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Llamó a la puerta y, en cuanto la abrió un hombre delgado de cabellos oscuros y expresión lúgubre, Monk, para evitar confusiones respecto al motivo de su visita, se apresuró a decirle su nombre y su profesión. No dejaría ni por un instante que supusieran que buscaba cobijo o el mísero alivio que aquel tipo de edificios podían brindar y para cuya finalidad habían sido construidos y subsistían.

– Mejor que pase. Preguntaré al director si puede recibirlo -dijo el hombre sin el más mínimo interés-, pero si necesita ayuda, mejor que no se ande con mentiras -añadió después de un momento de reflexión.

Monk ya le iba a replicar cuando descubrió a uno de los «pobres externos» que sí la necesitaban y a los que las circunstancias los obligaban a buscar la caridad de aquellas sórdidas instituciones para sobrevivir a cambio de que los desposeyeran de la voluntad, la dignidad, la identidad e incluso la ropa y el aspecto personal, lugares donde los alimentaban a base de pan y patatas, donde separaban familias, hombres de mujeres e hijos de padres, donde los albergaban en dormitorios comunes, los vestían de uniforme y los hacían trabajar desde la madrugada hasta el anochecer. Quien acudiera a un sitio como aquél en demanda de ayuda tenía que estar muy desesperado, pero ¿quién puede dejar que su esposa o sus hijos perezcan de hambre?

Monk se dio cuenta de que la negativa que pugnaba por salir se le quedaba atravesada en la garganta. Lo único que conseguiría con ello sería humillar inútilmente al hombre. Se contentó, pues, con dar las gracias al portero y seguirlo obedientemente.

El director del asilo tardó casi un cuarto de hora en llevarlo a la pequeña cámara que daba al patio de trabajo, donde había varias hileras de hombres sentados en el suelo con martillos, cinceles y montones de piedras.

La cara de aquel hombre tenía un color desvaído, llevaba el cabello cortado a ras del cráneo y tenía unos ojos sorprendentemente negros y cercados por unos hoyos circulares, como si no durmiera nunca.

– ¿Ocurre algo, inspector? -le preguntó con voz cansada-. No vaya a figurarse que aquí albergamos a criminales. Tendría que ser una persona muy desesperada para recurrir a este asilo, un bergante realmente fracasado.

– Yo busco una mujer que parece que fue víctima de una violación -replicó Monk con un deje oscuro e indignado en la voz-. Me gustaría oír la versión de sus propios labios.

– ¿Es usted nuevo en el oficio? -dijo el director del asilo con aire dubitativo observándolo de arriba abajo, escrutando la madurez de su rostro, las ligeras arrugas de su piel, la nariz poderosa, la seguridad y la indignación-. No -respondió a su propia pregunta-, entonces, ¿de qué le va a servir verla? No irá a juzgar ni a condenar a nadie fundándose en las palabras de una indigente, ¡hasta aquí podríamos llegar!

– No, no, se trata simplemente de corroborar unos hechos.

– ¿Qué?

– Simplemente queremos confirmar lo que ya sabemos… o sospechamos.

– ¿Cómo se llama la mujer?

– Martha Rivett. Es posible que ingresara aquí hace unos dos años: estaba embarazada. Yo diría que el niño pudo nacer unos siete meses más tarde, si es que no lo perdió.

– Martha Rivett… Martha Rivett… ¿una chica alta, rubia, de unos diecinueve o veinte años?

– Diecisiete. Lamento decirle que no sé cómo era físicamente, sólo sé que hacía de camarera de salón, por lo que deduzco que tenía que ser una chica guapa, seguramente alta.

– Nosotros tenemos a una Martha que tendría esa edad, cuando vino. Estaba embarazada. No recuerdo su apellido, pero mandaré a por ella y usted le puede preguntar lo que quiera -se brindó el director.

– ¿No podría acompañarme hasta donde está? -sugirió Monk-. No me gustaría que ella se figurara… -Se calló sin saber qué palabras emplear.

El director del asilo sonrió irónicamente.

– Bueno, a mí me parece que ella preferiría hablar sin que la oyeran las demás, pero haremos lo que usted quiera.

