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– Han pasado miedo -dijo Monk sin sombra de piedad-. El miedo es mala cosa.

Evan frunció el ceño.

– ¿Cree que fue miedo lo que sintieron en Queen Anne Street? Todo el mundo muerto de miedo y con ganas de que alguien, quien fuera, cargara con las culpas, ganas de sacársenos de encima, de dejar de recelar unos de otros y de enterarse de cosas que querían saber.

Monk se inclinó, apartó los platos y, con aire cansado, apoyó los codos en la mesa.

– Quizá sea eso -suspiró-. ¡Oh, Dios! ¡Menudo lío el que he armado! Lo peor es que colgarán a Percival. Es un desgraciado, un pobre tipo arrogante y egoísta, pero no por esto merece morir. Casi igual de malo es que la persona que mató a Octavia Haslett siga en la casa y se salga con la suya. Y por mucho que quieran tapar las cosas, ignorarlas u olvidarlas, por lo menos hay una persona que sabe quién es el culpable. -Levantó los ojos-. ¿Se lo imagina, Evan? Tener que vivir el resto de la vida con alguien que uno sabe que es un asesino y dejar que el tipo se quede sin su merecido. Cruzarse con él en la escalera, sentarse frente a él a la hora de la comida, verlo sonreír y contar chistes como si no hubiera pasado nada…

– ¿Qué va usted a hacer? -Evan lo miraba con ojos atentos pero inquisitivos.

– ¿Qué demonios quiere que haga yo? -estalló Monk-. Runcorn ha detenido a Percival y será juzgado. Yo no tengo ninguna prueba que no se la haya presentado y no sólo estoy descartado del caso sino también de la fuerza policial. Ni siquiera sé cómo conseguiré vivir bajo techado. ¡Maldita sea! Soy la única persona en condiciones de poder ayudar a Percival, pero ¿cómo voy a ayudarlo si no puedo ayudarme a mí?

– Sí, usted es el único que lo puede ayudar -dijo Evan con voz tranquila. Su rostro demostraba amistad y comprensión, pero también sinceridad absoluta-. Aunque quizá también la señorita Latterly podría hacerlo -añadió-. En cualquier caso, si no actuamos nosotros no actuará nadie. -Se levantó de la silla y estiró las piernas-. Voy a verla y le contaré lo que ha pasado. Se habrá enterado de lo de Percival, como es lógico, y el hecho de ver que ahora es Tarrant quien se encarga del caso y no usted le hará ver que algo ha pasado, aunque no sabrá si la ausencia de usted se debe a enfermedad, a que se ocupa de otro caso o a que ha ocurrido cualquier otra cosa. -Sonrió forzadamente-. A menos que ella lo conozca a usted tan bien que haya adivinado que perdió la paciencia con Runcorn.

Monk ya iba a negar aquella afirmación por absurda cuando se acordó de Hester y del médico del dispensario y sintió una súbita sensación de compañerismo, un calor interno que evaporó parte de aquel frío que se había apoderado de él.

– Sería posible -admitió Monk.

– Voy a ir a Queen Anne Street y la pondré al corriente -dijo Evan arreglándose la chaqueta, mostrando su elegancia instintiva-. Aprovecharé la ocasión antes de que me retiren también a mí el caso y ya no tenga excusa para visitar la casa.

Monk levantó los ojos y lo miró.

– Gracias -dijo.

Evan hizo un pequeño saludo en el que había más deseo de infundir ánimos a Monk que esperanza y salió, dejando solo a Monk con los restos del desayuno.

Se quedó mirando la mesa unos minutos más, hurgando en sus pensamientos para ver de discurrir algo más cuando de pronto tuvo un destello de memoria tan nítido que lo dejó estupefacto. En algún momento de su vida se había sentado ante la mesa bruñida de un comedor decorado con hermosos muebles y espejos con marco de oro y sobre la cual había un jarrón con flores. También entonces había sentido aquel mismo resquemor de ahora, la abrumadora carga del remordimiento por no poder ayudar en nada.

