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– Es posible -admitió Evan-. También están los lacayos. Hay dos: Harold y Percival. Los dos parecen bastante normales, aunque yo creo que Percival es más inteligente y quizá también más ambicioso.

– ¿A qué aspira un lacayo, en todo caso? -preguntó Monk con socarronería.

– Supongo que a llegar a mayordomo -replicó Evan con una ligera sonrisa-. No me mire de esa manera, señor Monk. El cargo de mayordomo es apetecible, aparte de que requiere responsabilidad y es muy respetado. Los mayordomos se consideran muy superiores a los policías desde el punto de vista social. Viven en buenas casas, comen estupendamente y beben de lo mejorcito. He visto a algunos mayordomos que toman vinos que para ellos lo quisieran los amos…

– ¿Y los amos lo saben?

– Hay amos que tienen tan poco paladar que no distinguen un burdeos de un vino de cocina -dijo Evan encogiéndose de hombros-. Realmente, la de mayordomo es una posición que, aun siendo humilde, tiene atractivo para muchos.

Monk enarcó sarcásticamente las cejas.

– ¿Y hasta qué punto apuñalar a la hija del dueño puede ser un medio para acercarse a tan envidiable posición?

– No lo sería en absoluto… a menos que la hija del dueño supiera algo del sirviente que lo hiciera susceptible de despido sin referencias.

Era plausible y Monk lo sabía.

– Entonces mejor que vuelva a la casa y vea si se entera de algo más -le ordenó-. Yo volveré a hablar con la familia porque, por desgracia, sigue pareciéndome más probable que el culpable esté entre ellos. Quiero verlos a todos a solas, pero no delante de sir Basil. -Su rostro se endureció-. La última vez que los interrogué fue él quien llevó la batuta. Parecía que yo no contase para nada.

– En su casa es el amo -dijo Evan levantándose del alféizar de la ventana-, no entiendo por qué se sorprende.

– Por eso mismo quiero hablar con ellos, si es posible, fuera de Queen Anne Street -replicó Monk, algo tenso-. Yo diría que esto me llevará toda una semana.

Evan puso los ojos en blanco y, sin decir palabra, salió de la habitación. Monk oyó sus pasos escaleras abajo.

El asunto, efectivamente, ocupó a Monk durante gran parte de la semana. Al principio comenzó con éxito, ya que encontró casi inmediatamente a Romola Moidore paseando tranquilamente por Green Park. Romola había iniciado su paseo por la zona de hierba paralela a Constitution Row y entretanto iba contemplando los árboles a lo lejos, junto a Buckingham Palace. El lacayo Percival había informado a Monk de que la señora estaría paseando por aquella parte del parque, ya que había tomado el coche con Cyprian y éste tenía intención de comer en su club, próximo a Piccadilly.

Romola esperaba reunirse con una tal señora Ketteridge, pero Monk supo hacerse el encontradizo cuando todavía estaba sola. Iba enteramente vestida de negro, como correspondía a una persona cuya familia está de luto, pero aun así estaba elegantísima. Llevaba una falda muy ancha con volantes ribeteados de terciopelo y las mangas pérgola de su vestido estaban forradas de seda negra. Lucía además un bonete pequeño, inclinado hacia la nuca, e iba peinada al último grito de la moda, con el cabello recogido en un moño más bajo que las orejas.

Quedó sorprendida al ver a Monk, aunque no le gustó en absoluto. De todos modos, no tenía ningún sitio donde meterse para evitar el encuentro sin que él se apercibiera y quizá se le hubiera quedado grabado en la cabeza lo que les había dicho su suegro acerca de que todos tenían que colaborar con la policía. Monk no se lo había oído decir con estas mismas palabras, pero sí había sido testigo de su decisión.

– Buenos días, señor Monk -dijo Romola fríamente, parándose bruscamente y encarándose con él como si Monk fuera un perro callejero que se acercaba demasiado y del que había que guardarse, por lo que levantaba la punta del paraguas con flecos que llevaba agarrado en la mano, como a punto de darle una estocada.

– Buenos días, señora Moidore -le replicó él, haciéndole una cortés inclinación de cabeza.

– No sé nada que pueda serle de utilidad -incluso ahora intentaba eludir el asunto, como si bastase con la frase para ahuyentar a Monk-. No tengo ni la más remota idea de lo que pudo suceder. Continúo pensando que usted se equivoca… o que va mal encaminado…

– ¿Se llevaba bien con la señora Moidore? -le preguntó Monk con el tono natural propio de una conversación.

