al lado de su marido pero separada de él, Septimus con el cuerpo firme como el de un militar junto a Fenella, que se tambaleaba ligeramente y, en último lugar, sir Basil y lady Moidore, uno al lado del otro.
Monk los vio partir con un sentimiento de amargura y rabia, y también con la sensación de encontrarse en medio de una oscuridad que parecía espesarse por momentos.
Capítulo 4
– ¿Quiere que siga buscando las joyas? -preguntó Evan con una expresión de duda. Era evidente que estaba convencido de que esa búsqueda no tenía objeto.
Monk pensaba lo mismo. Era más que probable que las hubieran tirado o incluso destruido. El móvil del asesinato de Octavia Haslett no había sido el robo. De eso estaba más que seguro. Ni siquiera abrigaba la sospecha de que un criado codicioso pudiera haberse introducido en la habitación con el mero objeto de robar. Habría tenido que ser francamente estúpido para perpetrar un robo justo cuando Octavia estaba en su habitación, teniendo en cuenta que disponía de todo el día para hacerlo sin que nadie lo molestara.
– No -dijo Monk con decisión-, mejor que aproveche el tiempo interrogando a los criados. -Al sonreírle abiertamente Evan volvió a responderle con una especie de mueca. Ya había estado dos veces en casa de los Moidore para recibir cada vez las mismas respuestas breves y nerviosas. Pero no porque tuviesen miedo había que considerarlos culpables. Si la mayoría de los criados temía por su buen nombre solamente porque la policía los interrogaba, ya no digamos si se sospechaba que sabían algo sobre el asesinato-. Alguien de la casa la mató -añadió Monk.
Evan enarcó las cejas.
– ¿Un criado? -No había sorpresa en su voz, pero sí una sombra de duda, más patente debido a la inocencia de su mirada.
– Sería mucho más cómodo -replicó Monk-. Las autoridades del país nos verían con mejores ojos si detuviéramos a una persona de los bajos de la casa, pero es un regalo que por lógica no vamos a hacerles. No, la esperanza que yo abrigaba era que, hablando con los criados, pudiésemos averiguar algo sobre la familia. Los criados ven muchas cosas y, aunque es costumbre advertirles que no vayan divulgándolas por ahí, a veces lo hacen, especialmente si ven sus vidas en peligro. -Se encontraban en el despacho de Monk, más pequeño y además más oscuro que el de Runcorn, pese incluso a aquella mañana luminosa y espléndida de finales de otoño. La sencilla mesa de madera estaba cubierta de papeles y la vieja alfombra, desgastada por el uso, había marcado un camino que iba desde la puerta al sillón-. Ya ha hablado con la mayoría -prosiguió-. ¿No ha averiguado nada hasta ahora?
– Se trata de criados corrientes -dijo Evan lentamente-. Las camareras son jóvenes en su mayoría, aparentemente alocadas y dadas a las risas y a bromas triviales. -A través de la ventana cubierta de polvo se filtró un rayo de luz que acentuó los finos rasgos de su rostro-. Y en cambio tienen que ganarse el sustento trabajando en un mundo rígido, obligadas por la obediencia a estar sometidas a unas personas que les tienen muy poca consideración personal. Conocen una realidad más dura que la mía. Algunas son casi unas niñas. -Levantó los ojos hacia Monk-. Si tuviera un año o dos más, podría ser su padre. -Aquella idea pareció alarmarlo y torció el gesto-. Hay una que sólo tiene doce años. Todavía no he descubierto si saben algo que pueda sernos de utilidad, pero no creo que ninguna de ellas tenga nada que ver.
– ¿Se refiere a todas las camareras en general? -dijo Monk tratando de puntualizar.
– Sí, las mayores…, en cualquier caso -Evan no parecía seguro-. Aunque tampoco veo por qué.
– ¿Y los hombres?
– El mayordomo no creo. -Evan sonrió con una ligera mueca-. El tipo es un palo seco, muy ceremonioso, muy militar. Si alguien ha despertado alguna pasión en su vida, creo que debió ser hace tanto tiempo que ya no conserva el más mínimo recuerdo. Y además, ¿cómo podría ser que un mayordomo tan respetable como éste matase a la hija de su señora en su dormitorio? ¿A santo de qué iba a meterse en su habitación a altas horas de la noche?