Le sorprendió ver lo rápidamente que se iluminaba la expresión de Basil y cómo asomaba a sus labios algo muy parecido a una sonrisa. -Quizá sí -admitió, captando la idea-. Sí, las mujeres acostumbran a descubrir este tipo de cosas. Advierten detalles que a nosotros, los hombres, nos pasan por alto. Las historias románticas y las intrigas que llevan aparejadas tienen mucho más peso en sus vidas que en las nuestras. Podría ser, en efecto.
Monk procuró aparentar toda la ingenuidad que pudo.
– ¿Qué cree que pudo haber descubierto en su salida de aquella tarde que la afectara tan profundamente como para hablarle del asunto al señor Thirsk? -le preguntó-. ¿Había, quizás, algún sirviente determinado por el que ella sintiera una consideración especial?
Basil quedó confundido un momento. Se esforzaba en encontrar una respuesta que cubriera todos los hechos que conocían.
– Supongo que por su doncella. Es normal. No sé de nadie más -dijo no sin cierta cautela-. Además, parece que no dijo a nadie dónde iba.
– ¿Qué día libran los criados? -prosiguió Monk-. Me refiero al día que se ausentan de casa.
– Tienen medio día libre cada dos semanas -replicó Basil inmediatamente-. Es la costumbre.
– No es mucho para dedicarlo a aventuras románticas -observó Monk-. Parece más probable que, fuera cual fuese esa relación, tuviera lugar en Queen Anne Street.
La mirada de los negros ojos de sir Basil se endureció e intentó con aire irritado domeñar los faldones de la levita, que el viento continuaba haciendo aletear.
– Si lo que quiere decirme es que en mi casa tenía lugar alguna relación grave de la que no tenía noticia, de la que sigo sin tener noticia, inspector, lo ha conseguido. Ahora bien, si puede ser lo bastante eficiente en el trabajo por el cual le pagan y descubre de qué se trata, le quedaremos todos muy agradecidos. Y si no tiene nada más que decir, le deseo que pase un buen día.
Monk sonrió. Le había alarmado, y ésa era precisamente su intención. Ahora Basil volvería a casa y acribillaría a todo el mundo con preguntas oportunas e inoportunas.
– Buenos días, sir Basil -dijo Monk llevándose la mano al sombrero, dando media vuelta y dirigiéndose hacia Horse Guards Parade con lo que Basil se quedó con un palmo de narices en medio del césped y con una cara a la vez indignada y resuelta.
Monk intentó entrevistarse con Myles Kellard en el banco comercial donde trabajaba, pero le dijeron que ya había salido. Por otra parte, tampoco tenía ganas de ver a ningún sirviente de Queen Anne Street, ya que veía probable que la conversación fuese interrumpida por sir Basil o Cyprian.
En lugar de ello se dedicó a interrogar someramente al portero del club al que pertenecía Cyprian, a quien apenas pudo sacar nada, excepto que el señor hacía visitas frecuentes al lugar en cuestión y que, efectivamente, de cuando en cuando los caballeros se entretenían jugando a las cartas o apostando a los caballos. No tenía ni idea de las cantidades que estaban en juego, era un asunto que no le incumbía. Los caballeros, como es normal, hacían siempre honor a sus deudas de juego, ya que de lo contrario habrían pasado automáticamente a la lista negra, no sólo en aquel club sino en cualquiera de la ciudad. No conocía al señor Septimus Thirsk, era la primera vez que oía aquel nombre.
Monk se reunió con Evan en la comisaría y compararon sus respectivos resultados fruto de un día de trabajo. Evan estaba cansado y, aunque ya esperaba enterarse de muy poco, le decepcionaba que hubiera sido así, puesto que siempre subsistía en él una burbuja de esperanza que aspiraba a conseguir las mejores posibilidades. -De aventuras amorosas nada -dijo con desaliento en el despacho de Monk, sentado en la amplia repisa del alféizar de la ventana-. Una de las lavanderas, Lizzie, cree que el limpiabotas estaba colado por Dinah, la camarera del comedor y el salón, una chica alta y rubia con un cutis como la leche y una cintura que se podría rodear con las manos. -Abrió mucho los ojos al volverla a ver en su imaginación-. Pero gusta tanto que ya se da unos aires… No merece comentario. Los dos lacayos y los dos mozos de cuadra están prendados de ella. Y debo admitir que a mí también me ha impresionado. -Sonrió como quitando importancia a la observación-. Pero ya le digo, a Dinah todo eso la trae sin cuidado. Dicen que la chica pica más alto.
