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– Pero entonces usted tendrá que mudarse a otra casa -dijo Monk a bocajarro.

– ¡Ah! -dijo Myles poniendo cara larga-. ¡Qué descortesía recordármelo, inspector! Sí, no tendremos más remedio. Pero el viejo Basil tiene salud para dar y vender y va a durar otros veinte años. De todos modos, a quien mataron fue a la pobre Octavia, o sea que estas consideraciones no nos llevan a ninguna parte.

– ¿Estaba enterada la señora Haslett de las deudas de su hermano?

Myles enarcó las cejas, lo que confirió un extraño aspecto a su cara.

– No creo, pero cabe dentro de lo posible. Lo que ella sí sabía era que su hermano estaba interesado en las ideas filosóficas del espantoso señor Owen y sus conceptos de disolución de la familia -sonrió con humor retorcido-. No habrá leído usted a Owen supongo, ¿verdad, inspector? Es sumamente radical… considera que el sistema patriarcal de la familia tiene la culpa de muchas ambiciones, opresiones y abusos, opinión que Basil está bastante lejos de compartir.

– Me hago cargo -admitió Monk-. ¿Son del dominio público las deudas de Cyprian?

– ¡Qué va!

– Pero a usted le ha confiado el secreto.

Myles se encogió de hombros un momento.

– No… la verdad es que no, pero ocurre que yo soy banquero, inspector, y me entero de cosas que no son del dominio público -le subieron los colores a la cara-. Se lo digo porque usted está investigando un asesinato de mi familia, pero ésta no es razón para que haya que hablar públicamente del asunto. Espero que lo entienda.

Había violado un secreto, de lo que Monk se apercibió inmediatamente. Recordó lo que había dicho Fenella acerca de él y la mirada pícara de sus ojos al pronunciar las palabras.

Myles se apresuró a añadir:

– Yo diría que todo obedece a una estúpida disputa con un criado y a que éste perdió los estribos. -Miró abiertamente a Monk-. Octavia era viuda y joven. Ella no se alimentaba de folletines escandalosos como tía Fenella. Yo diría que seguramente alguno de los lacayos le manifestó su admiración y que ella no supo ponerlo en su sitio con la energía suficiente.

– ¿Cree en serio que fue esto lo que ocurrió, señor Kellard? -dijo Monk escrutándole la cara y observando sus ojos castaños bajo las rubias cejas, su nariz larga y ligeramente ganchuda y aquella boca que tan fácilmente podía reflejar imaginación como relajarse, según el humor del momento.

– Por lo menos es más probable esto que pensar que Cyprian, al que Octavia quería mucho, la matase porque ella lo hubiera amenazado con contar lo de las deudas a su padre, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que lo apreciaba… o que la matara Fenella porque Octavia quisiera informar a Basil acerca de sus acompañantes, que dejan bastante que desear.

– Deduzco que la señora Haslett seguía echando de menos a su marido -dijo Monk lentamente, con la esperanza de que Myles sabría leer la insinuación menos comprometida que se escondía detrás de sus palabras.

Myles se echó a reír con ganas.

– ¡Oh, Dios, no! ¡Qué mojigato es usted! -Se recostó en su asiento-. Octavia llevó luto por la muerte de Haslett… pero era una mujer. Ella habría seguido llorándolo. No cabía esperar otra cosa. Pero al fin y al cabo era una mujer como todas y yo diría que Percival lo sabía. Y también sabía cómo tomarse algunas protestas o resistencias, unas sonrisas acompañadas de miradas con las pestañas entrecerradas y unas ojeadas discretas.

Monk notó una fuerte tensión en los músculos del cuello y del cráneo, pero procuró que su voz no trasluciera emoción.

– Lo que, suponiendo que esté usted en lo cierto, era bastante. Cuando ella decía una cosa era porque estaba convencida de ello.

– ¡Oh!… -exclamó Myles con un suspiro y encogiéndose de hombros-. Yo diría que cambió de actitud cuando recordó que era un lacayo, pero entonces él ya había perdido la cabeza.

