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– Y esto lo lleva a la conclusión de que dicha persona ya estaba dentro -dijo la mujer con voz pausada- y que, además, vive en esta casa.

– Parece irrefutable.

– Supongo que lo es.

– ¿Cómo era su hermana, señora Kellard? ¿Era una mujer inquisitiva, interesada en los problemas ajenos? ¿Era observadora? ¿Tenía buen ojo para juzgar a las personas?

Sonrió, con un gesto forzado en el que sólo intervino la mitad de su cara.

– No estaba mejor dotada en este aspecto que la mayoría de las mujeres, señor Monk. Yo diría incluso que estaba peor dotada. Cuando descubría algo era por puro azar, no porque hubiera puesto gran empeño en averiguarlo. Me ha preguntado cómo era. Era una mujer que iba al encuentro de la vida, que se dejaba llevar por las emociones al precio que fuese, una mujer que se precipitaba al desastre sin haberlo previsto ni entender qué había pasado una vez inmersa en él.

Monk observó a Basil y vio que miraba a Araminta con gran intensidad, concentrado en ella. En su expresión no había emoción alguna, ni tampoco tristeza, ni curiosidad.

Monk se volvió a Cyprian. En él era manifiesto el dolor del recuerdo, la conciencia de la pérdida sufrida. Su rostro estaba profundamente marcado por la desgracia, la sensación de que habían quedado muchas cosas por decir, afectos que no se habían expresado.

– Gracias, señora Kellard -dijo Monk lentamente-. Si se le ocurre algo, le agradeceré que me lo comunique. ¿Qué hizo usted el lunes?

– Por la mañana me quedé en casa -respondió-, por la tarde fui de visita y por la noche cené con la familia. Hablé varias veces con Octavia durante la tarde, pero de nada importante, trivialidades del momento.

– Gracias, señora.

Araminta se levantó, hizo una ligerísima inclinación de cabeza y salió sin volverse a mirar a nadie.

– ¿Quiere hablar con el señor Kellard? -preguntó Basil enarcando las cejas y con una cierta altivez en la actitud.

El hecho de que fuera el propio Basil quien se lo propusiera hizo que Monk aceptase.

– Sí, si me hace el favor.

La expresión de Basil se tensó, pero no dijo palabra. Se limitó a llamar a Phillips y a ordenarle que fuera a buscar a Myles Kellard.

– Octavia no se habría confiado a Myles -dijo Cyprian a Monk.

– ¿Por qué no? -quiso saber Monk.

La falta de delicadeza que revelaba aquella intromisión hizo que en el rostro de Basil apareciera un sentimiento de contrariedad y que respondiera antes de dar a Cyprian ocasión de hacerlo.

– Porque no se tenían gran simpatía -replicó sir Basil con acritud-, aunque se trataban con cortesía. -Sus ojos oscuros escrutaron a Monk para asegurarse de que entendía que la gente de posición no era como la chusma dispuesta a pelearse por cualquier nimiedad-. Lo más probable es que la pobre niña no confiara a nadie lo que tuvo la desgracia de saber y que, en consecuencia, no lleguemos a enterarnos nunca de lo que fue.

– Y que la persona que la mató se quede sin el castigo que le corresponde -terminó Cyprian a modo de remate-, lo que no deja de ser una monstruosidad.

– ¡Pues no va a ocurrir! -exclamó Basil, furioso, echando chispas por los ojos y con las arrugas del rostro más marcadas, lo que infundía a su rostro un aspecto particularmente avinagrado-. ¿Te figuras que voy a pasar el resto de mi vida en esta casa, conviviendo con una persona que ha matado a mi hija? ¡Esto sí que no lo entiendo! ¡Dios mío, qué poco me conoces!

Fue como si Cyprian hubiera recibido un golpe. Monk, de pronto, se sentía cohibido. No hubiera debido estar presente en una escena así, ésas eran emociones que no tenían nada que ver con la muerte de Octavia Haslett. Entre padre e hijo afloraba una agresividad que no provenía de aquel acto imprevisto sino que era fruto de años de resentimiento y de incapacidad para entenderse.

