En lugar de ello se dedicó a interrogar someramente al portero del club al que pertenecía Cyprian, a quien apenas pudo sacar nada, excepto que el señor hacía visitas frecuentes al lugar en cuestión y que, efectivamente, de cuando en cuando los caballeros se entretenían jugando a las cartas o apostando a los caballos. No tenía ni idea de las cantidades que estaban en juego, era un asunto que no le incumbía. Los caballeros, como es normal, hacían siempre honor a sus deudas de juego, ya que de lo contrario habrían pasado automáticamente a la lista negra, no sólo en aquel club sino en cualquiera de la ciudad. No conocía al señor Septimus Thirsk, era la primera vez que oía aquel nombre.
Monk se reunió con Evan en la comisaría y compararon sus respectivos resultados fruto de un día de trabajo. Evan estaba cansado y, aunque ya esperaba enterarse de muy poco, le decepcionaba que hubiera sido así, puesto que siempre subsistía en él una burbuja de esperanza que aspiraba a conseguir las mejores posibilidades. -De aventuras amorosas nada -dijo con desaliento en el despacho de Monk, sentado en la amplia repisa del alféizar de la ventana-. Una de las lavanderas, Lizzie, cree que el limpiabotas estaba colado por Dinah, la camarera del comedor y el salón, una chica alta y rubia con un cutis como la leche y una cintura que se podría rodear con las manos. -Abrió mucho los ojos al volverla a ver en su imaginación-. Pero gusta tanto que ya se da unos aires… No merece comentario. Los dos lacayos y los dos mozos de cuadra están prendados de ella. Y debo admitir que a mí también me ha impresionado. -Sonrió como quitando importancia a la observación-. Pero ya le digo, a Dinah todo eso la trae sin cuidado. Dicen que la chica pica más alto.
– ¿Ah, sí? -preguntó Monk con expresión burlona-. ¿O sea que se ha pasado todo el día en los bajos de la casa para enterarse de estas minucias? ¿De la familia nada?
– De momento, no -se disculpó Evan-, pero no pierdo las esperanzas. La otra lavandera, Rose, es un bombón, bajita, morena y con unos ojos del color del aciano… y además tiene una mímica muy graciosa. Parece que siente una gran antipatía por el lacayo Percival, y me da en la nariz que es porque en otro tiempo hubo algo entre los dos…
– ¡Evan!
Evan abrió mucho los ojos y lo miró con aire de inocencia.
– Me baso en las observaciones de la doncella de arriba, Maggie, y de la doncella de las señoras, Mary, que tiene un gran respeto por las aventuras amorosas de los demás, y que las hace circular siempre que puede. En cuanto a la otra doncella de arriba, Annie, tiene una gran antipatía por Percival, aunque no ha querido explicar por qué.
– Pues me parece todo muy ilustrativo -admitió Monk en tono sarcástico-. Cualquier jurado firmaría una condena instantánea basándose en estos datos.
– No se lo tome tan a la ligera, señor Monk -dijo Evan muy serio, abandonando el alféizar de la ventana-. Muchachas como ésas, al no tener otra cosa en que ocupar los pensamientos, a veces son muy observadoras. Pueden decir superficialidades, pero si uno las estudia con detenimiento por detrás de las risitas se esconden datos interesantes.
– Supongo que sí -concluyó Monk con aire dubitativo-, pero necesitamos bastantes más informaciones para contentar a Runcorn y a la ley.
Evan se encogió de hombros.
– Volveré mañana, pero ya no sé qué preguntarles.
Monk buscó a Septimus el día siguiente a la hora de comer en la taberna que frecuentaba regularmente. Era un local pequeño y simpático, situado en las proximidades del Strand, conocido porque era visitado por actores y estudiantes de derecho. Estaba lleno de jóvenes que departían animadamente y con muchas gesticulaciones, agitando mucho los brazos y señalando con el dedo a un público imaginario, aunque no se habría podido decir si era el de un teatro o el de una sala de justicia. Olía a serrín y a cerveza y, a esta hora del día, a un grato aroma de verduras, a salsa de carne y a rica repostería.
