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– Esto quiere decir que el secreto que descubrió aquella tarde no fue una cosa banal, sino una cosa muy fea -le replicó Monk.

El rostro de Cyprian se hizo inescrutable.

– Eso parece. Siento no poderle ser de mayor ayuda, pero no tengo ni idea de qué puede ser ni a quién puede afectar.

– Gracias a su sinceridad, el cuadro es ahora mucho más claro. Gracias, señor Moidore. -Monk hizo una ligera inclinación y, tras verse correspondido por Cyprian, se fue. Siguió a lo largo del Serpentine hasta Hyde Park Corner, aunque esta vez subió sin pérdida de tiempo por Constitution Hill en dirección a Buckingham Palace y a Saint James.

Era alrededor de media tarde cuando se encontró con sir Basil, que cruzaba House Guards Parade procedente de Whitehall. Pareció sobresaltado al ver a Monk.

– ¿Tiene alguna cosa de que informarme? -preguntó más bien abruptamente. Iba vestido con pantalones oscuros de ciudad y una levita con costura en el talle según los dictados de la última moda. Su sombrero de copa era de tipo alto y de lados rectos y lo llevaba elegantemente inclinado.

– Todavía no, señor -respondió Monk, preguntándose cómo podía esperar que pudiera decirle algo tan pronto-. Tengo que hacerle unas preguntas.

Basil frunció el ceño.

– ¿Y no puede esperar a hacérmelas en casa? Mire, inspector, no me gusta que me interroguen en plena calle.

Monk no le pidió disculpas.

– Necesito ciertas informaciones acerca de los criados que no puedo conseguir a través de su mayordomo.

– No tengo nada que decirle al respecto -dijo Basil en tono glacial-. El que se encarga de contratar a los criados es el mayordomo, él los entrevista y evalúa sus referencias. Si yo no lo juzgara competente para esta tarea, lo sustituiría al momento por otro.

– Naturalmente. -Le molestó el tono que empleaba con él y aquella mirada fría y penetrante de sus ojos, como si ya esperara de Monk la ignorancia que demostraba-. Pero en el caso de que tuviera que aplicar algún correctivo a alguno, ¿usted no se enteraría?

– Lo dudo, a menos que fuera por algo relacionado con algún miembro de la familia, que es lo que usted apunta, según presumo -replicó Basil-. En el caso de impertinencias o de morosidad, sería el propio Phillips quien se encargaría de resolver el caso y, si se tratase de sirvientas, la encargada sería el ama de llaves o la cocinera. La falta de honradez o la relajación moral comportarían el despido y en ese caso sería Phillips quien se encargaría de buscar un sustituto del infractor. Yo lo sabría. Pero a buen seguro no me ha seguido hasta Westminster para preguntarme cosas tan anodinas y que habría podido saber a través del mayordomo… o de otra persona de la casa.

– De las demás personas de la casa no puedo esperar el mismo grado de sinceridad, señor -le espetó Monk con acritud-, sobre todo si pensamos que una de ellas es la responsable de la muerte de la señora Haslett y que por tanto podría mostrarse parcial en el asunto.

Basil lo miró fijamente, mientras el viento le hacía ondear los faldones de la levita, que le batían con fuerza contra el cuerpo. Se quitó el sombrero para evitar la indignidad de que el viento se lo llevara volando.

– ¿Cree de verdad que podrían mentirle y que tendrían alguna posibilidad de salirse con la suya? -dijo con un ribete de sarcasmo.

Pero Monk hizo como si no hubiera oído la pregunta.

– ¿Existe alguna relación de tipo personal entre sus criados? -le preguntó en cambio-. Entre lacayos y camareras, para poner un ejemplo. O entre el mayordomo y alguna de las doncellas de las señoras… o entre el limpiabotas y alguna camarera de la cocina…

La incredulidad hizo más grandes los negros ojos de Basil.

– ¡Santo Dios! ¿Cómo quiere que yo tenga la más remota idea de estas cosas…? ¿Le parece que puedo tener algún interés por las veleidades románticas de mis criados, inspector? Tengo la impresión de que usted vive en un mundo absolutamente diferente del mío… o del mundo en que viven los hombres como yo.

