También le habló de John Airdrie, del doctor Pomeroy y de la loxa quinina.
Ya había consumido una hora y media del tiempo de Rathbone y veinticinco minutos del propio, aunque se olvidó de contabilizarlo hasta que despertó por la noche en su habitación de Queen Anne Street.
– ¿Qué me aconseja usted? -preguntó seriamente Hester a Rathbone, inclinando ligeramente el cuerpo sobre la mesa-. ¿Qué se puede hacer para impedir que acusen a Percival sin contar con pruebas?
– Usted no ha dicho quién va a defenderlo -replicó Rathbone con igual gravedad.
– Lo ignoro. Él no tiene dinero.
– Naturalmente. Si lo tuviera ya se convertiría en sospechoso por este simple hecho. -Sonrió haciendo al mismo tiempo una mueca-. De vez en cuando me hago cargo de algún caso sin percibir honorarios, señorita Latterly. Simplemente como una buena obra. -Su sonrisa se ensanchó-. Después me recupero cargando una cantidad exorbitante al cliente que está en condiciones de poder pagármela. Le doy mi palabra de que haré las investigaciones oportunas, además de todo cuanto esté en mi mano.
– Le quedo muy agradecida -dijo Hester sonriendo a su vez-. ¿Quiere tener la amabilidad de decirme qué le debo por su consejo?
– Quedamos en media guinea, señorita Latterly.
Hester abrió la redecilla, sacó media guinea de oro -la última que le quedaba- y se la entregó. Rathbone le dio cortésmente las gracias y se la deslizó en el bolsillo.
Se levantó, apartó la silla para que se levantara ella y Hester salió de la hospedería con un intenso sentimiento de satisfacción que las circunstancias no justificaban en absoluto, mientras el hombre se lanzaba a la calle a parar un cabriolé para ella y darle las señas de Queen Anne Street.
El juicio de Percival Garrod se inició a mediados de enero de 1857 y como Beatrice Moidore todavía sufría de vez en cuando de ocasionales accesos de angustia y ansiedad, Hester siguió prestándole sus servicios y ocupándose de ella, lo que no le venía nada mal dado que todavía no había encontrado otro medio de ganarse la vida, pero sobre todo porque significaba poder continuar viviendo en la casa de Queen Anne Street y observar a la familia Moidore. Pese a que aún no se había enterado de nada que pudiera ser de utilidad, no perdía nunca las esperanzas.
Al juicio que se celebró en Old Bailey asistió la familia al completo. Basil habría deseado que las mujeres se quedaran en casa y presentaran su testimonio por escrito, pero Araminta se negó a obedecer esta orden y, aunque las ocasiones en que ella y su padre chocaban eran raras, si se producían era Araminta quien solía llevarse el agua a su molino. Beatrice no se enfrentó con su marido por esta cuestión, se limitó a vestirse de negro con absoluta sencillez y sin adornos de ninguna clase, se cubrió de espesos velos y dio las oportunas instrucciones a Robert para que la llevara en coche al juzgado. Con el deseo de mostrarse servicial, Hester se ofreció a acompañarla y quedó encantada al ver que aceptaba su ofrecimiento.
Fenella Sandeman se echó a reír ante la mera posibilidad de perderse una ocasión tan espectacular como aquélla y abandonó la sala con una dosis de alcohol bastante elevada en el cuerpo y envuelta en un largo chal de seda negra, que hacía ondear en el aire con movimientos de su blanco brazo, cubierto por un mitón de encaje negro. Basil profirió una palabra gruesa, aunque de bien poco le sirvió. Caso de haberla oído, pasó por encima de la cabeza de Fenella sin rozarla apenas.
Romola se negó a ser la única mujer de la familia que se quedaba en casa y nadie se molestó en discutir su decisión.
La sala de justicia estaba atestada de espectadores y, como esta vez Hester no tenía que declarar, estuvo en libertad de sentarse entre el público.
