Ya iba a levantarse para hacer una pregunta cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Rathbone. Iba impecablemente vestido, tal como Hester lo recordaba desde la última vez que lo había visto, y simultáneamente tuvo conciencia de que ella iba vestida con suma modestia y arreglada sin concesión alguna a la feminidad.
– Buenas tardes, señor Rathbone. -La decisión de mostrarse simpática que había tomado previamente era un tanto endeble-. Ha sido muy amable al citarme con tanta premura.
– Para mí ha sido un placer, señorita Latterly. -El abogado sonrió con amabilidad, mostrando al hacerlo una dentadura impecable, pero su mirada era concentrada y Hester advirtió de manera especial el ingenio y la inteligencia que dejaba traslucir-. Tenga la amabilidad de pasar y acomódese. -Le abrió la puerta para dejarla pasar, a lo que ella obedeció con presteza, consciente de que la media hora que se había destinado ya había empezado a transcurrir a partir del momento en que él la había saludado.
La habitación no era espaciosa, pero estaba amueblada con gran sobriedad y con un estilo que recordaba más a Guillermo IV que a la soberana entonces reinante. Lo estilizado de los muebles producía una impresión de luz y espacio. Los colores eran suaves y la madera blanca. Colgado en la pared más distante, Hester reconoció un cuadro de Joshua Reynolds, un retrato que representaba a un caballero vestido a la moda del siglo XVIII sobre el fondo de un paisaje romántico.
Eran detalles que no hacían al caso, ya que Hester quería concentrarse en el asunto que la había traído hasta allí.
Tomó asiento en uno de los sillones mientras Rathbone se acomodaba en otro y cruzaba las piernas después de subirse un ápice las perneras de los pantalones a fin de no malbaratar la raya.
– Señor Rathbone, le ruego que disculpe mi excesiva franqueza, pero si procediera de otro modo pecaría de falta de sinceridad. Mi situación sólo me permite que me dedique media hora, o sea que le ruego que no deje que me demore más tiempo.
Vio brillar una chispa de humor en los ojos del abogado, si bien su respuesta fue absolutamente ecuánime:
– No se preocupe, señorita Latterly, porque me preocuparé de que así sea. Confíe en que estaré atento al reloj. Entretanto usted limítese a informarme en qué puedo ayudarla.
– Gracias -repuso Hester-. Se trata del asesinato de Queen Anne Street. ¿Está al corriente de las circunstancias del mismo?
– Sé los detalles por el periódico. ¿Conoce usted a la familia Moidore?
– No, no tengo con ellos una relación de tipo social. Le ruego que no me interrumpa, señor Rathbone, ya que si me entretengo demasiado no tendré tiempo de informarle de lo que más cuenta.
– Le ruego que me disculpe. -De nuevo Hester volvió a ver que en sus ojos brillaba una chispa de ironía.
Reprimió un acceso de enfado y se olvidó de que quería mostrarse simpática.
– Encontraron a la hija de sir Basil Moidore, Octavia Haslett, apuñalada en su dormitorio. -Había ensayado previamente lo que se proponía decir, por lo que se concentró intensamente en recordarlo todo palabra por palabra y siguiendo el orden exacto que había ensayado, en aras de la claridad y brevedad-. Al principio se creyó que el culpable había sido un intruso que la había atacado durante la noche y la había asesinado. Posteriormente la policía pudo demostrar que ni por la parte delantera de la casa ni por la trasera había entrado nadie y que, por consiguiente, la persona que le había dado muerte ya estaba dentro de la casa. Se trataba, por tanto, de un criado o de un miembro de la familia.
El hombre asintió pero no dijo nada.
– Lady Moidore quedó muy afectada por la desgracia y se puso enferma. Mi relación con la familia es la que se desprende de mi condición de enfermera de lady Moidore.
– Creía que trabajaba en un hospital. -Abrió más los ojos y levantó las cejas debido a la sorpresa.
– Antes sí, no ahora -le respondió Hester enseguida.
– ¡La vi tan entusiasmada con el asunto de la reforma hospitalaria!