No hacía más que unos minutos que se encontraba en el establecimiento delante de un vaso de sidra cuando de pronto descubrió a Septimus, sentado en una butaca tapizada de cuero, instalado en un rincón y ocupado bebiendo. Monk se le acercó y se sentó frente a él.
– Buenos días, inspector -dijo Septimus dejando la jarra sobre la mesa.
Monk tardó un momento en descubrir cómo había podido verlo, ya que cuando se había sentado Septimus seguía bebiendo. Entonces se dio cuenta de que el fondo de la jarra era de vidrio, antigua costumbre destinada a evitar que los bebedores fueran cogidos por sorpresa en los tiempos en que los hombres iban armados con espadas y en las tabernas no eran raros los altercados.
– Buenos días, señor Thirsk -replicó Monk, admirando al mismo tiempo la jarra en que bebía, con su nombre grabado en ella.
– No puedo darle más información -dijo Septimus con una triste sonrisa-. Si supiera quién mató a Octavia o si tuviera la más leve idea del motivo, ya habría ido a verle y le habría evitado tener que molestarse siguiéndome hasta aquí.
Monk tomó un sorbo de sidra.
– Si he venido es porque he pensado que aquí no nos interrumpirían tan fácilmente como en Queen Anne Street.
Los ojos de Septimus, de un azul desleído, se iluminaron un momento con un rasgo de humor.
– Se refiere a que aquí Basil no me puede recordar cuáles son mis obligaciones y mi deber de comportarme con discreción y como un caballero, pese a que carezco de los medios para serlo, excepto en determinadas ocasiones, por su obra y gracia.
Monk no quiso insultarlo mostrándose evasivo.
– Más o menos -admitió, al tiempo que miraba de reojo a un muchacho muy apuesto, bastante parecido a Evan, que se movió junto a ellos con andar vacilante, como presa de fingida desesperación y, llevándose las manos al corazón, se entregó a un dramático monólogo dirigido a sus compañeros de la mesa vecina. Monk no habría podido asegurar, ni siquiera después de dos minutos de oírlo, si se trataba de un aspirante a actor o de un futuro abogado lanzado a la defensa de un cliente. Por un momento le vino a las mientes la imagen de Oliver Rathbone y se permitió imaginarlo como un joven bisoño en una taberna como aquélla.
– No veo militares por aquí -observó Monk volviendo a mirar a Septimus.
Éste sonrió mientras tomaba otro sorbo de cerveza.
– Ya veo que le han contado mi historia.
– Sí, Cyprian -admitió Monk-, pero lo hizo con gran simpatía.
– Es probable -dijo Septimus, aunque poniendo cara larga-, pero si preguntase a Myles le daría una versión completamente diferente, más rastrera y más sucia, menos halagadora para las mujeres. Y en cuanto a la querida Fenella -continuó después de tomar otro sorbo de la jarra-, la suya sería más espectacular y bastante más exagerada: la tragedia se convertiría en grotesca, el amor en pasión desbocada, los tintes serían bastante más cargados… pero los sentimientos auténticos, el dolor real, perdería efecto… como las luces de colores de un escenario.
– Y sin embargo, a usted le gusta venir a una taberna llena de actores de uno u otro tipo -señaló Monk.
Septimus echó una mirada a las mesas de alrededor y sus ojos se detuvieron en un hombre de unos treinta y cinco años, delgado y vestido de forma extravagante, el rostro afable pero disimulado tras una máscara de cansancio que era resultado de muchas esperanzas frustradas.
– Me gusta este sitio -dijo con voz serena-, me gusta la gente que viene aquí. Tienen imaginación suficiente para huir de la vulgaridad, para olvidar las derrotas de la realidad y alimentarse de los quiméricos triunfos de los sueños. -Su rostro se había suavizado, las arrugas de cansancio que lo surcaban habían quedado borradas por la tolerancia y el afecto-. Saben evocar cualquier estado de ánimo y durante una o dos horas llegan a creer que es espontáneo. Para esto se necesita valor, señor Monk, y una rara fuerza interior. El mundo… y personas como Basil, lo encuentran ridículo. Para mí es reconfortante.