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– ¿Te haces el sordo aposta conmigo, Basil? -la voz le tembló únicamente al pronunciar la última palabra.

– He oído todo lo que me has dicho, Beatrice, palabra por palabra… y te he contestado a todo -dijo su marido con impaciencia. Los dos tenían la vista al frente, como si toda su atención estuviera centrada en el entierro. Delante de ellos Fenella descargaba todo su peso en Septimus. Él la sostenía de manera automática, pero era evidente que tenía sus pensamientos en otro sitio. Por su aspecto de tristeza, no ya sólo en su rostro sino en toda la postura de su cuerpo, era evidente que Septimus pensaba en Octavia.

– No fue un intruso -prosiguió Beatrice con indignación pero con serenidad-. Pasarán los días y veremos las caras a nuestro alrededor, escucharemos las inflexiones de las voces y captaremos dobles sentidos en todo lo que digan y después nos preguntaremos si es éste, o aquél, si sabe quién fue, o si no.

– Te estás poniendo histérica -le soltó Basil con voz dura pese a decirlo en voz muy baja-. Si ha de contribuir a que te sosiegues, despediré a todos los criados y contrataremos a otros nuevos. ¡Y ahora te ruego, por lo que más quieras, que estés un poco más atenta a la ceremonia!

– ¿Despedir a los criados? -Las palabras se le ahogaron en la garganta-. ¡Oh, Basil! ¿De qué serviría?

Basil permaneció inmóvil, el cuerpo rígido debajo de la negra prenda de velarte, los hombros muy erguidos.

– ¿Piensas que habrá sido alguien de la familia? -dijo Basil finalmente con una voz de la que había desaparecido toda inflexión.

Su esposa levantó un poco más la cabeza.

– ¿Tú no?

– ¿Sabes algo, Beatrice?

– Sé lo que sabemos todos… y lo que me dice el sentido común. -Volvió inconscientemente la cabeza hacia Myles Kellard, que estaba en el extremo más alejado de la cripta.

Araminta, a su lado, miraba fijamente a su madre. Era imposible que hubiera oído lo que habían hablado sus padres, pero tenía las manos tensas delante del cuerpo, que tiraban de un pañuelo hasta desgarrarlo. El entierro había terminado. El vicario entonó el último amén y toda la comitiva se puso en marcha: Cyprian con su esposa, Araminta al lado de su marido pero separada de él, Septimus con el cuerpo firme como el de un militar junto a Fenella, que se tambaleaba ligeramente y, en último lugar, sir Basil y lady Moidore, uno al lado del otro.

Monk los vio partir con un sentimiento de amargura y rabia, y también con la sensación de encontrarse en medio de una oscuridad que parecía espesarse por momentos.

Capítulo 4

– ¿Quiere que siga buscando las joyas? -preguntó Evan con una expresión de duda. Era evidente que estaba convencido de que esa búsqueda no tenía objeto.

Monk pensaba lo mismo. Era más que probable que las hubieran tirado o incluso destruido. El móvil del asesinato de Octavia Haslett no había sido el robo. De eso estaba más que seguro. Ni siquiera abrigaba la sospecha de que un criado codicioso pudiera haberse introducido en la habitación con el mero objeto de robar. Habría tenido que ser francamente estúpido para perpetrar un robo justo cuando Octavia estaba en su habitación, teniendo en cuenta que disponía de todo el día para hacerlo sin que nadie lo molestara.

– No -dijo Monk con decisión-, mejor que aproveche el tiempo interrogando a los criados. -Al sonreírle abiertamente Evan volvió a responderle con una especie de mueca. Ya había estado dos veces en casa de los Moidore para recibir cada vez las mismas respuestas breves y nerviosas. Pero no porque tuviesen miedo había que considerarlos culpables. Si la mayoría de los criados temía por su buen nombre solamente porque la policía los interrogaba, ya no digamos si se sospechaba que sabían algo sobre el asesinato-. Alguien de la casa la mató -añadió Monk.

Evan enarcó las cejas.

– ¿Un criado? -No había sorpresa en su voz, pero sí una sombra de duda, más patente debido a la inocencia de su mirada.

