– Sólo sería prueba satisfactoria en el caso de que su veracidad fuera incuestionable -replicó Monk con indignación evidente-. Preferiría una evidencia que tuviera sentido.
– ¿Por ejemplo, señor Monk? -lo invitó O'Hare. Miró a Rathbone para ver si ponía alguna objeción. El juez frunció el ceño y también se quedó a la espera. Rathbone sonrió con benevolencia, pero no dijo nada.
– Que existiera un motivo para que Percival tuviera guardada esta… -Monk vaciló y evitó la palabra «maldita» al sorprender la mirada de O'Hare y darse cuenta de que ya saboreaba una repentina victoria, efímera e injustificada-. Esta prueba material tan inútil y perjudicial que tan fácilmente habría podido destruir. En el caso del cuchillo, bastaba simplemente con limpiarlo y volverlo a dejar en el sitio que tenía destinado en la cocina.
– ¿No querría, quizás, incriminar a alguna otra persona? -O'Hare levantó la voz imprimiéndole una inflexión próxima a la nota humorística, como si se tratara de una deducción obvia.
– Entonces le falló el tiro por completo -replicó Monk-, pese a contar con la oportunidad. Habría podido subir al piso de arriba y dejar el cuchillo donde quisiese al enterarse de que la cocinera había notado su desaparición.
– Quizá tuvo esta intención, pero no se le presentó ocasión de hacerlo. ¡Qué agonía debió de suponer para él esa impotencia! ¿No lo imaginan? -O'Hare se volvió al jurado y levantó las manos con las palmas hacia arriba-. ¡Qué ironía! ¡Le había salido el tiro por la culata! ¿Quién lo merecía más que él?
Esta vez Rathbone se levantó y objetó a sus palabras.
– Señoría, el señor O'Hare da por sentado un hecho que todavía está por demostrar. Pese a sus valiosas dotes de persuasión, hasta ahora no nos ha dicho quién puso los objetos a los que hemos hecho referencia en la habitación de Percival. ¡Deduce su conclusión a partir de la premisa y la premisa a partir de la conclusión!
– Proceda con más miramientos, señor O'Hare -lo amonestó el juez.
– Lo haré, señoría -prometió O'Hare-. ¡Tenga por seguro que lo haré!
El segundo día O'Hare comenzó por la prueba material descubierta de forma tan espectacular. Llamó a la señora Boden, que subió al estrado con aire sencillo y un poco aturdida, muy ajena al ambiente que la rodeaba. Estaba acostumbrada a hacer valer su criterio y sus excepcionales cualidades físicas. Su trabajo hablaba por ella. Ahora se veía obligada a estar de pie e inmóvil, toda su actividad era verbal, lo que suponía una situación que la hacía sentirse incómoda.
Cuando se lo mostraron, miró el cuchillo con repulsión, si bien admitió que lo había utilizado en su cocina. Lo identificó a través de varias marcas y rasguños del mango y de una irregularidad de la hoja. Conocía bien los instrumentos con los que desempeñaba su trabajo. Con todo, pareció azorada cuando Rathbone la acució a preguntas con la intención de averiguar exactamente cuándo lo había utilizado por última vez. Rathbone hizo una revisión de todas las comidas del día, preguntándole qué cuchillos utilizaba en su preparación, hasta que al final la mujer se mostró tan confusa que él acabó dándose cuenta de que estaba distanciándose a la sala al ametrallarla a preguntas acerca de algo cuyo conocimiento no parecía interesar a nadie.
Se levantó después O'Hare, sonriente y afable, y citó a Mary, la camarera de las señoras a fin de que declarase que el salto de cama manchado de sangre pertenecía, efectivamente, a Octavia. Estaba muy pálida, sin el más leve rastro de color en sus mejillas de tinte marcadamente oliváceo, y hablaba con voz extrañamente apagada. Juró, pese a todo, que la prenda pertenecía a su señora. Se la había visto puesta en múltiples ocasiones, aparte de que había planchado aquel satén y alisado el encaje.
Rathbone no le hizo ninguna pregunta. No tenía nada que discutir con ella.
