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– Detrás de un cajón del cuarto de Percival -respondió Monk.

Araminta se quedó inmóvil.

– Ya entiendo.

Monk esperó a que añadiera algo más, pero Araminta no dijo nada.

– Todavía no he pedido explicaciones a Percival -prosiguió él observándole la cara.

– ¿Explicaciones? -Araminta volvió a tragar saliva, esta vez con tal esfuerzo que Monk hasta vio la tensión de su garganta-. ¿Qué explicación quiere que dé? -Parecía confundida, aunque no furiosa, en ella no había cólera ni deseo de venganza, por lo menos de momento-. Escondió estas cosas después de haber matado a mi hermana y todavía no se le había presentado ocasión de deshacerse de ellas. ¿Qué otra explicación quiere?

Monk habría querido ayudarle, pero no podía.

– Conociendo a Percival, señora Kellard, ¿qué le parece más probable? ¿Qué escondiera en su habitación una prueba tan concluyente como ésta o que buscara un sitio menos comprometido para él? -preguntó Monk.

Por el rostro de Araminta cruzó la sombra de una sonrisa. Incluso ahora veía un humor amargo en la suposición.

– ¿En plena noche, inspector? Supongo que lo escondió en el único sitio donde su presencia no pudiera despertar sospechas: su propia habitación. Tal vez quería trasladarlo a otro sitio más tarde, pero no tuvo oportunidad. -Hizo una profunda aspiración y arqueó las cejas-. Para hacer esta maniobra, es preciso que nadie lo observe, supongo.

– Esto por descontado. -Monk coincidía con ella.

– Entonces ha llegado el momento de que lo interrogue. ¿Necesita refuerzos? Lo digo por si se pone violento. ¿O quiere que le envíe a uno de los mozos de cuadra para que lo proteja?

¡Qué mujer tan práctica!

– Gracias -declinó Monk-, creo que el sargento Evan y yo podremos arreglarnos. Gracias por su ayuda. Lamento haberle tenido que hacer estas preguntas y que haya necesitado ver el salto de cama. -Habría querido añadir alguna cosa menos convencional, pero no era mujer a la que pudiera ofrecérsele algo que se acercara ni de lejos a la conmiseración. Lo único que estaba dispuesta a aceptar era respeto y comprensión.

– Era necesario, inspector -reconoció Araminta, muy envarada.

– Señora… -Monk inclinó la cabeza para excusarse y, con Evan siguiéndole a la distancia de un paso, se dirigió a la despensa del mayordomo para preguntar a Phillips si podía ver a Percival.

– ¡Claro! -dijo Phillips con voz grave-. ¿Puedo permitirme preguntarle, señor, si ha descubierto algo en el curso de su búsqueda? Una de las sirvientas de arriba me ha dicho que sí, pero ya se sabe que son jóvenes y que pecan de excesiva imaginación.

– Sí, hemos descubierto algo -replicó Monk-. Hemos encontrado el cuchillo que le faltaba a la señora Boden y un salto de cama que pertenecía a la señora Haslett. Parece que el cuchillo es el mismo que utilizaron para matarla.

Phillips se quedó blanco y Monk llegó a temer incluso que fuera a desmayarse, pero se mantuvo más erguido que un soldado en un desfile.

– ¿Puedo preguntarle dónde lo ha encontrado? -No reservaba para Monk la palabra «señor». Phillips era mayordomo y se tenía por muy superior a un policía desde el punto de vista social. Ni siquiera las desesperadas circunstancias que estaban viviendo podían alterar aquella realidad.

– Me parece que de momento sería mejor que consideráramos el asunto como una cuestión confidencial -replicó Monk fríamente-. Puede ser un indicio para averiguar quién pudo esconderlo pero no constituye una prueba concluyente por sí misma.

