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– ¿Usted no encuentra soporíferas a las mujeres religiosas, señor Monk? -dijo la mujer abriendo mucho los ojos-. Respóndame con franqueza.

– ¿Hay mujeres religiosas en su familia, señora Sandeman? -le preguntó con mayor frialdad que la que se proponía emplear, aunque si ella se dio cuenta no lo demostró.

– ¡Está llena! -suspiró-. Tan molestas como las pulgas. Mi madre, que Dios la tenga en su santa gloria, era una mujer religiosa. Mi cuñada es otra, quiera el cielo guardarme de ella… ya que vivo en su casa. ¡No sabe lo difícil que resulta preservar la intimidad en un ambiente así! Las beatas son muy fisgonas en lo tocante a la vida de los demás… debe de ser porque no tienen vida propia. -Volvió a soltar una carcajada, esta vez sonora y con gorgoritos.

Monk empezó a darse cuenta de que la mujer le encontraba atractivo, por lo que se sintió extremadamente incómodo.

– Y Araminta todavía es peor, la pobre -prosiguió, caminando con más brío y haciendo balancear el látigo. El caballo caminaba pegado obedientemente a sus talones, mientras las riendas colgaban flácidas del brazo de la mujer-. Supongo que se ve obligada, por culpa de Myles. Ya le he dicho que este hombre es despreciable. Se lo he dicho, ¿verdad? Octavia, en cambio, era un encanto. -Miró recto a lo largo del Row en dirección a un grupo de personajes muy elegantes que se acercaban en dirección opuesta-. Octavia bebía, ¿sabe usted? -le echó una ojeada y seguidamente volvió a mirar hacia delante-. ¡Tantas tonterías como contaban sobre su mala salud y sus dolores de cabeza! O estaba borracha… o tenía resaca. Sacaba la bebida de la cocina. -Se encogió de hombros-. Yo diría que se la proporcionaba uno de los criados. Todos la querían porque era muy generosa. Si quiere saber mi opinión, se aprovechaban de ella. Trataba a los criados mejor de lo que se merecían y ellos olvidaban cuál era su sitio y se tomaban libertades.

De pronto se volvió y clavó en él sus ojos, unos ojos exageradamente abiertos.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan terrible! ¿Cree usted que fue esto lo que pasó? -Se tapó la boca con su mano pequeña y elegantemente enguantada-. ¿Cree que algún criado se tomó familiaridades excesivas con ella? El hombre se hizo una idea equivocada… o quizás… ¡oh, Dios mío!… la idea justa -dijo casi sin aliento-. Después ella se defendió… y él, arrastrado por la pasión, la mató. ¿Qué cosa tan espantosa! ¡Qué escándalo! -Tragó saliva-. ¡Oh! Esto Basil no lo va a digerir en la vida. ¡Imagínese qué dirán sus amigos!

Monk estaba que no podía más, no por la idea, pedestre en sí, sino por ver cómo aquella mujer se excitaba a medida que iba dándole vueltas al asunto. A duras penas consiguió dominarse y, sin darse cuenta, se paró para mirarla a más distancia.

– ¿Cree que fue esto lo que pasó, señora?

La mujer no percibió en su tono de voz nada que apagara su excitación.

– ¡Oh, es muy posible! -prosiguió, representándose el cuadro para su uso particular, apartándose y echando nuevamente a andar-. Yo sé cuál es el hombre indicado para hacer una cosa así: Percival, uno de los lacayos. Un hombre muy guapo… aunque todos los lacayos lo son, ¿no encuentra? -Lo miró de soslayo y alejó nuevamente la vista-. No, quizás usted no lo ha observado, no habrá tenido muchas ocasiones de comprobarlo, no debe tropezarse con muchos lacayos en su trabajo. -Volvió a echarse a reír, siempre sin mirarlo-. Percival es un hombre con una cara demasiado inteligente para ser el típico buen criado. Es ambicioso y, además, tiene una boca maravillosamente cruel. Un hombre con una boca así es capaz de cualquier cosa. -Se estremeció y todo su cuerpo se retorció como si pretendiera librarse de una molestia… o como si notara una sensación deliciosa en la piel, lo que hizo que Monk se preguntara si aquella mujer no habría alentado a algún joven lacayo a anudar alguna relación por encima y fuera de su situación. Era una idea que le resultaba particularmente repelente al observar su rostro de cutis inmaculado… y artificioso. Ahora que la tenía cerca y la observaba a plena luz veía claramente que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta y sabía que Percival no tenía más de treinta.