– Si Monk… -dijo Basil volviendo la cabeza con brusquedad hacia el policía- es incapaz de encontrar al asesino, quienquiera que sea, haré que el comisario encargue del caso a otra persona. -Se trasladó, nervioso, desde la ornamentada repisa hasta el centro de la habitación-. ¿Dónde demonios está Myles? ¡Ya que lo he llamado, por lo menos esta mañana podría hacer acto de presencia!

Justo en aquel momento se abrió la puerta sin que nadie llamara a ella y apareció Myles Kellard como responiendo a los requerimientos de Basil. Era alto y delgado, pero en todo lo demás era absolutamente diferente de los Moidore. Tenía el cabello castaño y ondulado, con algún que otro mechón blanco, y lo llevaba peinado para atrás. Su rostro era alargado, su nariz aristocrática y tenía una boca sensual y con un mohín de tristeza, un rostro que era a la vez el de un soñador y el de un libertino.

La cortesía hizo que Monk vacilara un momento pero, sin darle tiempo a hablar, Basil hizo a Myles las preguntas que Monk le habría hecho, aunque sin darle explicaciones en cuanto al propósito a que obedecían ni a su necesidad. Las suposiciones de Monk resultaron ciertas: Myles no reveló nada que pudiera ser de utilidad. Se había levantado tarde y por la mañana había salido y comido fuera, aunque no especificó dónde. Por la tarde había estado en el banco comercial del que era director y, como los demás, había cenado en casa, pero no había visto a Octavia salvo en la mesa con toda la familia reunida. No había observado nada digno de mención.

Cuando salió, Monk preguntó si quedaba alguien más, aparte de lady Moidore.

– Tía Fenella y tío Septimus -respondió esta vez Cyprian interrumpiendo a su padre-. Le quedaríamos muy agradecidos si las preguntas que tenga que hacer a mi madre fueran lo más sucintas posible. De hecho, preferiríamos hacerle las preguntas nosotros y transmitirle a usted las respuestas, suponiendo que puedan tener algún interés.

Basil miró con frialdad a su hijo, aunque Monk no llegó a saber si era por la sugerencia en sí o simplemente porque le había robado la prerrogativa. Monk sospechó que era por lo último. Dadas las circunstancias en que se encontraba el caso, se trataba de una concesión fácil. Habría tiempo sobrado para ver a lady Moidore, era mejor esperar para poderle hacer preguntas que no fueran generales o fruto de la rutina.

– Por supuesto -concedió Monk-. ¿Quizá sus tíos, entonces? A veces, cuando una persona no encuentra a nadie más confía en los tíos.

Basil soltó un resoplido de desprecio y se volvió hacia la ventana.

– No es el caso de tía Fenella -dictaminó Cyprian, medio sentado en el respaldo de una de las butacas tapizadas de cuero-, pero es una mujer muy observadora… y bastante fisgona. Quizá se fijase en algún detalle que a nosotros pudo pasarnos por alto, siempre que no lo haya olvidado, por supuesto.

– ¿Tiene mala memoria? -preguntó Monk.

– Más bien irregular -replicó Cyprian con una media sonrisa. Alcanzó el cordón de la campanilla pero, cuando apareció el mayordomo, fue Basil quien se encargó de ordenarle que fuera a buscar primero a la señora Sandeman y después al señor Thirsk.

Fenella Sandeman se parecía enormemente a Basiclass="underline" los mismos ojos oscuros, la misma nariz recta y corta y la boca igualmente grande y móvil, pero su cara era más alargada y las arrugas menos marcadas. En su juventud debía de haber tenido un encanto próximo a la belleza, pero su físico actual era simplemente raro. A Monk no le fue preciso preguntar qué parentesco la unía a Basil, ya que era demasiado evidente para que le pasara por alto. Tenía aproximadamente la misma edad que Basil, tal vez más cerca de los sesenta que de los cincuenta, aunque estaba muy claro que libraba una batalla contra el tiempo valiéndose de todos los artificios con que cuenta la imaginación. Monk no sabía tanto de mujeres como para dilucidar con precisión de qué artimañas se valía, pero detectó su existencia. Si alguna vez había sido conocedor de ellas, las había olvidado junto con todo lo demás. En cualquier caso, veía en su rostro algo que le parecía artificiaclass="underline" un color de piel no natural, esa raya de las cejas demasiado marcada, el cabello demasiado tirante y oscuro…

La señora observó a Monk con gran interés y no hizo caso de Basil cuando la invitó a sentarse.