El procedimiento judicial estaba presidido por el señor F. J. O'Hare, un caballero muy aparatoso que se había hecho célebre por haber llevado unos cuantos casos sensacionales, así como otros menos populares que le habían proporcionado una gran cantidad de dinero. Era un hombre muy respetado por sus colegas profesionales y adorado por el público, al que entretenía e impresionaba con sus maneras tranquilas pero contenidas y sus repentinas explosiones dramáticas. Era de altura mediana pero de constitución robusta, cuello corto y unos hermosos cabellos plateados y muy ondulados. De habérselos dejado más largos, habrían tenido el aspecto de una melena leonina, pero al parecer prefería llevarlos más cuidados. Tenía una cadencia musical en la voz que Hester no habría sabido identificar, además de un ligerísimo ceceo.
Oliver Rathbone defendió a Percival y, tan pronto como Hester lo vio, sintió cantar dentro de ella una alocada esperanza, como si fuera un pájaro que se remontara en el cielo a favor del viento. No era sólo la sensación de que podía hacerse justicia a pesar de todo, sino que Rathbone estaba dispuesto a luchar simplemente por la causa, no para conseguir una recompensa. La primera testigo que se llamó a declarar fue la sirvienta de arriba, Annie, que había sido la que había descubierto el cadáver de Octavia Haslett. Tenía un aspecto muy sobrio vestida con el traje de paño azul que se ponía para salir y un gorro que le cubría el cabello y la hacía parecer más joven, agresiva y vulnerable a un tiempo.
Percival estaba de pie en el banquillo, muy erguido y mirando fijamente al frente. Podía faltarle humildad, compasión u honor, pero no coraje. Hester lo recordaba más alto y ahora le pareció más estrecho de hombros. Había que tener en cuenta, sin embargo, que ahora estaba inmóvil y que no podía lucir aquel balanceo característico de su andar ni aquella vitalidad que le era propia. Ahora estaba indefenso para luchar. Todo estaba en manos de Rathbone.
Llamaron a continuación al médico, que se apresuró a prestar declaración: Octavia Haslett había sido apuñalada durante la noche y la muerte había sido resultado de sólo dos agresiones en la parte baja del tórax, debajo mismo de las costillas.
El tercer testigo fue William Monk y su declaración llenó el resto de la mañana y toda la tarde. Se mostró cortante, sarcástico y minuciosamente exacto, pero se negó a sacar las conclusiones más evidentes en relación con ningún aspecto.
F. J. O'Hare fue paciente al principio y de una exquisita cortesía, como si esperase la oportunidad propicia para asestar el golpe decisivo, que no se precipitó hasta casi el final, cuando su pasante le entregó una nota en la que al parecer le recordaba el caso Grey.
– Según he podido juzgar, señor Monk, ya que parece que usted ahora es el señor Monk, no el inspector Monk, ¿no es así?… -El ceceo de su dicción era casi imperceptible.
– Así es -admitió Monk sin que su expresión se alterara lo más mínimo.
– Según he podido juzgar por su testimonio, señor Monk, usted no considera culpable a Percival Garrod.
– ¿Es una pregunta, señor O'Hare?
– Lo es, señor Monk, lo es en efecto.
– Estimo que las pruebas que se tienen actualmente a mano no lo demuestran -replicó Monk-, lo que no es lo mismo.
– ¿Considera que en la práctica es diferente, señor Monk? Corríjame si estoy en un error, pero ¿no se mostraba usted también reacio a condenar al acusado en el último caso que llevó? Creo recordar que se trataba de un tal Menard Grey.
– No -lo contradijo Monk al instante-, yo estaba totalmente dispuesto a acusarlo, ávido incluso. Lo que no quería es que lo colgaran.
– ¡Ah, bueno, las circunstancias atenuantes! -admitió O'Hare-, pero no encontrará ninguna en el caso del asesinato de la hija del dueño de la casa por mano de Percival Garrod. Supongo que algo así agotaría incluso un ingenio como el suyo. O sea que usted sigue manteniendo que el hecho de haber encontrado el arma con la que se cometió el asesinato y la prenda manchada de sangre de la víctima, ambas cosas escondidas en la habitación de Percival Garrod y que según usted manifiesta descubrió usted mismo, no constituyen a sus ojos prueba satisfactoria suficiente. ¿Qué más necesita, señor Monk? ¿Un testigo ocular?