Percival se encogió ligeramente de hombros pero no dijo nada.
– Detrás del cajón inferior de la cómoda que hay en su habitación.
Percival se quedó petrificado. Era evidente la súbita afluencia de sangre en su cara, la dilatación de sus ojos, el sudor que había cubierto su labio superior y su frente. Aspiró aire para disponerse a hablar, pero le falló la voz.
En aquel mismísimo instante Monk tuvo el súbito convencimiento de que Percival no había matado a Octavia Haslett. Era arrogante, egoísta y probablemente se había equivocado con ella -y también con Rose-, también era un hecho que disponía de un dinero que habría requerido una explicación, pero no era culpable de asesinato. Monk volvió a mirar a Evan y vio reflejado en él los mismos pensamientos, incluso aquella sorpresa que revelaba la infelicidad de su mirada.
Monk volvió a mirar a Percival.
– ¿Debo pensar que usted no sabe cómo fueron a parar a ese lugar?
Percival tragó saliva con un gesto convulsivo.
– No… no lo sé.
– Ya me lo figuraba.
– ¡No lo sé! -La voz de Percival subió una octava y se convirtió en una especie de graznido quebrado por el miedo-. ¡Juro por Dios que yo no la maté! Yo nunca había visto estas dos cosas, por lo menos en este estado. -Los músculos de todo su cuerpo estaban sometidos a una tensión tan fuerte que le provocaba temblores-. Mire usted… cuando hablé con usted exageré las cosas… le dije que yo gustaba a la señorita Octavia… fue una fanfarronada. Nunca en la vida tuve nada que ver con ella. -Se movía lleno de agitación-. El único hombre que a ella le interesaba fue el capitán Haslett. Mire lo que le digo: yo con ella fui educado y nada más. Si entré en su habitación fue sólo para entrarle bandejas o flores o notas, que es el trabajo que me toca hacer. -Las manos se le movían convulsivamente-. No sé quién la mató… ¡yo no! Alguien tiene que haber escondido estas cosas en mi cuarto. ¿Cómo quiere que yo guardase esto en mi cuarto? -Hablaba de forma atropellada-. No soy tan tonto como eso. Yo habría limpiado el cuchillo y lo habría vuelto a dejar en su sitio, en la cocina… y en cuanto a esa pieza de ropa, la habría quemado. ¿Por qué no? -tragó saliva y se volvió hacia Evan-. No habría dejado esas cosas allí escondidas esperando a que usted las encontrase.
– No, eso creo -admitió Monk-. A menos que usted estuviera absolutamente seguro de que no íbamos a hacer ningún registro. Usted intentó orientar nuestras pesquisas hacia Rose y hacia el señor Kellard e incluso hacia la señora Kellard. A lo mejor usted se figuró que había conseguido que sospecháramos de ellos y entretanto escondió estas cosas para comprometer a alguien más.
Percival se pasó la lengua por los labios resecos.
– Entonces, ¿por qué no lo he hecho? Yo entro y salgo de las habitaciones con relativa facilidad, entro a recoger ropa y llevarla a la lavandería, a mí nadie me dice nada. No habría guardado esto en mi habitación, lo habría escondido en otro sitio… en el cuarto del señor Kellard por ejemplo, para que ustedes lo encontraran.
– Usted no sabía que hoy haríamos el registro -le señaló Monk, llevando la argumentación hasta el extremo, pese a que ni él creía en sus palabras-. Quizás usted lo tenía planeado, pero nosotros nos adelantamos.
– Ustedes llevan semanas en la casa -protestó Percival-. Yo ya lo habría hecho, y les habría dicho alguna cosa para incitarlos a buscar. Me habría costado muy poco decir que había visto algo o inducir a la señora Boden a que revisara los cuchillos de la cocina para que se diera cuenta de que le había desaparecido uno. ¡Vamos, hombre! ¿No habría podido hacerlo?
– Sí -admitió Monk-, es posible.
Percival tragó saliva y se atragantó.
– ¿Qué me dice, entonces? -preguntó así que recuperó la voz.
– Que de momento se puede marchar.