Romola intentó seguir hablando con él frente a frente, pero de pronto decidió echar a andar, al ver que ésta parecía ser también la intención de Monk. Le molestaba pasear con un policía como quien pasea con una persona de la misma categoría social, lo que se le notaba en la cara, pero también era cierto que nadie hubiera puesto reparos a Monk, ya que sus ropas estaban casi tan bien cortadas como las de ella y eran igual de modernas y, en cuanto a sus maneras, denotaban parecida desenvoltura.

– Claro que me llevaba bien con ella -respondió Romola con cierta exaltación-. Si supiera algo, ni por un momento encubriría a su atacante. Lo que pasa es que no sé nada.

– No pongo en duda su sinceridad… ni tampoco su indignación, señora -dijo Monk, pese a que no era del todo verdad, ya que de momento no confiaba en nadie-. Lo que yo quería decir es que si usted se llevaba bien con ella, seguramente era porque debían de conocerse bien. ¿Qué clase de persona era?

Pilló a Romola por sorpresa, no era la pregunta que se esperaba.

– Yo… bueno… son cosas difíciles de decir -se defendió-. Esta pregunta no me parece bien. La pobre Octavia está muerta. No está bien hablar de los difuntos como no sea para alabarlos y menos si han muerto en las circunstancias terribles en que ella murió.

– Alabo su delicadeza, señora Moidore -replicó Monk con un esfuerzo de paciencia, acomodando su paso al de Romola-, pero soy de la opinión de que el mejor servicio que le puede hacer en estos momentos es decir la verdad, por desagradable que sea. Y como parece una conclusión inevitable afirmar que, quienquiera que fuera la persona que la mató, sigue todavía en la casa, la cuestión primordial en sus pensamientos debe de ser su propia seguridad y la de sus hijos.

Aquella frase tuvo la virtud de detener bruscamente su marcha, como si acabara de tropezar con uno de los árboles que flanqueaban el paseo. Romola hizo una profunda aspiración y casi soltó un lamento pero de pronto, como apercibiéndose a tiempo de los paseantes con los que iban a cruzarse, optó por morderse los nudillos.

– ¿Qué clase de persona era la señora Haslett? -volvió a preguntar Monk.

Romola reanudó su lento caminar a lo largo del paseo, tenía la cara muy pálida y el borde de la falda rozaba la grava del camino.

– Era muy emotiva, muy impulsiva -replicó Romola después de reflexionar un brevísimo instante-. Cuando se enamoró de Harry Haslett, su familia desaprobó la boda, pero ella estaba completamente decidida. No quiso escuchar a nadie. Siempre me sorprendió que sir Basil autorizara el compromiso, pero en realidad el chico era una persona conforme y lady Moidore estaba de acuerdo. La familia de él era excelente y las perspectivas de Harry en cuanto a futuro eran buenas. -Se encogió de hombros-. Por lo menos lo eran a largo plazo, pero Octavia, como hija pequeña, era razonable que tuviese que esperar un poco más.

– ¿Acaso él tenía mala fama? -preguntó Monk.

– Que yo sepa, no.

– Entonces, ¿por qué se oponía sir Basil al matrimonio? Si pertenecía a una buena familia y tenía buenas expectativas de futuro, no veo por qué no le gustaba.

– Me parece que se trataba de cuestiones personales. Sé que sir Basil había ido a la misma escuela que el padre de Harry y que no le tenía simpatía. Era uno o dos años mayor que sir Basil y había tenido mucho éxito en la vida. -Se encogió ligeramente de hombros-. Por supuesto que sir Basil no dijo nunca nada al respecto, pero quizás hacía alguna trampa… O a lo mejor es que el hombre había tenido una conducta reprobable en algún aspecto. -Miró al frente. En aquel momento se acercaba un grupo de damas y caballeros a los que ella saludó con una inclinación de cabeza y sin mostrar intención de pararse. Parecía molesta por las circunstancias en que se encontraba. Monk vio que se le subían los colores a la cara y entendió el dilema en que se encontraba. A Romola no debía de gustarle que aquellos conocidos suyos hicieran especulaciones descabelladas en relación con la persona que paseaba con ella por el parque y, por otra parte, tampoco tenía ganas de presentar un policía a sus amigos.