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– ¿Pertenece al mismo club que usted? -le preguntó volviéndose hacia él al formularle la pregunta.

– No -replicó Cyprian, reanudando la marcha después de un titubeo momentáneo-. No, tío Septimus frecuenta un club diferente.

– ¿No es de su gusto? -preguntó Monk con toda naturalidad.

– No -admitió Cyprian con presteza-. Mi tío prefiere a los hombres de su misma edad… y experiencia, supongo.

Atravesaron Hamilton Place, esquivando un carruaje y un hansom.

– ¿De qué club se trata? -preguntó Monk cuando volvieron a situarse en la acera.

Cyprian no respondió.

– ¿Está enterado sir Basil de que el señor Thirsk juega de vez en cuando? -continuó Monk.

Cyprian hizo una profunda aspiración y soltó lentamente el aire antes de contestar. Monk se dio cuenta de que Cyprian estaba considerando la posibilidad de negarlo, y que después había puesto la lealtad a Septimus que por delante de la lealtad a su padre. Era otra postura que también mereció la aprobación de Monk. -Probablemente no -dijo Cyprian- y le agradecería que no considerara necesario decírselo.

– No veo qué circunstancia podría hacerlo necesario -admitió Monk antes de proseguir con una conjetura basada en la naturaleza del club del que Cyprian acababa de salir-: De manera similar tampoco tengo por qué decirle que usted también juega.

Cyprian se paró y giró en redondo para mirarlo frente a frente y con los ojos muy abiertos. Vio entonces la expresión de Monk y se distendió, con una leve sonrisa en los labios, antes de reanudar la marcha.

– ¿Lo sabía la señora Haslett? -preguntó Monk-. ¿Podía ser que se refiriera a esto cuando dijo que el señor Thirsk entendería lo que había descubierto?

– No tengo ni idea -dijo Cyprian, abatido.

– ¿Qué otras cosas tienen particularmente en común? -prosiguió Monk-. ¿Qué intereses o experiencias que podrían hacer más profunda la afinidad? ¿Es viudo el señor Thirsk?

– No… no se ha casado nunca.

– Pero antes no vivía en Queen Anne Street. ¿Dónde vivía?

Cyprian caminaba en silencio. Atravesaron Hyde Park Corner y tardaron varios minutos en esquivar los carruajes, los cabriolés, un carro pesado tirado por cuatro magníficos Clydesdales, varios carromatos de verduleros y un barrendero que iba de aquí para allá como un pececillo que tratara de sortear los obstáculos y al mismo tiempo cazar al vuelo los peniques que la gente le arrojaba. A Monk le gustó ver que Cyprian le echaba una moneda, a la que él añadió otra.

Ya en el lado opuesto, pasaron por delante del inicio de Rotten Row y atravesaron el espacio de hierba en dirección al Serpentine. Un grupo de caballeros vestidos con inmaculados indumentos pasó a caballo por el Row, los cascos de los caballos golpeaban sordamente la tierra húmeda. Dos jinetes se echaron a reír ruidosamente y se lanzaron a medio galope acompañados del sonoro cascabeleo de los arneses. Delante de ellos tres mujeres se volvieron a mirarlos.

Cyprian se decidió por fin.

– Tío Septimus estuvo en el ejército, del que fue expulsado. Esta es la razón de que no disponga de medios económicos. Mi padre le abrió las puertas de casa. Como era un hijo menor, no heredó nada, no tenía otro sitio donde ir.

– ¡Qué mala suerte! -dijo Monk con toda sinceridad. Imaginaba perfectamente lo que suponía para un oficial la repentina reducción de las disponibilidades financieras, del poder y de la posición. Era algo que llevaba aparejadas la ignominia y la pobreza, suponía quedarse sin amigos, verse expulsado del ejército, despojado de todo y… para los amigos, dejar de existir.

– No fue por nada deshonesto, ni por cobardía -prosiguió Cyprian. Ya que había empezado a exponer los hechos, ahora había premura en su voz y le interesaba que Monk conociera la verdad-. Se enamoró y su amor fue correspondido con creces. Según él, no ocurrió nada… ninguna aventura… pero esto no mejora la situación…

Monk estaba sorprendido. Aquello no tenía sentido. Los oficiales estaban autorizados a casarse, y muchos lo hacían.