Percival lo miró largo rato con los ojos muy abiertos, después dio media vuelta y salió, casi chocando con Evan y dejando abierta la puerta. Monk miró a Evan.
– No creo que haya sido él -dijo Evan en voz muy baja-. La cosa no cuadra.
– No, yo tampoco lo creo -Monk coincidió con él.
– ¿No podría escaparse? -preguntó Evan, lleno de ansiedad.
Monk negó con un gesto.
– Lo sabríamos dentro de una hora, y enseguida enviarían a la mitad de la policía de Londres tras él. Y él lo sabe.
– ¿Quién lo hizo entonces? -preguntó Evan-. ¿Kellard?
– ¿O quizá Rose se figuró que Percival se relacionaba con la señora y lo hizo ella por celos? -dijo Monk pensando en voz alta.
– O bien otra persona que aún no se nos ha ocurrido -añadió Evan con una media sonrisa absolutamente desprovista de humor-. ¿Qué debe de opinar la señorita Latterly?
Monk no tuvo ocasión de contestar porque Harold introdujo la cabeza por la puerta. Estaba muy pálido, tenía muy abiertos los ojos y parecía angustiado.
– El señor Phillips pregunta si están ustedes bien.
– Sí, gracias. Haga el favor de decir al señor Phillips que de momento no hemos llegado a ninguna conclusión. ¿Tiene la bondad de decir a la señorita Latterly que venga?
– ¿Se refiere a la enfermera, señor? ¿No se encuentra usted bien? ¿O es que va usted a…? -dejó la frase colgada, su imaginación corría más de lo debido.
Monk sonrió con amargura.
– No, no voy a decir nada que provoque desmayos. La necesito porque quiero que me dé su opinión sobre un asunto. ¿Quiere decirle que venga, por favor?
– Sí, señor. Yo… sí, señor. -Y se retiró apresuradamente, contento de liberarse de una situación que lo superaba.
– Sir Basil no estará contento -dijo Evan secamente.
– No, supongo que no -admitió Monk-, ni él ni nadie. Todos están deseosos de que detengamos al pobre Percival, de sacarse el asunto de delante y de que nosotros nos vayamos de esta casa.
– Y otro que todavía se pondrá más furioso será Runcorn -dijo Evan poniendo cara larga.
– Sí -dijo Monk lentamente, no sin cierta satisfacción-. Sí, ¿verdad?
Evan se sentó en el brazo de una de las mejores butacas de la señora Willis y dejó balancear las piernas.
– Lo que yo me digo es si el hecho de que no detenga a Percival hará que la persona que sea intente algo más espectacular.
Monk refunfuñó y sonrió ligeramente.
– No deja de ser una idea reconfortante.
Se oyó un golpe en la puerta y, al acudir Evan a abrirla, entró Hester. Parecía desconcertada y llena de curiosidad.
Evan cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Monk la puso brevemente al corriente de lo ocurrido, añadiendo a ello lo que él pensaba y lo que pensaba Evan a modo de explicación.
– Una persona de la familia -dijo ella en voz baja.
– ¿Por qué lo dice?
Hester levantó levemente los hombros, no los encogió propiamente, pero frunció el ceño mientras se sumía en sus pensamientos.
– Lady Moidore tiene miedo de algo, no de lo que ya ha ocurrido, sino de algo que teme que ocurra. La detención de un lacayo no la perturbaría, sería como sacarse un peso de encima -sus ojos grises miraban de una manera muy directa-. Entonces ustedes se irían, la gente y los periódicos se olvidarían del asunto y todo el mundo comenzaría a recuperarse. Desaparecerían las mutuas sospechas y todos dejarían de querer demostrar que no eran culpables.
– ¿Y Myles Kellard? -preguntó Monk.
Hester frunció el ceño y buscó lentamente las palabras más adecuadas.
– Si él es el culpable debe de pasar verdadero pánico. No me parece que tenga tanto aplomo como para cubrirse de una manera tan fría. Me refiero al hecho de coger el cuchillo y el salto de cama y esconderlos en la habitación de Percival. -Vaciló-. Me parece que, si la ha matado él, la que escondió las pruebas debe de ser otra persona. Tal vez Araminta. A lo mejor por esto Kellard le tiene tanto miedo.