– ¡Yo qué sé! -Evan movió la cabeza-. ¿Qué trabajo hacen los lacayos? Podía decir que había oído algo raro, que se había figurado que algún intruso entraba, que había oído ruidos en la puerta… No sé. Pero claro, habría sido más convincente sin un cuchillo en la mano… manchado de sangre, además.
– Naturalmente. Lo lógico habría sido dejarlo en la habitación de ella -argumentó Monk.
– A lo mejor lo cogió sin pensar. -Evan levantó los ojos y encontró los de Monk-. Lo tenía en la mano y salió con el cuchillo. Quizá tuvo un ataque de pánico. Después salió y cuando estaba hacia la mitad del pasillo ya no se atrevió a retroceder.
– ¿Y el salto de cama? -dijo Monk-. Lo envolvió en la prenda para taparlo. No es el pánico del que usted habla. ¿Y por qué demonios iba a querer el cuchillo? ¡No tiene sentido!
– Para nosotros, no -admitió Evan lentamente y con los ojos clavados en la prenda de seda arrugada que tenía en la mano-. Para él debe de tenerlo… ¡está aquí!
– ¿Y no es posible que no haya tenido ocasión de desembarazarse de este cuchillo desde entonces hasta ahora? -Monk frunció el ceño-. ¡No puede haberlo olvidado!
– ¿Y qué otra explicación puede haber? -Evan se sentía impotente-. ¡El cuchillo es éste!
– Sí, pero ¿será Percival el que lo ha puesto aquí? ¿Por qué no lo encontramos cuando buscamos las joyas?
Evan se sonrojó.
– Bueno, no saqué los cajones, ni miré detrás. Y yo diría que el agente tampoco. Si quiere que le hable con sinceridad, estaba absolutamente convencido de que no íbamos a encontrar nada… aparte de que el jarrón de plata tampoco habría encajado en este escondrijo. -Parecía nervioso.
Monk se puso muy serio.
– Supongo que, aunque entonces hubiéramos mirado, tampoco lo habríamos encontrado. No sé, Evan. ¡Lo encuentro tan… estúpido! Percival puede ser arrogante, antipático, desdeñoso con los demás, de manera especial con las mujeres y, a juzgar por su guardarropa, saca dinero de alguna parte, pero de tonto no tiene un pelo. ¿Por qué iba a esconder en su cuarto una cosa tan comprometedora como ésta?
– ¿Por arrogancia? -sugirió Evan, vacilante-. A lo mejor se figura que somos unos ineptos y que no hay motivo para tenernos miedo. Y hasta ahora no se había equivocado.
– Pero sí, sí que tenía miedo -insistió Monk, acordándose de la palidez de Percival y del sudor que brillaba en su piel-. Yo hablé con él en la sala del ama de llaves y me di cuenta de que estaba atemorizado, le olí el miedo. Luchaba para sacudírselo de encima, y trataba de echar las culpas a quien fuese: a la lavandera, a Kellard, incluso a Araminta.
– ¡No sé qué decirle! -Evan sacudió la cabeza, había extrañeza en su mirada-. La señora Boden nos dirá si el cuchillo es éste, y la señora Kellard si esta prenda era de su hermana. ¿Cómo se le llama a esto?
– Salto de cama -replicó Monk-, batín.
– De acuerdo… salto de cama. Supongo que vale más que digamos a sir Basil lo que hemos encontrado.
– Sí. -Monk cogió el cuchillo, dobló la seda sobre la hoja y salió de la habitación.
– ¿Va a detenerlo? -preguntó Evan, bajando la escalera un peldaño por detrás de él.
Monk vaciló. -A mí esto no acaba de convencerme -dijo, pensativo-. Cualquiera puede haberlo metido en la habitación y sólo un imbécil lo dejaría en el sitio.
– Pero estaba muy bien escondido.
– Y ¿por qué iba a tenerlo escondido? -insistió Monk-. Sería una estupidez. Percival es demasiado astuto para una cosa así.
– Entonces, ¿qué? -Más que ganas de discutir, Evan sentía la confusión, y el desconcierto propio de aquella serie de descubrimientos tan desagradables y sin sentido-. ¿La lavandera? ¿Es una chica tan celosa que asesina a Octavia y después esconde el arma y el salto de cama en la habitación de Percival?
