– Si tenemos cuatro o cinco quiere decir que sobran tres o cuatro ¿no? A menos que pudiera demostrarse que hubo una conspiración -dijo Monk en tono sarcástico. Runcorn descargó un puñetazo sobre la mesa.
– ¡No sea usted impertinente, maldita sea! No porque tenga la lengua larga va a librarse del asunto. ¿Quiénes son los sospechosos? Uno es el lacayo ese, cómo se llama… Percival creo. ¿Quién más? Que yo sepa, aquí se acaba la historia. ¿Por qué no lo soluciona de una vez, Monk? Está empezando a parecerme un incompetente. Usted era antes nuestro mejor detective, pero no hay duda de que últimamente ha perdido los papeles. ¿Quiere decirme por qué no detiene de una vez a ese maldito lacayo?
– Porque no tengo ninguna prueba que demuestre que haya hecho nada -respondió Monk, tajante.
– Pero ¿quién más puede ser? Procure esforzarse un poco. Usted era el policía más inteligente, el más racional que teníamos. -Sus labios se curvaron-. Antes del accidente sus planteamientos eran más lógicos que el álgebra, e igual de aburridos. Pero esto aparte, sabía qué se llevaba entre manos. En cambio ahora ya estoy empezando a dudarlo.
Monk consiguió a duras penas refrenar su indignación.
– Si pensamos en Percival también tendremos que pensar en una de las lavanderas -dijo Monk con voz hosca…
– ¿Cómo? -Runcorn se quedó boquiabierto, su sorpresa rayaba en la burla-. ¿Una de las lavanderas? ¡No sea absurdo, hombre! ¿Por qué iba a matarla una lavandera? Si todo lo que sabe hacer es esto, mejor que encargue del asunto a otra persona. ¡Una lavandera! ¿Cómo quiere que una lavandera se levante de la cama en plena noche, vaya sigilosamente hasta el cuarto de su ama y la apuñale hasta matarla? Si hiciera una cosa así querría decir que está como una chota. ¿Está como una chota la lavandera, Monk? No me diga que no sabe identificar a un loco cuando lo tiene delante.
– No, la chica no está como una chota, pero es muy celosa -respondió Monk.
– ¿Celosa? ¿De su ama? ¡Qué cosa tan absurda! ¿Cómo va a compararse una lavandera con su señora? Esto necesita una explicación, Monk. Usted va recogiendo migajas y nada más.
– La lavandera está enamorada del lacayo, lo que no es particularmente difícil de entender -dijo Monk con una enorme pero envenenada paciencia-. El lacayo se da muchos aires de superioridad y se tiene creído que la señora estaba encaprichada con él, lo que tanto puede ser verdad como no. Lo cierto es que ha hecho creer a la lavandera que era así.
Runcorn frunció el ceño.
– ¿O sea que fue la lavandera? Entonces, ¿no puede detenerla?
– ¿Por qué?
Runcorn lo miró fijamente.
– De acuerdo, pero ¿y los demás sospechosos? Usted habló de cuatro o cinco, pero hasta ahora sólo me ha citado a dos.
– Myles Kellard, el marido de la otra hija…
– ¿Qué motivos habría tenido? -Runcorn ahora empezaba a preocuparse-. Usted no ha hecho ninguna acusación, ¿verdad? -Se le habían puesto sonrosadas las enjutas mejillas-. Se trata de una situación muy delicada. No podemos andar por ahí acusando a personas como sir Basil Moidore y a su familia. Por el amor de Dios, ¿ha perdido la cabeza?
Monk lo miró con desprecio.
– Esta es ni más ni menos la razón de que no acuse a nadie, señor Runcorn -le dijo fríamente-. Parece que Myles Kellard se sentía fuertemente atraído por su cuñada, de lo que estaba enterada su esposa…
– Pero no veo razón para matarla -protestó Runcorn-. Si él hubiera matado a su esposa, todavía tendría una justificación. ¡Por el amor del cielo, Monk, procure pensar con claridad!
