– Estos objetos que le he mencionado no estaban entonces en la habitación de Percival -se apresuró a decir Hester-. Alguien los colocó más tarde en este sitio sin que él lo supiera y con el propósito de que los encontraran. Eso fue lo que, efectivamente, ocurrió.
– Sí, mi querida señorita Latterly, esto es muy posible, pero usted no comprende mi punto de vista. Se supone que la policía al principio lo registró todo, no sólo la habitación del desgraciado Percival. Habrían debido encontrar estos objetos dondequiera que estuvieran metidos.
– ¡Ah! -exclamó Hester comprendiendo lo que él había querido decir-, ¿se refiere a que primero los sacaron de la casa y después volvieron a introducirlos en ella? ¡Qué sangre fría! Los tuvieron guardados con la intención específica de comprometer a alguna persona en caso de que se presentara la ocasión.
– Eso parece, si bien cabe preguntarse por qué escogieron este momento en concreto y no otro anterior. O quizá fue que la cocinera tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había desaparecido el cuchillo. Es posible que actuaran varios días antes de que ella se apercibiera de la desaparición. Podría ser interesante saber cómo fue que ella se diera cuenta, si fue porque se lo hizo observar otra persona y, en ese caso, quién.
– Puedo encargarme de averiguarlo.
Rathbone sonrió.
– Imagino que los criados de esa casa no tienen más tiempo libre que el habitual en su caso y que no salen nunca durante el horario de trabajo.
– No, nosotros… -Qué extraña le sonaba esta palabra referida a los criados. Le producía un curioso resquemor pronunciarla delante de Rathbone, pero no era el momento para andarse con remilgos-. Disponemos de media jornada cada dos semanas siempre que lo permitan las circunstancias.
– Lo que quiere decir que un criado difícilmente habría tenido ocasión de sacar de la casa el cuchillo y el salto de cama inmediatamente después de cometido el asesinato, de irlos a buscar después al lugar donde los tuviera escondidos y de volver con ellos cuando la cocinera informó de la desaparición del cuchillo y la policía inició la búsqueda -concluyó Rathbone.
– Tiene usted razón. -Era una victoria pequeña, pero tenía su importancia. Hester sintió que dentro de ella nacía la esperanza, por lo que se puso en pie y se dirigió rápidamente a la repisa de la chimenea y, una vez allí, se volvió-. Tiene toda la razón. Runcorn no ha considerado nunca este detalle. Cuando se lo planteen, esto lo obligará a reflexionar.
– Lo dudo -dijo Rathbone con gravedad-. Es una excelente cuestión de lógica, pero tendría una agradable sorpresa si descubriera que la lógica preside en la actualidad los procedimientos policiales, sobre todo teniendo en cuenta que, como usted ha dicho, ya han detenido y acusado a ese desgraciado de Percival. ¿Está involucrado en el caso su amigo, el señor Monk?
– Lo estaba, pero dimitió antes de aceptar que detuvieran a Percival basándose en pruebas que él no tenía por tales.
– Una actitud muy noble -dijo Rathbone, si bien con aspereza-, aunque poco práctica.
– Creo que fue más bien fruto de la indignación -dijo Hester, sintiéndose instantáneamente traidora-, lo que no me puedo permitir criticar, ya que a mí me expulsaron del dispensario por haberme permitido tomar decisiones sin la autoridad precisa para hacerlo.
– ¿En serio? -Enarcó las cejas y apareció un gran interés en sus pupilas-. Cuénteme qué sucedió, por favor.
– No puedo permitirme retenerlo por más tiempo, señor Rathbone -dijo con una sonrisa a fin de suavizar sus palabras y porque lo que iba a decir era una impertinencia-. Si quiere que le suministre estos datos, tendremos que hacer un trueque con nuestros respectivos tiempos, media hora contra media hora. En ese caso lo haré con mucho gusto.
