– O esto o estas cosas no estaban allí entonces -admitió Monk, mirándolo fijamente y sin parpadear-, que es lo que le he dicho antes. Sólo un imbécil lo guardaría cuando habría podido limpiar el cuchillo y volverlo a colocar en la cocina sin problema alguno. A nadie le habría sorprendido ver a un lacayo en la cocina, no hacen más que entrar y salir llevando y trayendo recados. Y son los últimos en acostarse porque tienen que cerrar la puerta con llave.
Runcorn ya abría la boca para contradecir sus palabras, pero Monk le hizo callar.
– A nadie le habría sorprendido ver a Percival rondando por la casa a medianoche o más tarde. Podía justificar su presencia en cualquier lugar de la casa, salvo en la habitación de un familiar, naturalmente, diciendo simplemente que había oído golpes en una ventana o que temía que una puerta hubiera quedado abierta. Los señores habrían valorado su diligencia.
– Cualidad para usted envidiable -continuó Runcorn-, ya que ni el más ferviente de sus admiradores la ensalzaría en usted.
– Le habría costado muy poco meter el salto de cama en el hornillo de la cocina, encajar nuevamente la tapadera y quemarlo sin dejar rastro -prosiguió Monk, pasando por alto la interrupción-. Ahora bien, si hubiéramos encontrado las joyas, la cosa habría tenido más sentido. Yo entendería que alguien escondiera unas joyas en la esperanza de poder venderlas algún día o incluso de pensar deshacerse de ellas o de negociarlas a cambio de algo. Pero ¿por qué iba a guardar un cuchillo?
– No sé, Monk -dijo Runcorn entre dientes-. Yo no tengo el cerebro de un lacayo homicida, pero lo que no me puede negar es que había escondido estas dos cosas, ¿no le parece? Usted las encontró.
– Las encontramos, efectivamente -asintió Monk en un alarde de paciencia que hizo subir más el color de las mejillas de Runcorn-, pero esto es precisamente lo que intento demostrarle, señor Runcorn. No hay pruebas que demuestren que fue Percival quien las guardó, ni tampoco que fue él quien las escondió en el cajón. Habría podido ser cualquiera. Su habitación no está cerrada con llave.
Runcorn levantó las cejas.
– ¡Vaya! Primero quiere demostrarme que a nadie se le ocurriría guardar un cuchillo manchado de sangre. Y ahora me dice que fue otra persona, no Percival. Usted se contradice, Monk. -Se inclinó un poco más sobre la mesa y se quedó mirando el rostro de Monk-. No hace más que decir necedades. El cuchillo estaba allí, o sea que, pese a todas sus confusas argumentaciones, alguien debió de esconderlo. Además, estaba en la habitación de Percival. ¿A qué espera? Mire, váyase y deténgalo.
– Alguien se lo guardó con toda deliberación y lo escondió en la habitación de Percival para hacer que pareciera culpable. -Monk dejó a un lado la indignación que sentía y comenzó a levantar la voz, exasperado y negándose a claudicar ni en lo físico ni en lo intelectual-. Si alguien guardó el cuchillo, quiere decir que pensaba utilizarlo.
Runcorn parpadeó.
– Pero ¿quién? ¿Esta lavandera de que habla? No tiene ninguna prueba contra ella. -Hizo un gesto con la mano como descartando la idea-. Ni la más mínima. ¿Quiere decirme qué le pasa, Monk? ¿Por qué se ha emperrado en no detener a Percival? ¿Qué favor le ha hecho este hombre? No creo que se ponga usted de espaldas movido sólo por el ánimo de llevar la contraria. -Entrecerró los párpados, su cara estaba a muy pocos palmos de la de Monk.
Monk seguía sin decidirse a dar un paso atrás.
– ¿Por qué se ha empeñado en culpar a una persona de la familia? -dijo Runcorn entre dientes-. ¡Santo Dios!, ¿no le bastó con el caso Grey y con llevarse a toda la familia por delante? ¿Se le ha metido en la sesera que el culpable tiene que ser forzosamente Myles Kellard por el solo hecho de que se aprovechó de una camarera? Usted quiere castigarlo por esto, ¿verdad? ¿De eso se trata?
– No se aprovechó de una camarera, la violó -lo corrigió Monk con voz clara. Su dicción se hacía más precisa a medida que Runcorn iba perdiendo el control y la rabia le hacía pronunciar las palabras de forma más confusa.