– ¿Ah, sí? -preguntó Monk con expresión burlona-. ¿O sea que se ha pasado todo el día en los bajos de la casa para enterarse de estas minucias? ¿De la familia nada?
– De momento, no -se disculpó Evan-, pero no pierdo las esperanzas. La otra lavandera, Rose, es un bombón, bajita, morena y con unos ojos del color del aciano… y además tiene una mímica muy graciosa. Parece que siente una gran antipatía por el lacayo Percival, y me da en la nariz que es porque en otro tiempo hubo algo entre los dos…
– ¡Evan!
Evan abrió mucho los ojos y lo miró con aire de inocencia.
– Me baso en las observaciones de la doncella de arriba, Maggie, y de la doncella de las señoras, Mary, que tiene un gran respeto por las aventuras amorosas de los demás, y que las hace circular siempre que puede. En cuanto a la otra doncella de arriba, Annie, tiene una gran antipatía por Percival, aunque no ha querido explicar por qué.
– Pues me parece todo muy ilustrativo -admitió Monk en tono sarcástico-. Cualquier jurado firmaría una condena instantánea basándose en estos datos.
– No se lo tome tan a la ligera, señor Monk -dijo Evan muy serio, abandonando el alféizar de la ventana-. Muchachas como ésas, al no tener otra cosa en que ocupar los pensamientos, a veces son muy observadoras. Pueden decir superficialidades, pero si uno las estudia con detenimiento por detrás de las risitas se esconden datos interesantes.
– Supongo que sí -concluyó Monk con aire dubitativo-, pero necesitamos bastantes más informaciones para contentar a Runcorn y a la ley.
Evan se encogió de hombros.
– Volveré mañana, pero ya no sé qué preguntarles.
Monk buscó a Septimus el día siguiente a la hora de comer en la taberna que frecuentaba regularmente. Era un local pequeño y simpático, situado en las proximidades del Strand, conocido porque era visitado por actores y estudiantes de derecho. Estaba lleno de jóvenes que departían animadamente y con muchas gesticulaciones, agitando mucho los brazos y señalando con el dedo a un público imaginario, aunque no se habría podido decir si era el de un teatro o el de una sala de justicia. Olía a serrín y a cerveza y, a esta hora del día, a un grato aroma de verduras, a salsa de carne y a rica repostería.
No hacía más que unos minutos que se encontraba en el establecimiento delante de un vaso de sidra cuando de pronto descubrió a Septimus, sentado en una butaca tapizada de cuero, instalado en un rincón y ocupado bebiendo. Monk se le acercó y se sentó frente a él.
– Buenos días, inspector -dijo Septimus dejando la jarra sobre la mesa.
Monk tardó un momento en descubrir cómo había podido verlo, ya que cuando se había sentado Septimus seguía bebiendo. Entonces se dio cuenta de que el fondo de la jarra era de vidrio, antigua costumbre destinada a evitar que los bebedores fueran cogidos por sorpresa en los tiempos en que los hombres iban armados con espadas y en las tabernas no eran raros los altercados.
– Buenos días, señor Thirsk -replicó Monk, admirando al mismo tiempo la jarra en que bebía, con su nombre grabado en ella.
– No puedo darle más información -dijo Septimus con una triste sonrisa-. Si supiera quién mató a Octavia o si tuviera la más leve idea del motivo, ya habría ido a verle y le habría evitado tener que molestarse siguiéndome hasta aquí.
Monk tomó un sorbo de sidra.
– Si he venido es porque he pensado que aquí no nos interrumpirían tan fácilmente como en Queen Anne Street.
Los ojos de Septimus, de un azul desleído, se iluminaron un momento con un rasgo de humor.
– Se refiere a que aquí Basil no me puede recordar cuáles son mis obligaciones y mi deber de comportarme con discreción y como un caballero, pese a que carezco de los medios para serlo, excepto en determinadas ocasiones, por su obra y gracia.