– Me encantará -aceptó Rathbone-. ¿Quiere que lo hablemos aquí o me permite que la invite a comer conmigo? ¡No sé en cuánto valora su tiempo! -dijo Rathbone con expresión burlona y un poco irónica-. A lo mejor no puedo permitirme pagar el precio. Podríamos hacer un trato: media hora de su tiempo a cambio de media hora más del mío. De ese modo podrá contarme el resto de la historia de Percival y de los Moidore, yo podré darle el consejo que me parezca más adecuado y usted me pondrá en antecedentes de la historia del dispensario.
Se trataba de una oferta singularmente atractiva, no sólo porque atañía a Percival sino porque Hester encontraba muy estimulante y agradable la compañía de Rathbone.
– Si puede ser dentro del tiempo que me concede lady Moidore, acepto encantada -se avino Hester, que de pronto sintió una inexplicable timidez.
Rathbone se puso en pie con elegante desenvoltura.
– ¡Excelente! Terminaremos la sesión en la hospedería de la esquina, donde sirven comida a todas horas. Será menos respetable que la casa de un amigo mutuo pero, puesto que no lo tenemos, deberemos conformarnos con lo que hay. En cualquier caso no perjudicará su reputación de forma irreparable.
– Me temo que esto, en mi caso, ya no tiene remedio, cuando menos en los aspectos que más me importan -replicó condescendiendo a burlarse de sí misma-. El doctor Pomeroy ya se ocupará de que no me den trabajo en ningún hospital de Londres. La verdad es que estaba francamente furioso conmigo.
– ¿Era apropiado el tratamiento que usted dispensó al paciente? -preguntó Rathbone, recogiendo su sombrero y abriendo la puerta para que Hester pasara.
– Eso parece.
– Entonces tiene usted razón: lo que hizo fue imperdonable. -Rathbone se adelantó para abrirle camino hacia la calle, donde la temperatura era glacial. Rathbone caminaba a su lado por el lado externo de la acera, guiándola a través de la calle, cruzándola al llegar a la esquina, eludiendo el tráfico y el barrendero que limpiaba la encrucijada, hasta que llegaron a la entrada de una simpática posada que databa de los mejores tiempos de las diligencias, de cuando eran el único medio para trasladarse de una ciudad a otra antes de la aparición del tren de vapor.
El interior estaba decorado con muy buen gusto y, de haber dispuesto de más tiempo, a Hester le habría encantado entretenerse un rato con los cuadros, los anuncios, las bandejas de cobre y de estaño y las cornetas de la casa de postas. También hubo de llamarle la atención la clientela, acomodados hombres de negocios de rostro sonrosado y vestidos con buenas ropas para protegerse contra los rigores del invierno, la mayoría rebosante de buen humor.
El dueño del local acogió con gran cordialidad a Rathbone así que cruzó la puerta, le ofreció inmediatamente una mesa situada en un rincón acogedor y le aconsejó en relación con los platos especiales del día.
Rathbone consultó a Hester con respecto a sus preferencias, pidió lo que querían y el dueño se encargó personalmente de que les sirvieran lo mejor. Rathbone se dejó agasajar como si fuera una ocasión especial, aunque era evidente que las circunstancias eran las habituales. Sus maneras eran agradables, aunque manteniendo la distancia adecuada entre los caballeros y los posaderos.
Durante la comida, que no fue propiamente comida ni cena pero sí de excelente calidad, le contó el resto del caso de Queen Anne Street hasta allí donde ella estaba enterada, incluyendo la violación comprobada de Martha Rivett y su posterior despido y, lo que más contaba, su opinión acerca de las emociones de Beatrice, sus miedos, que como era obvio seguían persistiendo pese a la detención de Percival, y las observaciones de Septimus con respecto a que Octavia había dicho que la tarde antes de su muerte, durante la cual se había ausentado de casa, se había enterado de algo especialmente impresionante y angustioso, si bien le faltaban todavía algunas pruebas para verificarlo.