Monk cedió, y se sintió aliviado. No tenía deseo alguno de ver otras dependencias de la casa, ya se le había metido hasta lo más profundo de la nariz el olor del lugar, un olor a col hervida, a polvo, a desagües atascados… y tanta miseria lo agobiaba.

– Sí, gracias. Mejor será que lo hagamos como usted dice.

El director del asilo despareció y volvió a los quince minutos acompañado de una muchachita delgada y de espalda encorvada, con el rostro descolorido y cerúleo. Tenía el cabello castaño, fuerte pero sin brillo, y en sus ojos azules no había vida. No era difícil imaginar que había sido hermosa dos años atrás; ahora, sin embargo, estaba apática y clavó en Monk unos ojos indiferentes. Ocultaba los brazos bajo la pechera del delantal y el vestido gris de tela ordinaria y áspera se adaptaba mal a su cuerpo.

– Usted dirá, señor -dijo con actitud obediente.

– Martha -dijo Monk hablándole con voz suave. Sentía un dolor en el estómago, algo que se removía dentro y que lo ponía enfermo-. Martha, ¿trabajó usted para sir Basil Moidore hace un par de años?

– Yo no cogí nada. -No había protesta en su voz, simplemente una constatación de los hechos.

– Ya lo sé -se apresuró a decir Monk-. Lo único que quiero saber es esto: ¿fue usted objeto por parte del señor Kellard de unas atenciones que no deseaba? -¡Qué manera meliflua de expresarse! Pero no quería que malinterpretara sus palabras, que se figurase que volvían a acusarla de mentirosa, de enredadora, recordándole viejas e infructuosas acusaciones que nadie había creído… quizás hasta podía pensar que la iban a castigar por calumniadora. Observó su cara, pero atisbó reflejada en ella nada más que una leve reacción, tan leve que ni siquiera sabía cómo interpretarla-. ¿Lo que ocurrió fue lo que le acabo de decir, Martha?

La chica estaba indecisa, lo observaba fijamente pero sin decir palabra. La desgracia y la vida en el asilo le habían arrebatado toda voluntad de luchar.

– Martha -dijo él con voz suave-, es posible que este hombre forzara también a otra persona, no una sirvienta esta vez, sino una señora. Lo que necesito saber es si usted deseaba sus atenciones o no, y también si el culpable de la situación de usted fue él u otra persona.

La muchacha lo miró en silencio, pero esta vez con una chispa en los ojos, una sombra de vida.

Monk esperaba.

– ¿La señora lo ha dicho? -preguntó ella finalmente-. ¿Ha dicho que ella no quería?

– No, no ha dicho nada. Está muerta.

Los ojos de la chica se desorbitaron de horror: estaba empezando a comprender a medida que el recuerdo se hacía más claro y preciso.

– ¿La mató él?

– No lo sé -respondió Monk con toda franqueza-. ¿Se mostró brutal con usted?

La chica asintió, y el recuerdo de lo ocurrido hizo aparecer en su cara una expresión de dolor intenso que espoleó el miedo.

– Sí.

– ¿Usted se lo dijo a alguien?

– ¿De qué me habría servido? Ni siquiera quisieron creer que yo no quería. Me dijeron que tenía la lengua muy larga, que era una liosa y que tenía mi merecido. Me echaron sin referencias y no pude encontrar trabajo. Si no tienes referencias nadie te da trabajo. Además, estaba embarazada… -Las lágrimas pusieron un velo en sus ojos, pero de pronto volvió la vida a ellos en forma de pasión y de ternura.

– ¿Tiene usted un hijo? -le preguntó Monk, aunque temía saberlo y hasta sintió una contracción en su interior, como si esperase un golpe.

– Es una niña, está aquí con los demás niños -contestó en voz baja-. La veo de cuando en cuando, no es una niña fuerte. ¿Cómo iba a serlo si se ha criado aquí dentro?

Monk decidió que hablaría con Callandra Daviot. Estaba seguro de que estaba en condiciones de dar trabajo a otra camarera. Pese a que Martha Rivett sólo era una entre decenas de millares de personas, siempre era mejor salvar a una que a ninguna.