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Rathbone le preguntó si su hermana le había dicho alguna vez que tuviera miedo de Percival o de alguna otra persona en concreto. Araminta lo negó, añadiendo que de ser así habría tomado las medidas oportunas para protegerla.

Rathbone le preguntó si ellas dos, como hermanas, se llevaban bien. Araminta lamentaba profundamente que, desde la muerte del capitán Haslett, Octavia hubiera cambiado y no existiera entre las dos un vínculo afectivo tan estrecho como en otros tiempos. Rathbone no vio fisura alguna en su declaración, como tampoco palabra o actitud dignas de ataque. Así pues, adoptó una actitud prudente y abandonó el interrogatorio. Myles añadió muy poco a lo que ya se sabía. Comprobó que, en efecto, Octavia había cambiado desde que se había quedado viuda. Su comportamiento era deplorable y lamentaba tener que admitir que cedía fácilmente a las emociones y carecía a menudo de criterio debido al consumo excesivo de vino. Sin duda debió de ser en alguna de aquellas ocasiones cuando no supo poner coto como correspondía a la conducta osada de Percival. Más tarde, en momentos de mayor sobriedad, al darse cuenta de lo que había hecho, se habría sentido avergonzada de buscar ayuda y habría optado por llevarse a la cama un cuchillo de cocina. Era algo sumamente trágico y todos estaban profundamente afectados.

Rathbone no se atrevió a atacarlo, era demasiado consciente de la simpatía que había despertado en el público para intentarlo.

El último testigo que llamó O'Hare fue el propio sir Basil. Ocupó el estrado con actitud grave y toda la sala se vio recorrida por una oleada de simpatía y de respeto. Hasta los miembros del jurado se quedaron más erguidos y uno echó el cuerpo para atrás en señal de mayor respeto.

Basil habló con sencillez de su hija muerta, del dolor en que se había sumido al recibir la noticia de que su marido había perdido la vida en la guerra, de lo mucho que aquel hecho había trastornado sus emociones haciéndola llegar al extremo de buscar solaz en el vino. Sentía una profunda vergüenza al tener que admitirlo… lo que provocó un murmullo de simpatía entre el público. Eran muchos los que habían perdido a algún ser querido en aquellos baños de sangre de Balaclava, Inkermann, el Alma, o a consecuencia de los rigores del hambre y el frío en las colinas de Sebastopol, o a causa de la enfermedad en el temible hospital de Shkodër. Conocían todas las manifestaciones del dolor y el hecho de admitirlo establecía un vínculo entre ellos. Admiraban su dignidad y su franqueza. El calor del afecto que había levantado se notaba incluso en el lugar donde estaba sentada Hester. Sentía a Beatrice a su lado, pero el velo que le cubría la cara la hacía casi invisible y ocultaba sus emociones.

O'Hare estuvo brillante y Hester se sintió desfallecer.

Por fin le correspondió a Rathbone ejercer la defensa a la que tuviera acceso.

Comenzó interrogando al ama de llaves, la señora Willis. Estuvo cortés en su trato con ella, haciendo que expusiera sus credenciales que la acreditaban para desempeñar el puesto preeminente que ocupaba, ya que no sólo llevaba la economía del piso superior sino que era responsable del personal femenino, aparte del personal de la cocina. Su bienestar moral constituía su principal preocupación.

¿Estaban autorizados los devaneos amorosos?

La mujer se encrespó ante la mención de aquella simple posibilidad. No, no estaban autorizados ni de lejos. Por otra parte, ella tampoco habría permitido que se emplease a ninguna chica propensa a tales actitudes. Si entre las chicas de servicio hubiera detectado a alguna cuyo comportamiento tuviese alguna fisura, habría sido motivo suficiente para que fuera despedida en el acto y sin referencias. No era preciso recordar qué podía ocurrirle a una persona en esas condiciones.

¿Y si una sirvienta quedaba embarazada?