Monk estaba que echaba chispas, pero no quería ceder ni un ápice.

– Me hago cargo, sir Basil, de que a usted le tiene sin cuidado que sus criados, hombres y mujeres, tengan las relaciones que sean -dijo en tono sarcástico- de dos en dos, de tres en tres o como sean. Tiene toda la razón… se trata de un mundo diferente. Son las clases medias las que se empeñan en evitar este tipo de cosas.

La insolencia del comentario era tan palpable y sir Basil se soliviantó tanto que estuvo a punto de ceder a la violencia, pero por lo visto se dio cuenta de que había sido él quien había provocado el comentario porque moderó su réplica y se limitó a contestar con desdén.

– Veo difícil que consiga conservar el cargo que desempeña si es tan estúpido como aparenta. Naturalmente que yo prohibiría este tipo de relaciones, despediría al momento a cualquier sirviente que incurriera en una de estas conductas y lo echaría a la calle sin referencias.

– De existir un tipo de relación así, ¿cree que la señora Haslett se habría enterado? -preguntó Monk con expresión imperturbable, consciente de la mutua antipatía que había surgido entre los dos y de las razones que tenía cada uno para disimularla.

Le sorprendió ver lo rápidamente que se iluminaba la expresión de Basil y cómo asomaba a sus labios algo muy parecido a una sonrisa. -Quizá sí -admitió, captando la idea-. Sí, las mujeres acostumbran a descubrir este tipo de cosas. Advierten detalles que a nosotros, los hombres, nos pasan por alto. Las historias románticas y las intrigas que llevan aparejadas tienen mucho más peso en sus vidas que en las nuestras. Podría ser, en efecto.

Monk procuró aparentar toda la ingenuidad que pudo.

– ¿Qué cree que pudo haber descubierto en su salida de aquella tarde que la afectara tan profundamente como para hablarle del asunto al señor Thirsk? -le preguntó-. ¿Había, quizás, algún sirviente determinado por el que ella sintiera una consideración especial?

Basil quedó confundido un momento. Se esforzaba en encontrar una respuesta que cubriera todos los hechos que conocían.

– Supongo que por su doncella. Es normal. No sé de nadie más -dijo no sin cierta cautela-. Además, parece que no dijo a nadie dónde iba.

– ¿Qué día libran los criados? -prosiguió Monk-. Me refiero al día que se ausentan de casa.

– Tienen medio día libre cada dos semanas -replicó Basil inmediatamente-. Es la costumbre.

– No es mucho para dedicarlo a aventuras románticas -observó Monk-. Parece más probable que, fuera cual fuese esa relación, tuviera lugar en Queen Anne Street.

La mirada de los negros ojos de sir Basil se endureció e intentó con aire irritado domeñar los faldones de la levita, que el viento continuaba haciendo aletear.

– Si lo que quiere decirme es que en mi casa tenía lugar alguna relación grave de la que no tenía noticia, de la que sigo sin tener noticia, inspector, lo ha conseguido. Ahora bien, si puede ser lo bastante eficiente en el trabajo por el cual le pagan y descubre de qué se trata, le quedaremos todos muy agradecidos. Y si no tiene nada más que decir, le deseo que pase un buen día.

Monk sonrió. Le había alarmado, y ésa era precisamente su intención. Ahora Basil volvería a casa y acribillaría a todo el mundo con preguntas oportunas e inoportunas.

– Buenos días, sir Basil -dijo Monk llevándose la mano al sombrero, dando media vuelta y dirigiéndose hacia Horse Guards Parade con lo que Basil se quedó con un palmo de narices en medio del césped y con una cara a la vez indignada y resuelta.

Monk intentó entrevistarse con Myles Kellard en el banco comercial donde trabajaba, pero le dijeron que ya había salido. Por otra parte, tampoco tenía ganas de ver a ningún sirviente de Queen Anne Street, ya que veía probable que la conversación fuese interrumpida por sir Basil o Cyprian.