– Está bien, la violó, si lo prefiere… ¡No me sea pedante, se lo ruego! -le gritó Runcorn-. Aprovecharse de una camarera no es el paso previo para asesinar a la cuñada.
– ¡Violar! Violar a una camarera de diecisiete años que, además, está a tu servicio, que es una persona que depende de ti y que por este motivo no se atreverá a poner muchas objeciones ni a defenderse no está tan lejos de ir de noche a la habitación de tu cuñada con intención de aprovecharte de ella y, si la cosa se tercia, violarla. -Monk pronunció la palabra en voz muy alta y clara, dando el valor que correspondía a cada letra-. Si ella dice que no y tú te figuras que lo que dice es sí, ¿qué diferencia hay entre una mujer y otra en lo tocante a este punto?
– Si usted no sabe qué diferencia hay entre una señora y una sirvienta, Monk, quiere decir que es usted más ignorante de lo que aparenta. -El rostro de Runcorn se contrajo como consecuencia de todo el odio y el miedo acumulados durante su larga relación-. Esto no demuestra otra cosa que, pese a toda su ambición y a su arrogancia, usted no deja de ser el paleto provinciano que ha sido toda su vida. Por muchos trajes buenos que lleve y por bien que quiera hablar no se va a convertir en un señor: el patán que lleva debajo acabará apareciendo siempre. -Le brillaron los ojos en un arranque desatado de triunfo amargo. ¡Por fin había dicho algo que bullía en su interior desde hacía años! Sentía una incontenible alegría.
– Hace tiempo que trata de reunir el valor suficiente para decirme todo esto. Desde el día que se dio cuenta de que yo le estaba pisando los talones, ¿no es verdad? -le dijo Monk en tono de mofa-. ¡Lástima que no haya tenido también el valor de enfrentarse con los periódicos y con los señores del Home Office que tanto miedo le meten en el cuerpo! Si usted fuera bastante hombre les diría que no piensa detener a nadie, ni siquiera a un lacayo, sin antes contar con pruebas razonables suficientes para declararlo culpable. Pero no es su caso, ¿verdad? Usted es un alfeñique. Usted se vuelve del otro lado y hace como si no viera lo que no gusta a los señores. Detendrá a Percival porque se pone a tiro. ¿A quién le importa Percival? Sir Basil quedará contento y usted puede empapelarlo y así dejar contentas a todas esas personas que le dan tanto miedo. Puede presentarlo a sus superiores como un caso cerrado, tanto si es verdad como si no lo es, y después ya pueden colgar a ese pobre desgraciado y dejar cerrado el expediente.
Clavó los ojos en Runcorn con inefable desprecio.
– El público le aplaudirá -prosiguió- y los caballeros dirán de usted que es un funcionario probo y obediente. ¡Santo Dios, Percival puede ser un cerdo, un tipo egoísta y arrogante, pero por lo menos no es un cobarde ni un adulador como usted! ¡No pienso detenerlo hasta que se demuestre que es culpable!
La cara de Runcorn se había cubierto de manchas de color púrpura y estaba agarrado con fuerza a la mesa. Le temblaba todo el cuerpo y sus músculos estaban tan tensos que parecía que los hombros le reventarían de un momento a otro la tela de la chaqueta.
– Yo no le he pedido nada, Monk, se lo he ordenado. ¡Vaya a detener a Percival, ahora!
– No.
– ¿No? -En los ojos de Runcorn aleteó una extraña luz: miedo, incredulidad, exaltación-. ¿Se niega usted, Monk?
Monk tragó saliva, sabía lo que hacía.
– Sí. Usted se equivoca y yo me niego.
– ¡Queda usted despedido! -Extendió el brazo en dirección a la puerta-. Usted ya no trabaja en la Fuerza de la Policía Metropolitana. -Tendió su pesada mano hacia él-. Entrégueme su identificación oficial. A partir de este momento deja de ostentar el cargo que tenía, no desempeña ninguna función, ¿me ha entendido? ¡Está usted despedido! ¡Y ahora, salga inmediatamente!
Monk hurgó en su bolsillo y buscó sus documentos. Tenía las manos torpes y le enfurecía poner en evidencia sus gestos desmañados. Le arrojó los papeles sobre la mesa, dio media vuelta y salió del despacho dando grandes zancadas y dejando abierta la puerta.