Despido inmediato, por supuesto. ¿Qué otra cosa cabía esperar?

Nada más, naturalmente. ¿Se tomaba de verdad en serio la señora Willis sus deberes en este sentido?

¡Claro! Ella era una mujer cristiana.

¿Había acudido a ella en alguna ocasión una de las chicas para decirle, aunque fuera de manera indirecta, que alguno de los criados, ya fuera Percival u otro, se había propasado con ella?

No, nunca. La verdad es que Percival sólo pensaba en sí mismo, era muy creído, más presumido que un pavo reaclass="underline" había tenido ocasión de ver la ropa y las botas que llevaba y la verdad es que no sabía de dónde sacaba el dinero para comprarlo.

Rathbone volvió a insistir sobre el tema. ¿Alguien se había quejado de Percival?

No, muchas impertinencias, eso sí, pero la mayoría de camareras las valoraban en lo que eran realmente, es decir, en nada.

O'Hare optó por no agobiarla y se limitó a señalar que, como no dedicaba sus servicios a Octavia Haslett, su testimonio tenía poco valor.

Rathbone volvió a levantarse para decir que una gran parte de las pruebas presentadas contra la conducta de Percival se apoyaban en la valoración de su tratamiento de las sirvientas.

El juez observó que el jurado decidiría en consecuencia.

Rathbone llamó a Cyprian, a quien no hizo ninguna pregunta relacionada con su hermana ni con Percival. En lugar de esto observó que la habitación de Cyprian estaba al lado de la de Octavia y seguidamente le preguntó si en la noche en que fue asesinada había oído algún ruido extraño o algo anormal.

– No, nada. De otro modo habría ido a ver si le pasaba algo -dijo Cyprian, no sin cierta sorpresa.

– ¿Tiene usted un sueño muy profundo? -le preguntó Rathbone.

– No.

– ¿Tomó usted mucho vino durante la cena?

– No, muy poco -contestó Cyprian con el entrecejo fruncido-. No veo a qué viene su pregunta, señor. Sobre que a mi hermana la mataron en la habitación contigua a la mía no hay ninguna duda, pero no veo qué importancia puede tener que yo oyera o no ruidos. Percival es mucho más fuerte que ella… -Estaba muy pálido y tenía dificultades para dominar la voz-. Supongo que no le costó mucho trabajo reducirla.

– ¿Y ella no gritó? -Rathbone pareció sorprendido.

– Al parecer, no.

– Pero el señor O'Hare quiere convencernos de que fue ella quien se llevó el cuchillo de cocina a la cama y que lo hizo para poner coto a las inoportunas atenciones del lacayo -dijo Rathbone con sobrada lógica-. Sin embargo, parece que cuando él entró en su habitación, ella se levantó de la cama. No es que la encontraran en la cama, sino que se encontró su cuerpo sobre la cama. No estaba en la postura normal de la persona que duerme… con respecto a esto contamos con el testimonio del señor Monk. Se había levantado, se había puesto el salto de cama, había sacado el cuchillo de cocina del sitio donde lo tenía guardado y se había enzarzado en una lucha con intención de defenderse…

Hizo unos movimientos negativos con la cabeza, se desplazó ligeramente de sitio y se encogió de hombros.

– Seguramente ella le advirtió que se iba a defender. No creo que se abalanzase de buenas a primeras sobre el lacayo cuchillo en mano. Probablemente lucharon y él le quitó el cuchillo… -Rathbone levantó las manos-. En el curso de la pelea, finalmente, la apuñaló hasta matarla. ¡Y pese a tanta lucha, ninguno de los dos profirió un solo grito! ¡Este enfrentamiento ocurrió en el más absoluto de los silencios! ¿No le parece un poco extraño, señor Moidore?

El jurado se inquietó y Beatrice hizo una profunda aspiración.

– ¡Sí! -admitió Cyprian con una sorpresa que iba creciendo por momentos-. Sí, así es. Me parece extrañísimo. No entiendo por qué no gritó.