Monk se acostó temprano, pero se quedó despierto mirando el techo, descontento de sí mismo.
Al funeral de Octavia Haslett asistió media aristocracia londinense. Los carruajes, circulaban arriba y abajo de Langham Place, interrumpiendo el tráfico habitual. Los caballos, negros a ser posible, agitaban penachos de negras plumas; los cocheros y lacayos iban vestidos de librea; ondeaban negros crespones y los arneses estaban bruñidos como espejos, pero ni una sola pieza metálica tintineaba ni hacía ruido alguno. Una persona con ínfulas de nobleza habría reconocido los escudos de muchas familias nobles, y no sólo de Gran Bretaña, sino también de Francia y de los estados germánicos. Los que componían el luto iban vestidos de negro riguroso e inmaculado, al último grito de la moda, las enormes faldas armadas con miriñaques y enaguas, los bonetes ribeteados con cintas, los sombreros de copa centelleantes y las botas resplandecientes.
Todo se hacía en silencio: los cascos de los caballos estaban embozados, las ruedas de los coches engrasadas, las voces hablaban en murmullos. Los escasos viandantes aminoraban el paso e inclinaban la cabeza en señal de respeto.
Desde lo alto de la escalinata de la iglesia de Todos los Santos, donde esperaba como un criado más, Monk presenció la llegada de la comitiva, en primer lugar sir Basil Moidore, acompañado de la que ahora era su única hija, Araminta, en quien ni la negrura del velo lograba ocultar el encendido color de sus cabellos ni la blancura de su rostro. Subieron juntos la escalinata, ella agarrada a su brazo, aunque no habría podido decirse quién sostenía a quién.
Seguía a continuación Beatrice Moidore, quien era evidente que se apoyaba en Cyprian. Caminaba muy erguida, pero iba tan cubierta de velos que su rostro era invisible, aunque mantenía muy tiesa la espalda y también los hombros; tropezó dos veces, pero él la ayudó con toda delicadeza al tiempo que acercaba la cabeza a la de ella y le murmuraba unas palabras al oído.
A una cierta distancia, ya que habían llegado en otro coche, seguían Myles Kellard y Romola Moidore y, aunque iban juntos, no parecían brindarse más apoyo que el que presuponía la compañía convencional. Romola parecía cansada, andaba pesadamente y encorvada. Su cara también era invisible a causa del velo que la cubría. A su derecha, Myles Kellard tenía un aire desolado, aunque a lo mejor sólo era aburrimiento. Subió lentamente las escaleras con aire casi ausente y, sólo cuando llegaron arriba, le ofreció su ayuda sujetándole el brazo con la mano, más a modo de cortesía que como apoyo real.
En último lugar iba Fenella Sandeman, vestida de un negro subido, pero con un sombrero en el que había demasiados adornos para tratarse de un funeral, aunque sin duda estaba muy elegante. Llevaba la cintura muy apretada, lo que le daba un aspecto de extrema fragilidad y, vista a distancia, parecía una jovencita, si bien la impresión quedaba desmentida al verla de cerca por el cabello demasiado oscuro y la piel marchita. Monk no sabía si compadecerla por el ridículo que hacía o admirarla por su osadía.
Muy cerca de ella y murmurándole comentarios al oído cada dos por tres estaba Septimus Thirsk. La luz grisácea de aquel día sin sol acentuaba el cansancio de su rostro, la impresión de que aquel hombre había recibido un golpe cruel, de que sus momentos de felicidad se plasmaban en humildes victorias, ya que hacía mucho tiempo que no conocía las importantes.
Monk no entró en la iglesia, sino que esperó a que la reverencia, el dolor y la envidia se abrieran paso antes que él. Captó fragmentos de conversaciones, manifestaciones de lástima, aunque fueron más abundantes las de indignación. ¿A qué se veía abocado el mundo? ¿Dónde estaba la tan elogiada fuerza de la Policía Metropolitana, de reciente creación, mientras ocurrían aquellas cosas? ¿De qué servía pagarla si hasta personas como los Moidore podían ser asesinadas en su propia cama? ¡Habría que hablar con el ministro del Interior para ver si tomaba cartas en el asunto!
Monk ya imaginaba la indignación, los miedos y las exculpaciones que se sucederían durante los días y semanas siguientes. Lloverían quejas sobre Whitehall. Se darían explicaciones, se presentarían corteses evasivas y después, cuando los aristócratas se hubieran retirado, enviarían a buscar a Runcorn y se le exigirían explicaciones con una glacial actitud que escondería un profundo pánico.
Runcorn, entonces, sentiría nacer en él la humillación y la angustia. Odiaba el fracaso y no sabía mantenerse firme. De modo que a su vez él pasaría a Monk sus temores, disfrazados de indignación oficial.
Basil Moidore se situaría al principio de la cadena… y también al final, porque cuando Monk volviera a visitarlo en su casa y comenzara a hacer tambalear el bienestar y la seguridad de su familia, aparecerían las ideas que abrigaba cada uno respecto al otro y respecto a la mujer que ahora enterraban con tanta pompa y boato.
Un vendedor de periódicos pasó voceando la noticia justo cuando Monk entraba en la iglesia.
– ¡Horrible crimen! -gritó el chico, sin que le importara encontrarse junto a la escalinata de la iglesia-. ¡La policía desconcertada! ¡Lean la noticia!
La ceremonia fue muy solemne, voces sonoras entonaron las palabras consabidas, la música del órgano llegó hasta oscuros ámbitos, las vidrieras de colores se reflejaron como gemas sobre las grises moles de piedra, rayos de luz incidieron en centenares de diferentes tejidos negros, se oyeron pies que se arrastraban por el suelo, crujidos de tela, alguien gimoteó. Por los pasillos resonaron los pasos de los ujieres, con botas rechinantes.
Monk se quedó detrás y, cuando todos abandonaron sus puestos para acompañar al ataúd hasta la sepultura de la familia, también él fue tras el cortejo todo lo cerca que se atrevió a seguirlo.
Durante el entierro Monk permaneció atrás, cerca de un hombre alto y calvo, con unos escasos mechones agitados por el cortante viento de noviembre.
Justo ante él estaba Beatrice Moidore, ahora al lado de su marido.
– ¿Has visto al policía? -le preguntó en voz muy baja-. Está detrás de los Lewis.
– Claro que lo he visto -replicó él-. Menos mal que por lo menos es discreto y parece uno más del cortejo fúnebre.
– Lleva un traje muy bien cortado -comentó la señora con un deje de sorpresa en la voz-. Deben de cobrar más de lo que yo suponía. Casi parece un señor.
– Eso no es cierto -respondió Basil con presteza-. No digas tonterías, Beatrice.
– Tiene que volver a casa, ¿sabes? -insistió ella, ignorando la crítica.
– Naturalmente que tiene que volver -dijo su marido hablando entre dientes-. Volverá cada día hasta que se canse… o hasta que descubra al culpable.
– ¿Por qué has dicho «hasta que se canse» primero? -preguntó-. ¿No crees que lo descubra?
– No tengo ni idea.
– ¿Basil?
– ¿Qué?
– ¿Qué haremos si no lo descubre?
Basil respondió con voz resignada.
– Nada, no podemos hacer nada.
– No creo que pueda pasar el resto de mi vida sin saberlo.
Levantó los hombros un momento.
– Pues no tendrás más remedio, cariño, porque no habrá otra alternativa. Hay muchos casos que quedan sin resolver. Tendremos que recordarla tal como era, llorarla y proseguir nuestras vidas.