– Desgraciadamente, los del hospital no lo estaban en absoluto. ¡Por favor, señor Rathbone, le ruego que no me interrumpa! Este asunto tiene una extraordinaria importancia, ya que puede cometerse una gran injusticia.
– Se ha acusado a una persona inocente -dijo Rathbone.
– Exactamente. -Si Hester disimuló su sorpresa fue porque no había tiempo para este tipo de manifestaciones-. El lacayo, Percival, que no es precisamente un personaje atractivo, puesto que es un muchacho vanidoso, ambicioso, egoísta y con muchos de los rasgos de un donjuán…
– O sea, nada atractivo -concordó él, acomodándose un poco más atrás en el asiento y mirándola fijamente. -Según la policía -prosiguió ella-, el chico en cuestión estaba enamorado de la señora Haslett y con el consentimiento de ésta o sin él, subió a su habitación durante la noche, trató de aprovecharse de ella y, como ella estaba prevenida y había cogido un cuchillo de la cocina y se lo había llevado a su cuarto… -Hester no hizo caso alguno de su mirada de incredulidad- a fin de protegerse contra aquella eventualidad e intentar salvaguardar su virtud, la víctima de la lucha que se desencadenó fue ella y no él, ya que el hombre la apuñaló y le causó la muerte.
Rathbone la miró pensativo, juntas las yemas de los dedos.
– ¿Y usted cómo sabe todo esto, señorita Latterly? O mejor, ¿cómo ha deducido todo esto la policía?
– Pues porque, como había transcurrido mucho tiempo desde que se habían iniciado las pesquisas, varias semanas de hecho, y la cocinera reclamó que de la cocina había desaparecido uno de los cuchillos -explicó Hester- la policía decidió practicar un segundo registro en toda la casa, mucho más concienzudo que el anterior, y en el curso del mismo apareció en el cuarto del lacayo en cuestión, escondido detrás de un cajón de su cómoda, entre el propio cajón y el armazón externo del mueble, el cuchillo que andaban buscando, manchado de sangre, así como un salto de cama perteneciente a la señora Haslett, igualmente manchado de sangre.
– ¿Y por qué no lo cree usted culpable? -preguntó, interesado, el señor Rathbone.
Era difícil dar una respuesta sucinta y lúcida a una pregunta formulada tan a quemarropa.
– Puede serlo, pero creo que no se ha demostrado -comenzó a explicar Hester, aunque ahora menos segura-. No hay más pruebas reales que el cuchillo y el salto de cama y, en realidad, cualquier persona habría podido esconder ambas cosas donde las encontraron. ¿Por qué iba a guardarlas en lugar de deshacerse de ellas? No le habría costado mucho limpiar el cuchillo y volverlo a colocar en su sitio y, en cuanto al salto de cama, habría podido echarlo en el hornillo de la cocina y habría ardido sin dejar rastro.
– ¿No podría ser que quisiese regodearse en el delito una vez perpetrado? -apuntó Rathbone, aunque la inflexión de la voz reveló que ni él mismo creía en aquella posibilidad.
– Sería una estupidez y el muchacho no tiene nada de estúpido -dijo ella inmediatamente-. La única razón que podría justificar que guardase estos objetos sería la de querer involucrar a alguna otra persona.
– ¿Por qué no lo hizo, pues? ¿No se sabía que la cocinera había echado en falta el cuchillo y que esto desencadenaría un registro? -Movió negativamente la cabeza con un leve gesto-. Debe de ser una cocina bastante rara la de esta casa.
– ¡Claro que se sabía! -dijo Hester-. Por esto hubo alguien, quienquiera que sea, que lo escondió en la habitación de Percival.
El hombre frunció el ceño y pareció desconcertado, aunque era evidente que se había despertado su interés.
– Lo que quisiera saber es por qué motivo la policía no encontró estos objetos la primera vez -dijo mirando a Hester por encima del extremo de sus dedos-. Estoy seguro de que no fueron tan remisos como para no hacer un registro concienzudo inmediatamente después del delito, o por lo menos cuando dedujeron que el culpable no había sido un intruso sino que era un residente.