– ¡Ni pensarlo! -le replicó Cyprian-. Él cree que…
– Tú cenaste en casa -lo cortó en seco Basil antes de que empezara a hablar-. ¿No viste a Octavia entonces?
– Sólo en la mesa -dijo Cyprian con presteza-. Y no sé si te acuerdas, pero Octavia apenas habló… conmigo ni con nadie.
Basil, que estaba de cara a la chimenea, se volvió a mirar a Monk.
– Mi hija tenía mala salud. Creo que aquel día no se encontraba muy bien. Es verdad que estuvo muy callada y que parecía contrariada por algo. -Volvió a meterse las manos en los bolsillos-. Pensé que a lo mejor tenía dolor de cabeza pero ahora, considerándolo mejor, pienso que quizá se había enterado de algún secreto desagradable y esto la tenía preocupada. De todos modos, difícilmente debía de presumir el peligro que suponía para ella.
– ¡Ojalá se hubiera confiado a alguien! -exclamó Cyprian con repentina pasión. No era preciso añadir nada más a todo el cúmulo de sentimientos que se escondían detrás de la frase, cosas como remordimiento o la sensación de haber fallado en algo. Pesaba en su voz y en la tensión de sus rasgos.
Antes de que al viejo Moidore le diera tiempo de contestar, alguien dio unos golpecitos en la puerta.
– ¡Adelante! -dijo, levantando vivamente la cabeza, irritado por la intromisión.
Monk se preguntó en un primer momento quién era la mujer que entró pero enseguida, al ver un cambio en la expresión de Cyprian, se acordó de que la había visto en el salón de la casa la primera mañana que había estado en ella: era Romola Moidore. Ahora parecía menos afectada por la desgracia, su cutis era impecable, sin defecto alguno. Tenía unos rasgos regulares, ojos grandes y una espesa cabellera. Lo único que podía impedir calificarla de belleza era un mohín en la boca que traducía una especie de enfurruñamiento, un humor inestable. Miró a Monk con aire de sorpresa. Era evidente que no se acordaba de él.
– El inspector Monk -le dijo Cyprian y, viendo que en el rostro de su mujer no se hacía la luz, aclaró-: sí, de la policía. -Entonces miró a Monk y hubo un momentáneo brillo de complicidad en sus ojos. Dejaba en sus manos la posibilidad de producir el efecto que desease.
Pero Basil lo estropeó todo con su explicación.
– La persona que mató a Octavia, quienquiera que fuese, vive en esta casa. Eso significa que pudo ser uno de los criados. -Hablaba con cautela, sin dejar de mirarla-. La única explicación posible es que uno de ellos tenía un secreto tan vergonzoso que prefirió matar antes que exponerse a que se conociera. O bien Octavia estaba al corriente de dicho secreto o la persona en cuestión se figuraba que lo conocía.
Romola se sentó bruscamente, azorada y lívida, y se llevó la mano a la boca sin dejar de mirar a Basil. Ni una sola vez miró a su marido.
Cyprian observó a su padre, quien le devolvió la mirada con osadía… y con algo que Monk habría podido interpretar como un cierto desdén. A Monk le habría gustado poder acordarse de su padre, pero por mucho que hurgara en su memoria no aparecía en ella otra cosa que una desvaída nebulosa, una impresión vaga de una figura y un olor a sal y a tabaco, el contacto de una barba y de una piel sorprendentemente suave. Pero del hombre, de su voz, de sus palabras, de su rostro… nada. Monk no podía hacerse una idea real, sólo recordar unas pocas frases de su hermana y una sonrisa, como si se tratase de algo íntimo y precioso.
Habló Romola y el miedo hizo que su voz sonara ronca.
– ¿Aquí en casa? -miró a Monk, aunque le hablaba a Cyprian-. ¿Un criado?
– Parece que no hay otra explicación -replicó Cyprian-. ¿A ti te dijo algo Octavia? Esfuérzate en recordar. ¿No te dijo nunca nada sobre ningún criado?
– No -respondió Romola casi inmediatamente-. Esto es terrible, sólo pensarlo me pone enferma.
Por la cara de Cyprian pasó una sombra y pareció como si fuera a hablar, pero era consciente de que la mirada de su padre estaba fija en él.