Era la casa de su mentor, aquel hombre cuyo recuerdo le había impactado un día en la acera de Piccadilly, mientras esperaba delante del club de Cyprian. Era un hombre que había sufrido un descalabro financiero, un escándalo que había provocado su ruina. La mujer del coche fúnebre cuyo rostro apenado y de feos rasgos lo había impresionado tan poderosamente había convocado la imagen de la esposa de su mentor, ocupaba su mismo lugar. Era aquella mujer cuyas hermosas manos recordaba. Lo que más lo había apenado entonces había sido el dolor de la viuda, su incapacidad para aliviarlo, su impotencia. La tragedia había seguido su curso implacable dejando víctimas en su estela.

Recordaba la pasión y la impotencia agitándose dentro de él mientras estaba sentado a aquella otra mesa y la resolución que se había hecho de adquirir una pericia que le proporcionara armas para luchar contra la injusticia y desvelar oscuros fraudes en apariencia impunes. Había sido entonces cuando había orientado sus planes hacia otros derroteros, dejando a un lado el comercio y las recompensas que podía comportarle y había optado por ser policía.

Policía: se había comportado de forma arrogante, entregada, brillante… y había conseguido promocionarse, y crearse enemigos. Ahora no le quedaba nada, ni siquiera el recuerdo de su pericia de otros tiempos.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Hester inclinándose hacia Evan en el saloncito de la señora Willis, ese lugar que con su mobiliario oscuro y espartano y sus inscripciones religiosas en las paredes le resultaba ahora tan familiar, aun cuando aquella noticia era para ella un golpe absolutamente incomprensible-. ¿Qué ha pasado?

– Pues que él se negó a detener a Percival y dijo a Runcorn qué pensaba de él -explicó Evan-. Con el resultado lógico de que Runcorn lo expulsó del cuerpo.

– ¿Y qué hará ahora? -Hester se había quedado anonadada. Estaba demasiado próxima en su recuerdo la sensación de miedo y desprotección que había sentido para tener que recurrir a la imaginación y el puesto que ahora ocupaba en Queen Anne Street sólo era temporal. Beatrice no estaba enferma y ahora que habían detenido a Percival lo más probable era que tardase muy pocos días en recuperarse, siempre que creyera que Percival era, efectivamente, culpable. Hester miró a Evan-. ¿Dónde encontrará trabajo? ¿Tiene familia?

Evan miró al suelo y después volvió a levantar los ojos.

– Aquí en Londres no y creo que, por otra parte, tampoco recurriría a ella. No sé qué hará, la verdad -dijo con aire entristecido-. Me parece que sólo conoce su profesión y creo que es lo único que le importa en el mundo. Es una habilidad natural en él.

– Quizás haya alguien que tenga trabajo para un detective, aparte de la policía -apuntó Hester.

Evan sonrió y en sus ojos apareció un brillo de esperanza.

– De todos modos, aunque Monk se ofreciera a título privado, necesitaría un medio de subsistencia hasta que consiguiera labrarse una cierta fama, y lo tendría muy difícil.

– Quizá -dijo Hester, preocupada, ya que todavía no estaba preparada para contemplar aquella idea-. Entretanto, ¿qué podemos hacer por Percival?

– ¿No podríamos encontrarnos con Monk en alguna parte para tratar del asunto? Ahora ya no puede venir aquí. ¿No puede darle media tarde libre lady Moidore?

– No he tenido tiempo libre desde que estoy aquí. Se lo preguntaré. Si ella me autoriza, ¿dónde podríamos vernos?

– En la calle hace frío -la mirada de Evan se perdió a través de la única y estrecha ventana de la habitación, que daba a un pequeño cuadrado de hierba y a dos laureles-. ¿Qué le parece la chocolatería de Regent Street?

– ¡Perfecto! Voy a pedir permiso ahora mismo a lady Moidore.

– ¿Qué le dirá? -preguntó Evan rápidamente.

– Una mentira -respondió ella sin titubear-. Le diré que tengo un problema familiar urgente y que he de hablar con mis parientes. -Puso una cara entre compungida e irónica-. ¡Si ella no sabe lo que es un problema familiar no sé quién va a saberlo!