Habían llegado al rellano principal, donde esperaban una al lado de la otra Maggie y Annie, que los miraban con los ojos muy abiertos.
– Muy bien, chicas, se han portado muy bien. Muchas gracias -les dijo Monk con sonrisa tensa-. Ahora ya pueden ir a cumplir con sus obligaciones.
– ¡Ha encontrado algo! -Annie tenía los ojos clavados en la prenda de seda que Monk llevaba en la mano, se había quedado muy pálida y parecía asustada. Maggie estaba muy cerca de ella y su rostro expresaba el mismo miedo.
De nada habría servido mentir, no habrían tardado en descubrirlo.
– Sí -admitió-. Tenemos el cuchillo. Y ahora vayan a cumplir con sus obligaciones, porque de lo contrario la señora Willis se enfurecerá con ustedes.
Bastaba el nombre de la señora Willis para romper el estado de trance en que se encontraban. Se escabulleron rápidamente y corrieron a buscar los sacudidores y las escobas. Monk vio desaparecer sus faldas grises cuando doblaban el ángulo y antes de precipitarse hacia el armario de las escobas, muy juntas y hablando en un murmullo. Basil estaba esperando a los policías en su estudio, sentado ante su escritorio. Los hizo pasar de inmediato y abandonó los papeles que estaba escribiendo. Los miró con expresión seria y sombría.
– Ustedes dirán.
Monk cerró la puerta tras él.
– Hemos encontrado un cuchillo, señor, y una prenda de seda que creo que es un salto de cama. Las dos cosas están manchadas de sangre.
Basil exhaló un lento suspiro, su rostro apenas había cambiado, sólo muy levemente, como si por fin se viera obligado a aceptar la realidad.
– Ya veo. ¿Y dónde han encontrado estas… cosas?
– Detrás de un cajón de una cómoda, en la habitación de Percival -respondió Monk, observándolo atentamente.
Si la revelación le produjo sorpresa ésta no se hizo patente en su expresión. Su rostro entristecido, con aquella nariz ancha y corta y aquella boca cuyos labios estaban surcados de arrugas, permaneció atento pero cansado. Quizá no se podía esperar otra cosa de él. Hacía semanas que su familia estaba sumida en la tragedia y que todos sospechaban de todos. Por fin se pondría punto final a aquella situación, su familia más inmediata quedaría libre de aquella carga y experimentaría un alivio reparador. No era culpa de él que éste no fuera total. Por mucho que le repugnara la idea, no podía dejar de pensar que quizás el culpable era su yerno, y Monk ya había tenido ocasión de comprobar que entre él y Araminta había un afecto más profundo que el habitual entre el común de los padres e hijas. Ella era la única persona de la familia que poseía aquella misma fuerza interior de su padre, sus dotes de mando, su decisión, su dignidad y casi su autodominio. De todos modos, podía ser un juicio erróneo, ya que Monk no había tenido ocasión de conocer a Octavia, pese a saber de ella que padecía el fallo de la bebida y la vulnerabilidad de amar demasiado a su marido para poder recobrarse de su muerte… suponiendo que esto último también pudiera considerarse un fallo. Tal vez lo fuera, sin embargo, para Basil y para Araminta, que además no sentían ninguna simpatía por Harry Haslett.
– Supongo que lo detendrá. -Por la entonación no podía considerarse una pregunta.
– Todavía no -dijo Monk lentamente-. El hecho de que se hayan descubierto estos dos objetos en su habitación no quiere decir que haya sido él quien los escondió.
– ¿Cómo? -Basil torció el gesto y se le subieron los colores a la cara al inclinar el cuerpo sobre el escritorio. De haber sido otro se habría levantado, pero él no se levantaba ante criados o policías, dos ocupaciones que para él pertenecían a la misma categoría social-. ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué más quiere? ¡Ha encontrado en posesión de Percival el mismo cuchillo con que la mató y una prenda que pertenecía a mi hija!
– Sí, hemos encontrado estas dos cosas en su habitación -contestó Monk-. Pero la puerta no estaba cerrada con llave, cualquiera habría podido entrar en su cuarto y esconderlas en él.