– Ya comprendo -dijo Phillips dándose cuenta de la evasiva y reaccionando ante ella con una mayor palidez en su rostro y unas maneras más envaradas. Él estaba al frente de los criados, estaba acostumbrado a mandar y le molestaba que un mero policía se introdujera en el terreno de responsabilidades que sólo a él competían. Toda la parte de la casa que se extendía al otro lado de la puerta tapizada de paño verde constituía sus dominios-. ¿Qué quiere usted de mí? Por supuesto, cuente conmigo. -No era más que un formalismo, no tenía otra alternativa, pero había que cubrir las apariencias.

– Muy agradecido -dijo Monk, disimulando un tonillo de burla. A Phillips no le habría gustado que se rieran de él-. Me gustaría ver a los criados uno por uno, empezando por Harold, a continuación Rhodes, el ayuda de cámara, y, en tercer lugar, Percival.

– ¡No faltaría más! Puede utilizar la sala de estar de la señora Willis, si usted gusta.

– Gracias, me parece muy bien. No tenía nada que decir a Harold ni a Rhodes pero, para guardar las apariencias, les preguntó qué habían hecho en el día del crimen y si sus habitaciones estaban cerradas con llave. Sus respuestas no le revelaron nada que no supiera ya.

Cuando entró Percival ya sabía que había ocurrido algo importante. Era mucho más inteligente que sus dos compañeros y tal vez algo en las maneras de Phillips lo había puesto sobre aviso o se había enterado de que se había encontrado algo en la habitación de un criado. Sabía también que los miembros de la familia estaban cada vez más asustados. Los veía todos los días, se daba cuenta de que estaban sobre ascuas, había descubierto la sospecha en sus ojos, un cambio en las mutuas relaciones, la desaparición de la confianza. De hecho, él mismo había tratado de enfrentar a Monk con Myles Kellard y por esto debía de suponer que ellos tratarían de hacer lo mismo con él, recogiendo cualquier brizna de información con tal de enfrentar a la policía con el personal de servicio. Entró con el miedo pintado en el rostro, su cuerpo estaba tenso, tenía los ojos muy abiertos y a un lado de la cara se le apreciaba un tic nervioso.

Evan se movió silenciosamente para intercalarse entre él y la puerta.

– Usted dirá, señor -dijo Percival sin esperar a que hablara Monk, si bien le brillaban los ojos como si se hubiera percatado del cambio de postura de Evan y de su significado.

Monk tenía ocultos la prenda de seda y el cuchillo detrás del cuerpo. Se los colocó delante y los levantó, el cuchillo en la mano izquierda, el salto de cama colgando, aquella prenda de mujer salpicada de sangre y de aspecto tétrico. Observó minuciosamente el rostro de Percival, todos los rasgos de su expresión. Vio sorpresa en él, un leve rastro de confusión, como si no acabara de entender lo que pasaba, pero no un resurgimiento de un nuevo miedo. En realidad, había incluso un tenue rayo de esperanza, como si a través de las nubes hubiera penetrado el haz de un rayo de sol. No era la reacción que cabía esperar de un hombre culpable. En aquel instante se convenció de que Percival no sabía dónde habían encontrado aquellos objetos.

– ¿Había visto esto con anterioridad? -le preguntó. Aunque la respuesta le serviría de muy poco, por algo debía de empezar.

Percival estaba muy pálido, aunque más tranquilo que cuando había entrado. Ahora ya sabía de dónde venía la amenaza y este hecho lo perturbaba menos que si lo hubiera ignorado.

– Es posible. El cuchillo es como tantos de la cocina. La prenda de seda es como otras que he llevado a veces a la lavandería. Lo que puedo decirle es que no había visto ninguna de estas dos cosas en este estado. ¿Es el cuchillo con el que mataron a la señora Haslett?

– Eso parece, ¿no cree?

– Sí, señor.

– ¿No quiere saber dónde los hemos encontramos? -Monk trasladó la mirada a Evan y vio también la duda en su rostro, reflejo exacto de lo que también él sentía. Si Percival sabía que habían encontrado aquello en su habitación quería decir que era un consumado actor, capaz de un autodominio digno de admiración… y por otra parte un total imbécil por no haber encontrado con anterioridad la manera de desembarazarse de aquellos objetos tan comprometedores.