Después habló de la muerte del viejo rey Guillermo IV y de la subida al trono de la joven Victoria. La coronación fue un acto espléndido que excedía a todo lo imaginable. Beatrice estaba entonces en el momento culminante de su belleza y, sin vanidad alguna, habló de las fiestas a las que ella y Basil habían asistido y de la admiración que ella había provocado.
Trajeron la comida y se llevaron el servicio, después sirvieron el té, pero ella seguía huyendo de la realidad con creciente empeño, las mejillas cubiertas de intenso rubor y los ojos febriles.
Si acaso las habían echado en falta, no lo demostraron ni nadie fue a buscarlas.
Eran las cuatro y media, y ya había anochecido, cuando se oyó un golpe en la puerta.
Beatrice estaba pálida como una muerta. Miró a Hester y después, haciendo un enorme esfuerzo, dijo con voz monocorde:
– ¡Adelante!
Entró Cyprian con el rostro contraído por la angustia y el azoramiento, algo a lo que todavía no se podía llamar miedo.
– Mamá, ha vuelto la policía. No aquel hombre que se llamaba Monk sino el sargento Evan y un agente… y el maldito abogado que defendió a Percival. Beatrice se puso en pie. Su cuerpo se tambaleó un poco.
– Ahora bajo.
– Me temo que quieren hablar con todos nosotros pero se niegan a decir por qué. Supongo que será mejor que los recibamos aunque no tengo ni idea de lo que querrán ahora.
– Pues yo me temo, hijo mío, que va a ser algo sumamente desagradable.
– ¿Por qué? ¿Queda algo por decir?
– Queda mucho -replicó ella cogiéndolo del brazo para apoyarse en él a lo largo del pasillo y de las escaleras hasta el salón, donde ya se habían congregado todos, incluidos Septimus y Fenella. Junto a la puerta esperaba Evan y un agente no uniformado y en medio de la habitación estaba Oliver Rathbone.
– Buenas tardes, lady Moidore -dijo el abogado con voz grave, saludo que dadas las circunstancias tenía bastante de ridículo.
– Buenas tardes, señor Rathbone -dijo ella con un ligero temblor en la voz-. Supongo que ha venido para preguntarme por el salto de cama.
– Así es -dijo él con voz tranquila-. Siento tener que cumplir con este deber, pero no tengo más remedio. El lacayo Harold me ha dejado examinar la alfombra del estudio… -Se calló y sus ojos vagaron por las caras de todos los reunidos. Nadie se movió ni dijo palabra-. He descubierto las manchas de sangre de la alfombra y los restos adheridos en el puño del abrecartas. -Con gesto elegante se sacó el abrecartas del bolsillo y lo sostuvo, haciéndolo girar muy lentamente en la mano. La luz arrancó destellos de la hoja.
Myles Kellard estaba inmóvil, las cejas bajas y mirándolo con sorpresa.
Cyprian parecía sumamente preocupado.
Basil miraba sin parpadear. Araminta tenía las manos apretadas con tal fuerza que le resaltaban los nudillos y estaba blanca como el papel.
– Supongo que esto debe de tener alguna justificación -dijo Romola con aire irritado-. Detesto los melodramas. Le ruego que se explique y se deje de comedias.
– ¡Oh, cállate, por favor! -le soltó Fenella-. Tú odias todo lo que no es cómodo y se aparta de la rutina doméstica. Si no vas a decir nada útil, mejor que te calles.
– Octavia Haslett murió en el estudio -dijo Rathbone con voz monocorde y cautelosa, que pese a todo dominaba cualquier otro ruido o murmullo de la habitación.
– ¡Santo Dios! -Fenella se mostraba incrédula pero divertida por la situación-. No irá a insinuar que Octavia tuvo una cita con el lacayo en la alfombra del estudio. Sería absurdo, y de lo más incómodo disponiendo, como era el caso, de una cama estupenda.
Beatrice se volvió en redondo y le pegó un bofetón tan fuerte a Fenella que la hizo tambalear primero y derrumbarse sobre una de las butacas en segundo lugar.