– Sería mucho más cómodo -replicó Monk-. Las autoridades del país nos verían con mejores ojos si detuviéramos a una persona de los bajos de la casa, pero es un regalo que por lógica no vamos a hacerles. No, la esperanza que yo abrigaba era que, hablando con los criados, pudiésemos averiguar algo sobre la familia. Los criados ven muchas cosas y, aunque es costumbre advertirles que no vayan divulgándolas por ahí, a veces lo hacen, especialmente si ven sus vidas en peligro. -Se encontraban en el despacho de Monk, más pequeño y además más oscuro que el de Runcorn, pese incluso a aquella mañana luminosa y espléndida de finales de otoño. La sencilla mesa de madera estaba cubierta de papeles y la vieja alfombra, desgastada por el uso, había marcado un camino que iba desde la puerta al sillón-. Ya ha hablado con la mayoría -prosiguió-. ¿No ha averiguado nada hasta ahora?

– Se trata de criados corrientes -dijo Evan lentamente-. Las camareras son jóvenes en su mayoría, aparentemente alocadas y dadas a las risas y a bromas triviales. -A través de la ventana cubierta de polvo se filtró un rayo de luz que acentuó los finos rasgos de su rostro-. Y en cambio tienen que ganarse el sustento trabajando en un mundo rígido, obligadas por la obediencia a estar sometidas a unas personas que les tienen muy poca consideración personal. Conocen una realidad más dura que la mía. Algunas son casi unas niñas. -Levantó los ojos hacia Monk-. Si tuviera un año o dos más, podría ser su padre. -Aquella idea pareció alarmarlo y torció el gesto-. Hay una que sólo tiene doce años. Todavía no he descubierto si saben algo que pueda sernos de utilidad, pero no creo que ninguna de ellas tenga nada que ver.

– ¿Se refiere a todas las camareras en general? -dijo Monk tratando de puntualizar.

– Sí, las mayores…, en cualquier caso -Evan no parecía seguro-. Aunque tampoco veo por qué.

– ¿Y los hombres?

– El mayordomo no creo. -Evan sonrió con una ligera mueca-. El tipo es un palo seco, muy ceremonioso, muy militar. Si alguien ha despertado alguna pasión en su vida, creo que debió ser hace tanto tiempo que ya no conserva el más mínimo recuerdo. Y además, ¿cómo podría ser que un mayordomo tan respetable como éste matase a la hija de su señora en su dormitorio? ¿A santo de qué iba a meterse en su habitación a altas horas de la noche?

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

– Veo que no es usted lector de prensa sensacionalista, Evan. Alguna vez tendría que prestar oído a lo que dicen los lenguaraces.

– ¡Bah, todo eso es basura! -dijo Evan con acento de sinceridad-. ¡Phillips no es de ésos!

– Los lacayos… los mozos de cuadra… el limpiabotas… -lo acució Monk-. ¿Y qué me dice de las mujeres de más edad del servicio?

Evan estaba medio apoyado medio sentado en el alféizar de la ventana.

– Los mozos de cuadra están en los establos y la puerta trasera de la casa se cierra con llave por la noche -replicó Evan-. Con el limpiabotas se podría probar, pero no tiene más que catorce años. No veo qué móvil podría tener. En cuanto a las criadas de más edad… supongo que es posible. Podría tratarse de celos o de algún desaire, pero tendría que ser muy violento para provocar un asesinato y a mí me parece que ninguna está tan loca como eso ni ha demostrado nunca inclinaciones violentas. Habría que estar loco de remate para caer en esos extremos y, en cualquier caso, las pasiones que oponen a los criados acostumbran a no salir de su ámbito. Están acostumbrados a soportar todo tipo de trato por parte de la familia -observó a Monk con gravedad no exenta de una cierta ironía-. Las ofensas se producen entre ellos. Hay una rígida jerarquía e incluso han llegado a derramar sangre por delimitar las competencias de cada uno.

Vio la expresión de Monk y se apresuró a añadir: -¡No, asesinato no! Algún pescozón y algún que otro puñetazo de cuando en cuando -explicó-. Lo que quiero decir es que las reacciones de los que viven en los bajos de la casa afectan sólo a los que viven en esos bajos.

– ¿Y si resulta que la señora Haslett sabía algo de ellos, por ejemplo un delito relacionado con un asunto de robo o inmoralidad? -apuntó Monk-. Para un sirviente habría significado perder un trabajo envidiable, y sin buenas referencias se hace difícil conseguir otro… y ya se sabe que cuando un criado no tiene dónde ir, lo único que le queda es un sudadero industrial en el que le exploten, o la calle.