Seguidamente O'Hare llamó al mayordomo. Cuando Phillips ocupó el estrado de los testigos su rostro tenía un tinte francamente cadavérico. A través de sus escasos cabellos su cráneo reflejaba con su brillo la luz de la sala y, aunque sus cejas estaban más alborotadas que de costumbre, su expresión tenía la dignidad de la persona obligada a afrontar la desgracia, como un soldado que se enfrenta a una multitud levantisca sin contar con las armas necesarias para defenderse.
O'Hare se guardó muy bien de insultarlo con modales descorteses o dándose aires de superioridad. Después de reconocer oficialmente la posición de Phillips y sus distinguidas credenciales, le pidió que informase acerca de su rango superior al de todos los demás criados de la casa. Una vez puntualizados estos extremos ante el jurado y los asistentes, procedió a trazar un cuadro altamente desfavorable de Percival como hombre, sin desvirtuar en ningún momento sus cualidades como criado. Ni una sola vez obligó a Phillips a mostrarse malicioso o negligente en sus manifestaciones. Fue una actuación magistral. A Rathbone no le quedó otra cosa que preguntar a Phillips si tenía la más ligera idea de si aquel joven un tanto altanero y arrogante podía haber elevado sus ojos hasta la hija del dueño, a lo que Phillips replicó con una escandalizada negativa, si bien en aquel momento nadie habría esperado que admitiera aquella idea. No era el momento.
O'Hare llamó únicamente a otra persona del servicio: Rose.
Iba vestida muy correctamente. El negro le sentaba muy bien al color claro de su piel y a sus ojos azules casi luminosos. Estaba impresionada por la situación, pero no la arredraba: hablaba levantando la voz y con decisión, pese a que se la veía emocionada. Sin que O'Hare tuviera que incitarla demasiado, ya que se mostró en extremo solícito con ella, Rose manifestó que Percival al principio era muy obsequioso, le profesaba una evidente admiración y era muy correcto en el trato con ella. Más adelante le había hecho comprender gradualmente que quería formalizar el afecto que sentía por ella y, finalmente, le había manifestado que aspiraba a casarse con ella.
La chica expuso todo esto con actitud modesta y tono afable, pero de pronto se le endureció el gesto y, avanzando la barbilla, se mantuvo muy rígida en el estrado. Su voz se hizo más opaca, se impregnó de emoción y, sin mirar ni un solo momento al jurado ni a los asistentes, explicó a O'Hare que un buen día cesaron por completo las atenciones que le prodigaba Percival y que a partir de entonces éste le hablaba cada vez con más frecuencia de la señorita Octavia y de las distinciones que ésta le dispensaba, que lo llamaba por los motivos más triviales, como sí desease su compañía, y que últimamente se arreglaba más que antes y solía hacer observaciones sobre lo agradable del aspecto del propio Percival.
– ¿Se lo decía tal vez para ponerla a usted celosa, señorita Watkins? -preguntó O'Hare con el aire más inocente de este mundo.
La chica tuvo un acceso de recato, bajó los ojos y respondió con voz sumisa, desapareció de ella el veneno y volvió a acusar la ofensa sufrida.
– ¿Celosa, señor? ¿Cómo iba yo a estar celosa de una señora como la señorita Octavia? -respondió con recato-. Ella era mujer hermosa, educada e instruida, llevaba unos vestidos muy bonitos. ¿Cómo podía yo luchar contra todas estas cosas?
Vaciló un momento y después prosiguió.
– La señorita Octavia no se habría casado nunca con él, era locura pensarlo. Yo habría podido estar celosa de otra sirvienta como yo, de una chica capaz de dar a Percival verdadero amor, de compartir una casa con él y, con el tiempo, de formar una familia. -Miró sus manos fuertes pero pequeñas y de pronto volvió a levantar los ojos-. No, señor, ella lo aduló y a él se le subió a la cabeza. Yo me figuraba que estas cosas sólo les ocurrían a las camareras y a las sirvientas, que a veces caen en manos de amos que no saben lo que es la decencia. Jamás habría creído que un lacayo pudiera ser tan bobo. O que una señora… en fin. -Bajó los ojos.