– Ni yo, señor Moidore -Rathbone coincidió con él-. No hay duda de que habría sido una defensa mucho más efectiva y menos peligrosa para ella, y también mucho más natural en una mujer que utilizar un cuchillo de cocina.
O'Hare se levantó.
– A pesar de todo, señor Moidore y señores del jurado, subsiste el hecho de que ella tenía en su poder un cuchillo de cocina y de que la apuñalaron con él. Es muy posible que no lleguemos a saber nunca qué clase de extraña conversación sostuvieron aquella noche, aunque sí que seguramente fue a media voz, pero de lo que no tenemos duda alguna es de que Octavia Haslett murió a consecuencia de las heridas de un cuchillo y de que el cuchillo en cuestión, manchado de sangre, lo mismo que el salto de cama desgarrado, fueron localizados en la habitación de Percival. ¿Es preciso que sepamos lo que dijeron palabra por palabra y tengamos conocimiento de todos sus gestos para llegar a una conclusión?
En la sala se levantó un murmullo de voces. El jurado hizo un ademán. Beatrice, sentada al lado de Hester, gimió.
Llamaron a Septimus, quien expuso a la concurrencia que el día de la muerte de Octavia, al llegar a casa, la había visto y ella le había comunicado que había descubierto una cosa espantosa, algo escalofriante y que tan sólo le faltaba una prueba final para corroborar que era verdad. Sin embargo, ante la insistencia de O'Hare, tuvo que admitir que nadie había oído la conversación que ellos dos habían sostenido y que él tampoco había referido el hecho. Por consiguiente, O'Hare tuvo que llegar a la triunfante conclusión de que no había motivo alguno para suponer que aquel descubrimiento tuviera que ver necesariamente con su muerte. A Septimus aquello no le gustó ni pizca y señaló que él no se lo había dicho a nadie, pero eso no significaba que Octavia no lo hubiera hecho. Pero ya era demasiado tarde. El jurado ya había tomado su decisión y nada de lo que Rathbone pudiera exponer en la recapitulación haría variar su postura. Se ausentaron durante poco tiempo y al volver estaban pálidos, con los ojos hundidos y mirando a todos lados menos a Percival. El veredicto que emitieron fue de culpabilidad. No había circunstancias atenuantes.
El juez se caló el negro birrete y pronunció la sentencia: Percival sería conducido al lugar de donde lo habían traído y, en el término de tres semanas, lo trasladarían al patio de ejecución, donde lo colgarían hasta que le sobreviniera la muerte. Que Dios se apiadase de su alma, ya que no tenía a quién recurrir en la Tierra.
Capítulo 10
– Lo siento mucho -dijo Rathbone con voz suave, pero mirando a Hester con intensa preocupación-. He hecho todo lo que he podido, pero los ánimos estaban muy exacerbados y no había nadie más a quien poder atribuirle responsabilidades con suficiente fundamento.
– ¿Y Kellard? -preguntó Hester, ni esperanzada ni convencida-. Si damos por hecho que Octavia se quería defender, eso no significa que se defendiera precisamente de Percival. De hecho, tendría más sentido que se hubiera defendido de Myles, en cuyo caso de poco le habría servido gritar. Lo único que él habría dicho entonces era que la había oído gritar y que había ido a ver qué le pasaba. Por lo tanto, habría contado con una excusa más plausible que Percival para estar en ese cuarto. Y además, ella habría podido sacudirse de encima a Percival con la simple amenaza de que aquello le iba a costar el puesto. Eso es algo que no podía hacer con Myles. Por otra parte, quizás Octavia tampoco habría querido que Araminta se enterase de cómo se comportaba su marido.
– Sí, lo sé.
Rathbone estaba de pie en su despacho, junto a la repisa de la chimenea, a poca distancia de Hester. Ésta estaba anonadada por la derrota, se sentía vulnerable, abatida por el terrible fracaso. Tal vez había juzgado mal las cosas. ¿No podía ser, después de todo, que Percival fuera culpable? A excepción de Monk, todos los demás lo creían. Pese a todo, había cosas que no cuadraban…
– ¿Hester?