– ¿Habló Octavia a solas contigo en algún momento de aquel día? -le preguntó Basil sin cambiar de tono.
– No… no -negó rápidamente-. Me pasé la mañana entrevistando institutrices, ninguna de las cuales me pareció adecuada. Todavía no sé qué voy a hacer.
– ¡Pues ver más institutrices! -le soltó Basil-. Si ofreces un salario adecuado, encontrarás una institutriz adecuada.
Romola le dirigió una mirada de contrariedad, aunque tan velada que, juzgada superficialmente, habría podido parecer simplemente angustia.
– Me pasé todo el día en casa -dijo volviéndose a Monk y sin dejar de apretar los puños-. Por las tardes vinieron unas amigas mías, pero Octavia salió. No tengo idea de dónde fue porque cuando volvió no hizo ningún comentario. En el vestíbulo pasó por mi lado como si no me hubiera visto.
– ¿Te pareció preocupada? -preguntó Cyprian inmediatamente-. ¿Daba la impresión de estar asustada o contrariada por algo?
Basil los miraba esperando una respuesta.
– Sí -dijo Romola después de reflexionar un momento-, eso parecía. Yo pensé que a lo mejor habría pasado una mala tarde, que quizás había estado con amigas y no lo había pasado bien, pero quizá se trataba de algo bastante más grave.
– ¿Qué te dijo? -continuó Cyprian.
– Nada, ya te lo he dicho, como si no me hubiera visto. Si os acordáis, a la hora de cenar apenas dijo nada y nosotros lo atribuimos a que seguramente no se encontraba bien.
Todos miraron a Monk, como si esperasen que a partir de aquellos hechos pudiera sacar alguna conclusión.
– ¿Es posible que se confiara a su hermana? -apuntó Monk.
– No es probable -dijo Basil, tajante-, pero Araminta es una mujer observadora. -Se volvió a Romola-. Gracias, hija, puedes volver a tus cosas. Y no te olvides del consejo que te he dado. ¿Tendrías la bondad de decir a Araminta que venga?
– Sí, papá -respondió ella, obediente, y salió sin volverse a mirar a Cyprian ni a Monk.
Araminta Kellard no era mujer que pudiera pasar inadvertida a Monk como su cuñada. Desde su cabellera de color rojo encendido hasta los rasgos de su cara curiosamente asimétricos y su figura esbelta y erguida, todo en ella la distinguía con un sello absolutamente personal. Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue mirar a su padre, ignorar a Cyprian y encararse con Monk, al que observó con cauteloso interés, para después volver a mirar a su padre.
– ¡Hola, papá!
– ¿Te dijo algo Octavia últimamente sobre una cosa desagradable o peligrosa que sabía? -le preguntó Basil-. Me refiero sobre todo al día anterior a su muerte.
Araminta se sentó y se quedó unos momentos reflexionando sobre la pregunta sin mirar a ninguna persona determinada de la habitación.
– No -dijo finalmente y, fijando en Monk una mirada decidida de sus ojos de un color entre ambarino y avellana, añadió-: nada de particular. Yo sabía, de todos modos, que estaba muy preocupada por algo que había sabido aquella tarde, pero siento decir que no tengo ni idea de lo que podía ser. ¿Cree que podría ser la razón de que la mataran?
Aquella mujer interesaba a Monk más que ninguna de las personas que había visto en aquella casa hasta aquel momento. En su personalidad había una pasión que fascinaba, pese a mostrarse manifiestamente comedida. Tenía las manos delgadas fuertemente enlazadas en el regazo, pero su mirada era resuelta y delataba una penetrante inteligencia. Monk no tenía idea de qué heridas desgarraban el tejido de las emociones de aquella mujer y no podía ni imaginarse que con unas preguntas que le formulara, aunque no fueran demasiado sutiles, haría que se traicionase fácilmente.
– Podría ser, señora Kellard -respondió-, pero si se le ocurre alguna otra razón para que alguien quisiera mal á su hermana, le ruego que me la exponga. Todo se reduce a un trabajo de deducción. De momento no tenemos ninguna prueba, salvo que la persona que la mató no penetró desde fuera de la casa.