– Hacía años que quería hacerlo -exclamó Beatrice con profunda satisfacción-. Seguramente va a ser el único gusto que hoy voy a darme. ¡No, imbécil! No era ninguna cita. Octavia descubrió que Basil había destinado a Harry a ir en cabeza de la carga de Balaclava, donde tantos murieron, y se sintió derrotada, caída en la trampa, igual que nosotros ahora. Octavia se suicidó.
Se produjo un impresionante silencio hasta que Basil dio un paso adelante, el rostro ceniciento y temblorosas las manos. Todavía hizo un supremo esfuerzo.
– ¡No es verdad! El dolor te ha desquiciado. Ve a tu habitación y avisaré al médico. ¡Por el amor de Dios, señorita Latterly, no se quede aquí, haga algo!
– ¡Lo que ha dicho lady Moidore es verdad, sir Basil! -Lo miró, imperturbable; por vez primera lo miró no como una enfermera a su amo, sino de igual a igual-. Fui al Ministerio de Defensa y me enteré de lo que le había ocurrido a Harry Haslett, supe de sus intervenciones, y también que Octavia había estado allí la tarde del día de su muerte y se había enterado de lo mismo.
Cyprian miró a su padre, después a Evan y en tercer lugar a Rathbone.
– Entonces, ¿qué hacía el cuchillo y el salto de cama de Octavia en la habitación de Percival? -preguntó-. Papá tiene razón. Lo que pudiera haber sabido Octavia de Harry no tiene sentido alguno. Existían las pruebas. Encontraron el salto de cama de Octavia, manchado de sangre y envolviendo el cuchillo.
– Sí, el salto de cama de Octavia manchado de sangre -admitió Rathbone- y envolviendo un cuchillo de cocina… pero no manchado con la sangre de Octavia. Octavia se mató con un abrecartas en el estudio de su padre, alguien de la familia la encontró, la trasladó escaleras arriba y la dejó en su habitación para que pareciera que la habían asesinado. -La expresión de su rostro demostraba contrariedad y desprecio-. Sin duda quería ahorrar a la familia la vergüenza y el oprobio del suicidio, así como todo lo que pudiera comportar tanto desde el punto de vista social como político. Después limpiaron el abrecartas y volvieron a dejarlo en su sitio.
– Pero ¿y el cuchillo de cocina? -repitió Cyprian-. ¿Y el salto de cama? Eran suyos. Rose identificó la prenda. Y lo mismo Mary. Y lo que todavía es más importante: Minta la vio aquella noche en el rellano con el salto de cama puesto. Y después estaba manchado de sangre.
– Era muy fácil hacerse con el cuchillo de cocina -dijo Rathbone con aire paciente-. La sangre podía proceder de cualquier trozo de carne comprado para la mesa: una liebre, un ganso, un trozo de ternera o de cordero…
– ¿Y el salto de cama?
– Éste es el punto crucial de toda la cuestión. Lo enviaron de la lavandería, el día anterior, en perfectas condiciones, limpio y sin mancha ni desgarrón alguno…
– Es natural -admitió de mala gana Cyprian-, no iban a mandarlo de otro modo. ¿De qué demonios habla, hombre?
– La noche en que la señora Haslett murió -Rathbone hizo como si no hubiera oído la interrupción, mostrándose con ello más educado que Cyprian-, primero se retiró a su habitación y se cambió para pasar la noche. Pero resultó que el salto de cama estaba roto y es probable que nunca sepamos cómo ocurrió el hecho. Encontró a su hermana, la señora Kellard, en el rellano y le dio las buenas noches, como usted acaba de decir y como sabemos a través de la propia señora Kellard. -Echó una mirada a Araminta y vio que ella asentía tan levemente con la cabeza que sólo el reflejo de la luz en su espléndida cabellera dio cuenta del movimiento-. Después fue a darle las buenas noches a su madre. Pero lady Moidore se dio cuenta del desgarrón y se ofreció a remendarlo, ¿no es así, señora?