– ¡Huy, lo siento! -se disculpó-. Estaba divagando…
– No podía hacer recaer las sospechas sobre Myles Kellard.
– ¿Por qué?
Rathbone sonrió levemente.
– ¿Qué pruebas puedo aportar que refrendaran que tenía el mínimo interés amoroso por su cuñada? ¿Quién de su familia lo corroboraría? ¿Araminta? Ella sabe que, si corría la voz, se convertiría en el hazmerreír de la buena sociedad londinense. Como circulara ese rumor, la compadecerían y, si admitiera abiertamente que lo sabe, la despreciarían. Pese a que sólo la conozco superficialmente, para ella sería igualmente intolerable.
– Dudo que Beatrice mintiera -dijo Hester, aun cuando se dio cuenta inmediatamente de que acababa de decir una tontería-. El hecho es que Kellard violó a la sirvienta Martha Rivett. Y Percival lo sabía.
– ¿Y qué sacamos con eso? -la cortó Rathbone-. ¿Qué crédito prestará el jurado a Percival? ¿O tengo que citar a declarar a la propia Martha? ¿O a sir Basil, que fue quien la despidió?
– No, claro que no -respondió Hester, desesperada, volviéndose hacia el otro lado-. No sé qué otra cosa podríamos hacer. Lamento dar la impresión de falta de lógica, pero la realidad es que… -Se calló y volvió a mirar a Rathbone-. Lo van a colgar, ¿verdad?
– Sí -la observó con expresión grave y llena de tristeza-. Aquí no hay circunstancias atenuantes. ¿Qué se puede decir para defender a un lacayo que pretende seducir a la hija de su amo y que, al verse rechazado, la mata con un cuchillo de cocina?
– Nada -dijo Hester quedamente-. Absolutamente nada, salvo que es un ser humano y que, colgándolo, también nosotros nos degradamos.
– Mi querida Hester… -Lentamente y con toda deliberación, con los ojos abiertos pero bajas las pestañas, Rathbone se inclinó hacia ella hasta besarla, no con pasión sino con extrema suavidad y con una intimidad tan morosa como delicada.
Cuando por fin se apartó de ella, Hester se sintió más sola que nunca en su vida y, al observar la expresión de Rathbone, comprendió que aquel acto también a él lo había cogido por sorpresa. Rathbone tomó aliento como si se dispusiera a decir algo, pero de pronto cambió de parecer y se apartó, se acercó a la ventana y se quedó junto a ésta, medio de espaldas a Hester.
– Siento muchísimo no haber podido hacer más por Percival -volvió a decir, con la voz ligeramente ronca e impregnada de una sinceridad de la que ella no podía dudar-, y no sólo por él sino también porque usted había depositado su confianza en mí.
– En este aspecto puede estar completamente tranquilo -se apresuró a decir ella-. Ya suponía que haría todo cuanto estuviera en su mano, pero no esperaba milagros. He podido darme cuenta de qué pasiones que hacen presa en el público. Quizá no se nos ofreció ocasión de hacer otra cosa. Se trataba simplemente de probar todo cuanto estuviera a nuestro alcance. Lamento haber hablado de forma tan precipitada. Comprendo que usted no podía hacer insinuaciones contra Myles, ni contra Araminta. Solamente habría conseguido que el jurado todavía se ensañara más con Percival. Lo veo claramente cuando me libro de la sensación de frustración y recurro más a la inteligencia. Rathbone le sonrió, le brillaban los ojos.
– Es usted muy práctica.
– No se burle de mí -dijo Hester sin sombra de resentimiento-. Sé que es una reacción poco femenina, pero no le veo la gracia en eso de comportarse tontamente cuando no hay necesidad de ello.
Rathbone sonrió más abiertamente.
– Querida Hester, a mí me ocurre lo mismo que a usted. Lo encuentro absurdo. Basta con que nos comportemos así cuando no hay más remedio. ¿Qué hará ahora? ¿Cómo piensa ganarse la vida cuando lady Moidore considere que ya no tiene necesidad de una enfermera?
– Pondré un anuncio solicitando un empleo similar, hasta que encuentre algún trabajo en la administración.