– ¿Tiene algún fundamento para hacer esta afirmación, señora Sandeman, aparte de lo que haya podido observar en la cara del joven? -le preguntó Monk.

– ¡Oh… ya veo que se ha enfadado! -Volvió hacia él su mirada límpida-. Veo que he ofendido su sentido del decoro. También usted debe de ser un hombre religioso, ¿verdad, inspector?

¿Lo era? Monk ni siquiera lo sabía. Lo que sí sabía, en cambio, es que tenía reacciones instintivas: los rostros suaves y vulnerables, como el de Imogen Latterly, le suscitaban emociones; los rostros apasionados e inteligentes, como el de Hester, le gustaban e irritaban a un tiempo; los de expresión depredadora y calculadora, como el de Fenella Sandeman, le repelían y desagradaban. De todos modos, no recordaba haber mantenido una verdadera relación con ninguna mujer. ¿Tan engreído y frío era, tan egoísta e incapaz de comprometerse, aunque sólo fuera durante un breve espacio de tiempo?

– No, señora Sandeman, lo que me ofende es que un lacayo pueda tomarse libertades con la hija de la dueña de la casa y que después le quite la vida a golpe de cuchillo -le soltó a bocajarro-. ¿A usted no?

Pese a aquellas palabras, la mujer no se molestó. La desidia que demostraba hería a Monk más profundamente que cualquier insulto, por sutil que fuera, o que el mero distanciamiento.

– ¡Oh, cuánta sordidez! ¡Claro que me ofende! Usted emplea un lenguaje francamente molesto, inspector. No es persona para invitar al salón de casa. ¡Qué lástima! En usted hay… -le dijo con una mirada francamente apreciativa, lo que sacó de sus casillas a Monk- hay como una sensación de riesgo. -Lo observaba con un brillo en los ojos, como incitándolo a la iniciativa. Monk entendió el eufemismo y se paró para decir:

– La mayoría de las personas considera que la policía mete las narices donde no debería, señora, pero yo ya estoy acostumbrado. Gracias por el rato que me ha dedicado, me ha sido de mucha utilidad.

Hizo una ligerísima inclinación y giró sobre sus talones, dejándola junto al caballo, látigo en mano y con las riendas descansando en el brazo. No había llegado al final de la zona de césped cuando, al volverse, Monk vio que la mujer estaba hablando con un caballero de mediana edad que acababa de desmontar de un gran caballo gris y que la piropeaba de forma desvergonzada.

Aunque a Monk le parecía que aquella teoría del lacayo enamorado no sólo era descabellada sino además improbable, tampoco podía descartarla del todo. Estaba posponiendo demasiado el interrogatorio de los criados. Paró un cabriolé en Knightsbridge Road y dio al cochero las señas de Queen Anne Street, donde se apeó y, después de pagar el trayecto, bajó la escalera que accedía a los bajos de la casa por la puerta trasera.

En la cocina reinaba un agradable calorcito y en ella había una gran actividad, olía a carne asada, a masa para pasteles y a manzanas frescas. Sobre la mesa había espirales de mondaduras y la señora Boden, la cocinera, estaba hasta los codos de harina. Tenía la cara roja por el esfuerzo y el calor, pero la expresión de su rostro era agradable y era una mujer que todavía estaba de buen ver, aunque ya empezaban a marcársele las venas en la piel y cada vez que sonreía dejaba ver unos dientes descoloridos que ya no le durarían mucho tiempo.

– Si busca al señor Evan, está en la sala del ama de llaves -anunció a Monk a modo de saludo- y si lo que busca es una taza de té llega demasiado pronto. Vuelva dentro de media hora. Y quítese de delante porque ahora tengo que pensar en la cena. Aunque estén de luto, comen lo mismo… y nosotros igual.

Aquel «nosotros» se refería a los criados. Monk advirtió la distinción inmediatamente.

– Sí, señora, y gracias, pero yo querría hablar con los lacayos, a ser posible en privado.