Monk se abstuvo de hablarle de Martha Rivett y lo dejó para cuando hubiera localizado a la chica, en caso de que fuera posible, hubiera escuchado su versión de la historia y emitido algún juicio para saber a qué atenerse.
– Si insistió en cortejarla -dijo Monk prosiguiendo con su racha de paciencia- y ella se defendió, quizá se produjera una lucha en la que acabó apuñalada.
– ¿Con un cuchillo de cocina? -Runcorn enarcó las cejas-. ¿Lo guardaba, quizá, la señora en su habitación?
– No creo que los hechos obedecieran a un azar -dijo Monk devolviéndole la pelota con furia-. Si la señora tenía motivos para pensar que el hombre podía ir a verla a su habitación, probablemente se llevara el cuchillo a su cuarto con toda intención.
Runcorn refunfuñó.
– También pudo ser la señora Kellard -prosiguió Monk-. Tenía motivos sobrados para odiar a su hermana.
– ¡Pues vaya con la señora Haslett! -exclamó con gesto de desagrado-. Primero el lacayo y después el marido de su hermana.
– No existen pruebas de que alentara al lacayo -dijo Monk, malhumorado-. Y por supuesto tampoco a Kellard. No sé si usted considera inmoral que una mujer sea guapa, en cuyo caso sí podría creer que ella tenía la culpa en ambas situaciones.
– Usted siempre ha tenido unas ideas un poco extrañas acerca de lo que está bien y de lo que no lo está -dijo Runcorn. Parecía disgustado y confuso. Aquellos horribles titulares eran un presagio de la amenaza de la opinión pública. Las cartas del Home Office seguían, inmóviles y blancas, sobre su mesa. Eran educadas pero frías, y le advertían que sería muy mal visto que no encontrara la manera de poner fin pronto a aquel caso y, por supuesto, de manera satisfactoria.
– Mire, no se quede ahí parado -dijo a Monk-. Vaya por ahí y procure descubrir cuál de los sospechosos es el culpable. ¡Sólo tiene cinco y sabe que tiene que ser forzosamente uno de ellos! Es un asunto de eliminación. Para empezar, descarte de plano a la señora Kellard. Una pelea cae dentro de lo posible, pero ¿apuñalar a su hermana por la noche? Esto ya es sangre fría. No podía irse de rositas como quien no ha hecho nada.
– Ella no podía saber que Paddy el Chino estaba en la calle -apuntó Monk.
– ¿Cómo? Ah, bueno, tampoco lo sabía el lacayo. Yo en este asunto buscaría a un hombre, o quizás a la lavandera. Bueno, haga lo que le parezca, pero haga algo. No se quede aquí delante tapándome el fuego.
– Usted me mandó llamar.
– Sí, pero ahora le mando salir. Y cierre la puerta cuando haya salido, que en el pasillo hace frío.
Monk pasó los dos días y medio siguientes buscando en los asilos, recorriendo interminables trayectos en coche a través de estrechos callejones y a pie a lo largo de aceras mojadas de lluvia que brillaban a la luz de los faroles, entre el matraqueo producido por los carros y el griterío de las calles, el ruido de las ruedas de los carruajes y el repiqueteo de los cascos de los caballos en el empedrado. Empezó por la zona situada al este de Queen Anne Street, donde en Farringdon Road estaba el asilo de Clerkenwell, y depués fue a Gray's Inn Road, donde estaba el de Holborn. El segundo día se dirigió a la parte oeste y probó fortuna en el asilo de St. George, en Mount Street, y seguidamente en el de St. Marylebone, en Northumberland Street. La tercera mañana fue al asilo de Westminster, en Poland Street, y a la salida ya comenzó a sentirse descorazonado. Eran ambientes que lo deprimían más que ninguno de cuantos conocía. Experimentaba un miedo que sentía nacer en su interior a partir del nombre de la institución y, así que veía los muros planos y parduscos del edificio erguidos ante él, experimentaba una desazón que lo penetraba y un frío que no tenía nada que ver con el viento cortante de noviembre que soplaba y gemía a lo largo de la calle.