– ¿Se basa usted en algún dato para afirmarlo, señor Kellard, o habla solamente por intuición?

– Por observación -dijo Myles algo irritado-. Percival es un hombre que gusta a las mujeres, ya había tenido algunos escarceos con una o dos camareras. No cabía esperar otra cosa, ¿sabe usted? -A través de su rostro aleteó un sentimiento de oscura satisfacción-. Es imposible que varias personas convivan en una misma casa sin que de vez en cuando surja algún lance inesperado. Este hombre es ambicioso. Estudie el asunto, inspector, pero ahora, si me disculpa, no tengo más que decirle salvo que utilice su sentido común y el conocimiento de que disponga sobre las mujeres. Buenos días, inspector.

Monk volvió a Queen Anne Street con una sensación de oscuridad en su interior. La entrevista con Myles Kellard habría debido alentarlo, ya que le había proporcionado un motivo aceptable para que uno de los criados matara a Octavia Haslett y era indudable que ésta era la solución menos desagradable. Runcorn estaría encantado, sir Basil quedaría satisfecho, Monk detendría al lacayo y cantaría victoria, la prensa lo alabaría por haber encontrado la solución de forma rápida y acertada y, aunque esto no gustaría demasiado a Runcorn, sentiría un inmenso alivio al ver desaparecer el peligro de escándalo y comprobar que un caso importante quedaba cerrado de forma satisfactoria.

Pero la entrevista con Myles le había dejado una sensación deprimente. Myles despreciaba tanto a Octavia como al lacayo Percival. Sus insinuaciones nacían de una especie de malevolencia. En él no había ningún tipo de afabilidad.

Monk se subió un poco más el cuello del abrigo para resguardarse de la lluvia helada que caía en la acera, al tiempo que enfilaba Leadenhall Street y subía la cuesta de Cornhill. ¿No sería él una especie de Myles Kellard? En viejos expedientes que él había formulado y que había tenido ocasión de revisar había visto pocos signos de compasión. Sus juicios eran certeros. ¿Eran cínicos, además? Le aterraba pensarlo. De ser así, querría decir que era un hombre vacío. En los meses transcurridos desde el día que despertara en el hospital no había encontrado a nadie que se interesara profundamente por él, nadie que sintiera amor o gratitud por él, salvo su hermana, Beth, y su cariño era más fruto de la fidelidad y del recuerdo que del conocimiento. ¿No existía nadie más para él? ¿Ninguna mujer? ¿Dónde estaban sus amistades, deudas contraídas, dependencias, confianzas y recuerdos?

Hizo una seña a un cabriolé e indicó al cochero que volviera a conducirlo a Queen Anne Street, después se sentó e intentó dejar de pensar en él y centrarse en el lacayo Percival… y en la posibilidad de que se hubiera producido un escarceo físico estúpido que pudiera haber escapado a su control y terminado en violencia.

Volvió a entrar por la puerta de la cocina y preguntó por Percival. Esta vez se reunió con él en la salita del ama de llaves. Ahora el lacayo estaba pálido, como si tuviera la sensación de que la red se cerraba a su alrededor, fríamente, cada vez más apretada. Estaba muy erguido pero se notaba que se le estremecían los músculos debajo de la librea, tenía las manos enlazadas delante del cuerpo y el sudor brillaba en su frente y en sus labios. Miró a Monk fijamente, aguardando el ataque para defenderse de él.

Así que Monk le dirigió la palabra supo que no encontraría la manera de formular una pregunta que fuera sutil. Percival ya había adivinado el hilo de sus pensamientos y se había adelantado a ellos.

– Hay muchas cosas que no sabe de esta casa -dijo con voz áspera y nerviosa-. ¿Por qué no pregunta al señor Kellard qué relación tenía con la señora Haslett?

– ¿Qué relación era, Percival? -le preguntó Monk con voz tranquila-. Por lo que he oído decir, no parece que estuvieran en muy buenos términos.

– Aparentemente no -dijo Percival con una ligera burla en los labios-. A ella nunca le gustó demasiado, pero él la deseaba…