El rostro de Cyprian reflejaba compasión… y también una mezcla de ironía y menosprecio.

– Ya veo que no lo entiende, pero lo entenderá enseguida. La mujer en cuestión era la esposa del coronel.

– ¡Oh…! -No había nada más que decir. Se trataba de una ofensa inexcusable. En ella estaba involucrado el honor y, lo que es más, la vanidad. Para un coronel, una vejación como aquélla no tenía más salida que el ejercicio de su autoridad-. Ya comprendo.

– Sí. ¡Pobre Septimus! Ya no volvió a enamorarse nunca más de ninguna mujer. En aquel entonces ya tenía bastante más de cuarenta años y era un comandante con una excelente hoja de servicios. -Calló, pasaron junto a un hombre y una mujer, conocidos suyos a juzgar por las corteses inclinaciones que se cruzaron. Cyprian se tocó ligeramente el sombrero y no continuó lo que estaba diciendo hasta que estuvieron fuera del alcance del oído de los viandantes-. Habría podido llegar a coronel si su familia se lo hubiera costeado… pero los nombramientos militares no van precisamente baratos en los tiempos que corren. Y cuanto más alto se pica… -Se encogió de hombros-. De todos modos, aquello fue el final. O sea que Septimus se vio convertido en un hombre de mediana edad, degradado y sin un céntimo. Como es natural, apeló a mi madre y se vino a vivir con nosotros. ¿Quién va a echárselo en cara si juega de cuando en cuando? No puede decirse que en su vida haya muchas satisfacciones.

– Pero su padre no lo aprobaría…

– No, no lo aprobaría -dijo Cyprian con el rostro lleno de súbita indignación-, sobre todo porque tío Septimus suele ganar.

– ¿Y usted suele perder? -se atrevió a conjeturar Monk.

– No siempre, y además nunca por encima de lo que puedo permitirme. Algunas veces gano.

– ¿Conocía este dato sobre ustedes dos la señora Haslett… o alguna otra persona de la familia?

– Yo nunca lo había hablado con ella… pero supongo que lo sabía o que lo imaginaba en el caso de tío Septimus. Cuando ganaba, solía hacerle regalos. -De repente volvió a ensombrecérsele el rostro-. A tío Septimus le gustaba mucho mi hermana. Octavia era una persona que se hacía querer, era muy… -Buscó inútilmente la palabra-. El hecho de que fuera una mujer que tenía flaquezas hacía fácil hablar con ella. Se sentía herida fácilmente, pero no por cosas que tuvieran relación con ella, sino con otras personas… Octavia no se ofendía nunca.

El dolor que reflejaba su rostro se hizo más profundo y en aquel momento pareció intensamente vulnerable. Tenía la vista al frente, el viento frío le daba en la cara.

– Octavia se reía con ganas cuando oía contar algo divertido. Nadie podía decirle quién debía gustarle y quién no, hacía siempre lo que se le antojaba. Cuando estaba contrariada lloraba, pero no estaba nunca malhumorada. Últimamente bebía un poco más de lo recomendable para una dama… -Torció la boca como si empleara conscientemente aquel eufemismo-. Y era sincera hasta un punto que rozaba la destrucción. -Enmudeció de pronto, los ojos prendidos en los rizos que el viento formaba en el agua del Serpentine. De no haber sido totalmente imposible que un caballero llorase en un lugar público, Monk pensó que Cyprian en aquel momento habría llorado. Prescindiendo de lo que Cyprian supiera o adivinase acerca de la muerte de Octavia, era un hecho que aquella desgracia lo había afectado profundamente.

Monk no quiso inmiscuirse.

Otra pareja pasó junto a ellos, el hombre vestido con el uniforme de los húsares, la mujer con una falda ribeteada y con muchos adornos.

Por fin Cyprian recuperó el aplomo.

– Habría tenido que ser algo abominable -prosiguió- y probablemente entrañar un peligro para alguien para que Octavia divulgara el secreto de otra persona, inspector -lo dijo con plena convicción-. Si un criado hubiera tenido un hijo ilegítimo o mantenido una relación pasional, Octavia habría sido la última en traicionarlo contándoselo a mi padre… ni a nadie. No la creía capaz siquiera de denunciar un robo, a no ser que se tratara de algo de un valor inmenso.